Take off



Hoy llega el final de la trilogía de la aventura por Portugal narrada en los dos últimos posts y que empezó con un Viaje alucinante al fondo de la sopa y continuó con El tormento y el éxtasis. Contaba que tras comprobar los horarios de misas para buscar la hora en español para que Hache y Sharon pudieran mostrarnos su cristiandad, regresamos al hotel. Yo pensaba que la jornada había sido lo suficientemente lynchiana (de David) pero me equivocaba: fue entonces cuando empezó la excursión a la quinta dimensión. 

Cuando llegamos, la juerga que se corría el resto de los integrantes del viaje era tan monumental, tan alocada, tan delirante, que la de El guateque a su lado podría pasar por unos ejercicios espirituales; sólo faltaban el elefante y la espuma. Caminando por los pasillos en medio de gritos, música, carreras y risas estentóreas asistimos a escenas surealistas dignas de un mano a mano entre Dalí y Buñuel tras una indigestión de LSD. Por ejemplo, desde la puerta abierta de una habitación contemplamos a cuatro compañeros, cada uno con la oreja pegada a un vaso que apoyaban contra la pared. Mantenían puestos en esa actividad los cinco sentidos, con un grado de concentración digno de un yogui hindú, y sólo se distrajeron levemente para explicarnos que usaban el vidrio a modo de amplificador para escuchar lo que ocurría al otro lado del tabique, donde una pareja, también de los nuestros, gozaba de una noche de sexo.

Continuamos camino de nuestros aposentos y pronto nos llegó el aroma inconfundible del hachís. En efecto, asomándonos por otra puerta atisbamos, intuimos más que nada a causa de la densa nube de humo que flotaba entre las cuatro paredes, a una docena de porreros acomodados en las camas en torno a otro que, en el centro, encendía el enésimo cigarro y lo distribuía empezando por su derecha. No sé si fue debido a su pelo largo y barba hippie, a los efluvios respirados o a haber contemplado poco antes a mis amigos levitando ante Nuestra Señora de Fátima, pero el caso es que por un momento ví a Jesús de Nazaret disfrutando con sus discípulos la sobremesa de la Última Cena con algo más que unos farias.

No nos detuvimos mucho en aquel punto porque una tremenda zarabanda que procedía de otra habitación desvió nuestra atención. Entramos, dispuestos ya a presenciar cualquier cosa que pudiera traspasar los límites de la realidad, y topamos con un corro de gente que aplaudía y vociferaba rítmicamente al son de la música de una casette; lo curioso era que todos estaban en el baño. La respuesta es una de las imágenes más insólitas que recuerdo de cualquiera de los viajes que haya realizado -o vaya a realizar- en mi vida: en el plato de la ducha, bajo el agua a toda presión, el compañero Casero bailaba una jota aragonesa completamente vestido -zapatos incluidos- mientras los demás le jaleaban con entusiasmo. El tipo llevaba una borrachera antológica y allí siguió chapoteando, torpe pero inasequible al desaliento.

Aún me frotaba los ojos para dar crédito a tan alucinógena visión cuando Hache y Sharon anunciaron su retirada, ya que debían madrugar para asistir a la misa. Alguien hizo un comentario escéptico y entonces Bernardo, ateo confeso pero también alcoholizado en grado sumo, se convirtió en cruzado de la causa asegurando, con tan vibrantes como inconexos alaridos para hacerse oir en medio de aquel pandemónium, que su madre era católica y que si alguien se burlaba le soltaba una hostia. Y para demostrarlo hizo el ademán con su brazo olvidando, lamentable pero hilarantemente, que en ella tenía su décimo gin tonic, el cual fue a parar a la cara de Sharon;  encima, uno de los cubitos de hielo impactó en el ojo, dejándoselo amoratado.

Inolvidable noche, aunque a veces uno se pregunta si todo ocurrió realmente. Pero dos pruebas empíricas irrefutables lo confirmaron. La primera fue la factura que pasó la dirección del hotel, que incluía, entre otras muchas cosas, varios cajones de mesitas calcinados por haberse usado como ceniceros y una inundación por dejar la ducha de una jota maratoniana abierta durante horas. La otra  llegó también por la mañana, cuando los dos beatos cumplieron su palabra y se pegaron el madrugón. Como compartíamos una habitación doble, el pelmazo de Hache emuló la tortura habitual que Epi le propina a Blas, despertándome para ver si quería acompañarle; le lancé un zapato que erró el tiro mientras huía riendo malévolamente. Yo di media vuelta y continué durmiendo. Total, nada que soñase iba a sorprenderme a esas alturas.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
A mí más que a Lynch, Dalí o Buñuel, todo esto me ha sonado a John Landis, en "Animal House", se entienda.
Jorge Álvarez ha dicho que…
Je, je, es cierto; queda más apropiada Desmadre a la americana. Y digo más: Casero, el que bailaba jotas bajo la ducha, tenía un notorio parecido con John Belushi, el Pluto de la película.

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