Una visita a la Cueva de las Brujas de Zugarramurdi
Érase una vez un inquisidor de naturaleza escéptica que desconfiaba de la creencia en la brujería y que fue enviado por el Consejo de la Suprema Inquisición a instancias del obispo de Pamplona, tan receloso del tema como él, a investigar un extraño caso que estaba ocurriendo en varias comarcas del norte de Navarra. Un comisario y dos inquisidores pertenecientes al Tribunal de Logroño habían abierto un proceso varias personas, acusadas de brujas por una vecina que aseguraba haber participado en aquelarres. Otras que acudieron a la ciudad para testificar a su favor acabaron asimismo tras las rejas y, al cabo de varios meses, el número de inculpadas (e inculpados, que, frente a lo que suele pensarse, los archivos demuestran que también hubo muchos procesos por brujería masculina en la época) sumaba tres centenares.
Cuando empecé a preparar mi viaje a Navarra tenía claro que ante todo y por encima de todo -y al final hubo bastante- tenía que acercarme hasta Zugarramurdi, a ver la famosa Cueva de las Brujas. No tanto por la película que se ha hecho sobre el tema -la de Pedro Olea de 1984, Akelarre, que se inventa buena parte del tema, rezuma demasiados estereotipos simplones y omite al inquisidor escéptico-, sino porque, en mi caso, la Historia suele ser una motivación especial cuando decido conocer otros rincones de España y el mundo. Y como me había empapado bien del tema gracias a los libros de Kamen, Caro Baroja y Lisón Tolosana, decidí que Zugarramurdi estaría en el itinerario sí o sí.
Retrato imaginario de Alonso de Salazar y Frías, obra de Ricardo Sánchez (Wikimedia Commons) |
Como suele pasarme, la meteorología hizo cuanto pudo por echarme atrás. Pese que visité el sitio ya en abril, un frío invernal acompañado de lluvias a rachas intensas y una densa capa de bruma se empeñaron en dificultar todavía más la ya de por sí complicada carretera que lleva hasta al pueblo desde Pamplona: curvas y más curvas, cambios de rasante, ora subidas, ora bajadas... Lo que pasa es que conducir por Asturias imprime carácter automovilístico y aporta una experiencia que hace que todo lo demás resulte leve en comparación -y lo dice alguien que atravesó los Andes al volante-, así que afronté la situación positivamente, disfruté de los retorcidos árboles de aspecto muy apropiadamente fantasmal que flanqueaban las cunetas y, superando incluso los inevitables brotes vomitorios que el mareo arrancó a mi hijo, llegué a Zugarramurdi a media mañana.
El inquisidor incrédulo lo tuvo más difícil, pues hizo el trayecto con las limitaciones de entonces, en burro y por caminos de tierra. Se llamaba Alonso de Salazar y Frías, era burgalés y se había graduado en Derecho Canónico antes de ingresar en el tribunal (que escogía a sus miembros entre teólogos y juristas). Llegó al lugar en el verano de 1610, justo cuando acababa de condenarse a veintinueve encausados, de los que dieciocho fueron reconciliados en un auto de fe tras salir en procesión vistiendo sambenito, mientras otros seis fueron quemados vivos y cinco más en efigie -habían muerto antes-.
Recorridos alrededor de la cueva de Zugarramurdi |
Estas ejecuciones, sumadas a las realizadas entre los siglos del resto de los siglos XVI y XIX en España, sumaban unas sesenta en total; habría que añadir otro par de cientos si se cuentan también las de la justicia civil, que también tenía competencias y era mucho más severa. Esas cifras distan de parecerse a las masivas que caracterizaron la Europa protestante de la Edad Moderna porque, como habían manifestado varios religiosos, «era cosa de risa la materia de los brujos»; al contrario que los jueces franceses, británicos y germanos, la Inquisición no se tomaba demasiado en serio el tema y el trabajo realizado por Alonso de Salazar lo refrendó.
Durante ocho meses recorrió los pueblos de la comarca del Baztán y la cuenca del río Ezcurra -Zugarramurdi, Olagüe, Lesaca, Urdax...- con un edicto de gracia (un indulto para el que confesara por iniciativa propia) y, tras reunir miles de testimonios, cosa que no debió resultar fácil habida cuenta que mucha gente no hablaba castellano, llegó a la conclusión de que las gentes se denunciaban unas a otras, bien para obtener el perdón, bien por rencillas, y que cada declaración inistía en los tópicos de las otras.
El llamado Infernuko Erreka (Arroyo del Infierno) atraviesa y moldea la Cueva de las Brujas |
También descubrió que muchas personas confesaron amenazadas o incluso agredidas por sus propios vecinos, desesperados ante los destrozos en las cosechas o las enfermedades del ganado. Pero, en opinión de Salazar, las «pruebas palpables» de esa maligna actividad (ungüentos para volar, brebajes...) se habían fabricado «por medios y modos yrrisorios». El inquisidor entendió que el caso era, en buena medida, lo que hoy se denominaría histeria colectiva; él lo definió con palabras menos técnicas, acordes a su tiempo: «No hubo brujas ni embrujados en el lugar hasta que se comenzó a tratar y escribir sobre ellos».
Zugarramurdi está enclavado en la comarca del Baztán, muy cerca de la frontera francesa y, pot tanto, escenario de la partida que durante siglos estuvieron jugando contrabandistas y autoridades. De hecho, el asunto de la brujería empezó el año anterior en Francia, en Labort, donde un juez obseso desató una persecución siguiendo la denuncia efectuada por unos señores locales (hay otra película, también titulada Akelarre, ésta de 2020, ambientada en ese contexto). Pierre de Lancre, que así se llamaba el magistrado, mandó quemar a unas ochenta personas, sembrando el pánico y llegando el eco de su actuación allende los Pirineos, a España. Tanto que se decía que algunos navarros cruzaron al otro lado para asistir a las ejecuciones y seguramente fueron ellos quienes, involuntariamente, sembraron la paranoia al regresar a su tierra.
Exterior del Museo de las Brujas de Zugarramurdi |
En todo caso una joven llamada María de Ximildegui, emigrada a Francia con sus padres, volvió a su Zugarramurdi natal, donde se jactó entre los vecinos de haber sido iniciada en el satanismo, ingresado en un clan de brujas y asistido a aquelarres celebrados en suelo galo. Seguramente pecaba de mera vanidad, pero la creyeron e implicó a una antigua amiga, quien, al ser investigada, hizo otro tanto con su tía y así empezó a crecer la bola. Inicialmente fueron los propios vecinos quienes quisieron solucionarlo mediante una conciliación pública, pero alguien advirtió al Santo Oficio (probablemente el abad del cercano monasterio de San Salvador de Urdax) y fueron enviados dos inquisidores que lamentablemente sí creían ciegamente en la brujería.
Hoy el pueblo es un lugar que rezuma bucólica tranquilidad rural, incluso con la presencia de turistas -por otra parte bienvenidos por los hosteleros locales, ya que suelen quedarse a comer allí-. Por lo que he leído, en verano, con buen tiempo y vacaciones, los visitantes se multiplican mucho más que cuando fui yo. Entonces la niebla persistía y el silencio predominante sólo era roto por el sonido de las gotas de lluvia sobre la tela de los paraguas, las risas de algún niño y los esquilones ocasionales de la fauna bovina. Había sitio de sobra para aparcar y hacer lo primero que conviene, que es entrar al museo, donde se explica la historia con bastante rigor, aunque sin evitar caer en la idealización de las creencias autóctonas.
Vestimenta femenina típica de la Navarra de entonces, con el tocado corniforme característico del norte de España |
Con sede en un antiguo edificio de piedra del siglo XVI, restaurado ad hoc, el Museo de las Brujas cuenta lo que en historiografía se conoce como el proceso de Logroño. Lo hace de forma algo desordenada y eso suele generar confusión en quienes sean legos en la materia, por lo que sería recomendable incluir un relato cronológico. Mejor, desde luego, que empezar por el rechinante audiovisual inicial que equipara -de forma discutible- el caso con el nazismo y las dictaduras sin apenas hacer referencia al caso brujeril y desubica al espectador.
En cambio sí es procedente presentar el precario modo de vida local -costumbres, vestimenta...-, aunque en realidad no hubiera tantas diferencias respecto a otras regiones coetáneas y se peque de cierta romantización. Esto último resulta especialmente patente en la sección dedicada a la mitología local: la identificación de una presunta «sabiduría ancestral» con la creencia precristiana del culto a Mari, la Madre Tierra. Por contra, sí evita los habituales tópicos sobre la Inquisición proporcionando información más seria. Por ejemplo, la dinámica de los juicios y, aquí sí, la labor de Alonso de Salazar.
Réplica de un estandarte con el escudo de la Inquisición bordado |
El concienzudo trabajo del religioso sirvió para exonerar de sus penas a los condenados. Aplicando una metodología científica en la que cuantificaba lugares de celebración de aquelarres, formas de desplazarse hasta allí, acontecimientos que sucedían en ellos, pruebas externas de esos ritos y evidencias resultantes que permitieran establecer culpabilidad o inocencia, se percató de que sólo había un punto en común a todos los relatos: las presuntas fiestas satánicas coincidían siempre en los sitios donde se reunían las juntas municipales. De lo demás había mil versiones diferentes: éstos iban a pie, aquéllos volando, unos se convertían en animal (moscas, sapos, cuervos...), otros se dormían antes.
Los niños añadían el testimonio, desconcertante e ingenuo a partes iguales pero muy significativo, de que se aparecía la Virgen María con el Niño. Además, Salazar envió agentes a espiar aquelarres en las fechas señaladas (los viernes por la noche, llamados «misterios menores», y las vísperas de grandes fiestas como Pascua, Corpus Christi, Todos los Santos o la Noche de San Juan, entre otros, que eran los «misterios mayores» porque iba Satanás en persona) sin que consiguieran ver nada y mandó analizar los ungüentos dejando patente que, evidentemente, no tenían ningún efecto.
Réplica de un edicto firmado por Alonso de Salazar |
Luego revisó los expedientes de procesos antiguos, observando que todos los defectos y errores detectados en el de Logroño se repetían indefectiblemente. Acusó a sus dos compañeros inquisidores de actuar de forma negligente, pues decía que era fácil descubrir las mentiras, e incluso capciosa, por recurrir sin necesidad a torturas, inducir declaraciones y prometer absoluciones engañosamente. A buen seguro, se ganó más de un enemigo en la institución.
Su informe final estaba compuesto por treinta y dos cláusulas que revisaban todo lo realizado y se lo remitió en 1614 a la Suprema. Fue empleado por ésta como base para elaborar, cuatro años más tarde, unas instrucciones con las que investigar metódicamente en lo sucesivo los nuevos casos de ese tipo que se presentaran. De ese modo quedó relegado el Maelus maleficorum (Martillo de las brujas), el tratado que los dominicos germanos Heinrich Kramer y Jacob Sprenger habían publicado en 1487 y que hasta ese momento se usaba como manual de referencia contra la brujería.
Taquilla de entrada a la cueva |
En efecto, a partir de ahí prácticamente desapareció el concepto de brujería satánica (la que implicaba pacto con el Diablo) y, en general, aunque siguió habiendo persecución, las futuras acusadas serían consideradas simples mujeres -u hombres, insisto- supersticiosas, curanderas sin cultura y con una deficiente cristianización resultante del aislamiento geográfico. Consecuentemente, la mayoría de las sentencias las condenaron a penas menores (los habituales azotes, multas y destierro) o, más a menudo, a pasar un tiempo en un convento aprendiendo catecismo.
Eso sí, siempre y cuando fuera la Inquisición la que se ocupara, pues, como decía antes, los tribunales ordinarios (civiles) eran bastante más duros. Cierto es que hubo excepciones esporádicas; la última bruja ejecutada, la beata Dolores, en una fecha tan tardía como 1781, en realidad fue acusada de de ser molinista (el molinismo fue una doctrina cristiana que armonizaba la voluntad divina con la libertad humana).
El sendero que lleva a la parte trasera de la cueva atraviesa el Infernuko Erreka mediante el Puente del Infierno |
En fin, hay que entender que el Museo de las Brujas de Zugrarramurdi es un sitio pequeño (se entra por turnos y conviene reservar cita para no tener que esperar horas), modesto y discutible en algunos aspectos, no tanto los folklóricos que tratan de explicar el porqué de la demonización de las brujas locales como otros presentistas. Pero lo suficientemente alejado, en cualquier caso, del sensacionalismo que muestran los habituales museos de la tortura, que suelen llevar adjunto el epígrafe «de la Inquisición» para añadir morbo, pese a que la gran mayoría de esas piezas corresponden a países centroeuropeos o su existencia real es dudosa, cuando no directamente falsa: la doncella de hierro, el aplastapulgares, el toro de Falaris y muchos más.
Terminada la visita del museo llega el momento de ver la cueva. No está lejos, a unos centenares de metros, envuelta en la frondosidad verde de la naturaleza navarra. Hay una taquilla y luego, bajando una escalinata, se ve aparecer entre el follaje la gran abertura en la roca que constituye la entrada principal. En mi caso, elegí recorrer primero un camino panorámico que da la vuelta al sitio, pues es posible acceder por la entrada trasera e incluso por otra lateral. Hay que descender una larga y empinada escalinata que, tallada en el suelo y rodeada de retorcidas raíces arbóreas, parece bajar hasta la guardida del mismísimo Satanás. De hecho, termina en un fotogénico puente de madera que permite salvar la exigua pero turbulenta corriente del río Olabidea, apropiadamente apodado Infernuko Erreka (Arroyo del Infierno).
El vestíbulo de la entrada lateral |
Avanzando por un corto sendero de su ribera, que en realidad rodea todo el complejo -desde la entrada principal se toma por la iquierda-, llegué hasta la entrada posterior de la cueva, que es todavía más grande que la otra. Da paso a una colosal gruta cárstica de ciento veinte metros de longitud por treinta de ancho y cuya bóveda se encuentra a doce de altura. En las paredes rocosas se abren multitud de grietas por las que los visitantes, muy especialmente los niños, pueden introducirse en un juego de incipiente espeleología. Una de esas oquedades, situada en la boca principal, era considerada el púlpito desde el que el Maligno predicaba a sus adeptos; no en vano, a la cueva se la conoce como «catedral del Diablo».
Vista general mostrando los dos niveles del interior |
Allí suele celebrarse hoy, la noche de San Juan, un baile al son de txlaparta (idiófono) al que sigue una especie de exorcismo que corre a cargo de los zampantzarrak (personajes similares a los zarramacos cántabros, los zamarrones asturianos y otros). Un par de meses después, a mediados de agosto, se lleva a cabo allí la zikiro jatea, una comida popular a base de cordero. Así pues, el miedo a las brujas y sus malignos actos parece haberse esfumado en estos tiempos de secularización, quizá porque el diablo ya no asusta como antaño y hay males más tangibles, quizá porque ahora se sabe que las enfermedades que mataban al ganado eran cosa de microbios y no de maldiciones.
A la entrada de la cueva hay un viejo horno de cal del siglo XVIII. El producto se usaba para fertilizar los campos |
Y, sin embargo pude comprobar lo frecuente que es encontrar en las puertas de las casas, así como en bares y tiendas, la flor de cardo; es la planta que tradicionalmente se ha usado para mantenerse a salvo de hechizos y encantamientos... Quién sabe desde cuándo; la región ya estaba habitada en la prehistoria y otra cueva cercana, la de Ikaburu, acoge el yacimiento del Paleolítico Superior más umportante de Navarra. Forma parte del conjunto de grutas de Urdax y merece la pena visitarla -está apenas cinco minutos de Zugarramurdi- porque desde un punto de vista geológico es mucho más atractiva que la de las Brujas, con variedad de espeleotemas (formaciones rocosas por el goteo del agua, tipo estalactitas, estalagmitas, etc) y hasta una colonia de murciélagos. Sería tema para otro día.
Espeleotemas en el interior de la cueva de Ikaburu, en Urdax |
Imagen de cabecera: entrada principal de la Cueva de las Brujas, en Zugarramurdi.
Fotos: JAF.
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