Jennifer Anniston, Monty Python y media abeja en Tanzania


Tuve mi primera imagen de Kenia durante la maniobra de aterrizaje en el Aeropuerto de Nairobi. Era la primera hora de la mañana y el sol todavía se estaba desperezando entre las nubes cuando el ruido de las ruedas al desplegarse me sacó del sopor en que me encontraba después de una noche en blanco, ya que soy de los que sufren la maldición de no poder pegar ojo en los asientos de los aviones por largo que sea el vuelo; y aquel duró toda una inacabable noche desde el despegue en Bruselas, agravado por la tortura de tener que ver el remake de La pantera rosa (la referencia no es gratuita; el cine va estar presente todo este relato desde el título mismo).

Miré por la ventanilla y, pese a que el cielo estaba encapotado reduciendo la luz matutina, pude vislumbrar una metáfora perfecta de la entrada en ese otro mundo que está en éste y que se llama África. La negra, quiero decir; o subsahariana, como se dice ahora. Allí, en lo aledaños de la pista, indiferente al paso del avión y quizá con la seguridad de no tener encima la amenaza de ningún depredador en medio de la civilización, pastaba una gacela tan despreocupadamente que ni siquiera se molestó en levantar la cabeza a nuestro paso rasante. 




Es posible que esto no le parezca tan raro a quien tenga una idea estereotipada de Nairobi como poco más que un poblado tribal, cuando en realidad se trata de una megaciudad de más de cinco millones y medio de habitantes; algo sórdida, como expliqué ya en otro artículo, pero plenamente urbana. Y siendo cierto que el aeropuerto está casi en el extrarradio, a unos quince kilómetros del centro, sigue siendo terreno de la jungla de asfalto más que de la naturaleza. Pero la vida se abre camino, que decía el doctor Ian Malcolm, y difícilmente las autoridades aeroportuarias keniatas encontrarían un icono más apropiado que aquel animal allí en medio.

En fin, ya digo que África es otro mundo. Uno en el que prácticamente todo es posible, como pueden dar fe quienes lo han visitado, sufrido, disfrutado o todo a la vez, que es lo más habitual. Por eso tenía ser allí donde viví una de las experiencias más estupefacientes que recuerdo, hasta el punto de que todavía hoy me entran dudas de si todo fue real o el fruto de un extraño sueño ecuatorial. Y eso que ya habían pasado unas horas y estaba plenamente recuperado de Steve Martin y Beyoncé.

Jennifer leyendo esto

Tras una jornada conociendo la capital y muy especialmente la casa de otro personaje de película, Karen Blixen, emprendí el rumbo hacia Tanzania en un matatu, que es el nombre swahili que dan allí a los minibuses de transporte de pasajeros, acompañado de otros viajeros que habían recibido la insoslayable llamada de África. Entre ellos estaba Jennifer Aniston, que como todos sabrán es una actriz estadounidense de cotizada melena rubia que en los años noventa protagonizó una exitosa serie televisiva y después batió el récord de conseguir que nadie recuerde otro trabajo suyo salvo el de novia de Brad Pitt. Vale, es verdad que la que viajaba con nosotros no era la verdadera -madrileña y empleada de banca para más señas- pero se parecía mucho y como en esas latitudes cualquier cosa puede resultar creíble, van a permitirme que siga llamándola así.

La carretera por la que circulábamos era la que conectaba Nairobi con la frontera tanzana, frecuentada -es un decir- por vehículos de los touroperadores, así que no era de las peores, de ésas que allí apodan masaje africano con la característica sorna nativa. Pero había baches por todas partes y el hormigón aparecía listado por una sucesión continua de grietas, resultado de la alternancia de las inundaciones de la estación lluviosa con el calor de la seca, que me tientan a hacer un símil facilón con el listado de una cebra. Sin embargo, no eran cebras los animales que componían la primera manada faunística con que nos topamos; de hecho, ni siquiera se trataba de una manada sino de un pequeño rebaño de dromedarios. Asómbrense. O no.


El Kilimanjaro perfilándose al fondo. Obsérvese la escasez de sus nieves perpetuas


Aprovechamos para hacer una parada y sacar unas fotos porque al fondo se recortaba la emblemática silueta del Kilimanjaro; cada vez más azulada y con menos blanco en su cumbre, por cierto, con lo que en poco tiempo dejará poco comprensible el título del relato de Hemingway y los sucesores de la pareja Gregory Peck-Ava Gardner tendrán que buscar a su leopardo desorientado en otro sitio. Fue al volver al vehículo cuando ocurrió. Nos habíamos puesto de nuevo en camino y el conductor-guía nos iba contando en inglés la desgraciada historia de un conocido suyo que mató a una serpiente pitón para salvar a una gallina de su propiedad -el óbito fue desgraciado para el reptil pero también para él, pues eso le costó una multa al ser una especie protegida-, cuando de pronto se armó un revuelo en la parte trasera del matatu: gritos, aspavientos, golpes, alguna que otra risa incluso.

El chófer, desconcertado dio un volantazo pero enderezó el rumbo y no necesitó siquiera frenar. Intentaba otear por el retrovisor pero no veía nada especial y preguntaba, con tanta curiosidad como ansia, qué pasaba. Jennifer le contestó con una pronunciación tan perfecta como exaltado tono:"¡A bee, a bee!" O sea, una abeja se había colado dentro. No un león ni un leopardo. Una simple y pequeña abeja que en cuanto bajé el cristal salió volando para seguir su vida y nos dejó en paz. Pasado ese gran peligro, que de haber resultado en ataque a alguno de los pasajeros hubiera provocado un papelón a su regreso (imaginen, ir a la selva y en vez de sobrevivir a la carga de un elefante o de un rinoceronte, o al proverbial mar humor de un hipopótamo, hacerlo a la picadura de la abeja Maya).




Tras asegurarse de que todo estaba ya en orden pero sin levantar el pie del acelerador, nuestro conductor no pudo ni quiso reprimir la risa y estuvo un buen rato mascullando su cachondeo. Luego lo dejó por fin, permaneció un rato en pensativo silencio y empezó a silbar una melodía a la que no tardó en añadir letra:

"Half a bee, phillosophically, 
must ipso facto half not be.
But half a bee, has got to be,
vis a vis is entity. 
D'you see?
But can a bee be said to be
or not to be an entire bee.
When half the bee is not a bee
due to some ancient injure.
Singing!"

Y como yo, que viajaba en el asiento delantero junto a él, reconocí la canción, me sumé haciendo dueto sotto voce:



"La di di, one, two, three
Eric the Half a Bee
A, B, C, D, E, F, G,
Eric the Half a Bee".

El tipo apartó los ojos de la carretera, por primera vez desde que salimos de Nairobi, para mirarme como si llevara un fantasma al lado. Pero un fantasma bueno, tipo Casper, o divertido, estilo Bitelchús, porque no habló; se limitó a esbozar una sonrisa cómplice, una enorme sonrisa de oreja a oreja en la que el blanco de sus dientes resaltaba sobre el tono negrísimo de su piel kikuyu, y luego continuó, subiendo el volumen:

"Is this wretched demi.bee.
Half asleep upon my knee.
Some freak fron a menagerie?"

Para su sorpresa -y mía también, lo reconozco-, nuestros compañeros de viaje contestaron al unísono pero armónicamente:

"No! It's Eric the Half a Bee.
Fiddle di dum, fiddle di dee.
Eric the Half a Bee.
He ho ho, tee hee hee
Eric the Half a Bee".

El conductor, ya lanzado, prosiguió en solitario:

"I love this hive employ-ee-ee.
Bisected accidentally,
one summer afternoon by me,
I love him carnally.
Semi carnally".


Y, claro, una fuerza telúrica y atávica, típicamente africana, me impulsó a rematar la función:


"¿Cyril Connolly?"

"No -respondió él en su papel- Semi carnally".


"Ah", dije encogiéndome de hombros. Y entonces cantamos todos a coro pero casi en un descente susurro:

"Cyril Connolly..."


En fin, ahí tienen lo que puede dar África de sí: unir culturas a través de una abeja (bueno, media) y ese lenguaje universal que es la música, en este caso una canción de Eric Idle, el compositor de los Monty Python... justo cuando el chófer nos estaba hablando de una pitón. Y no olvidemos a Jennifer Aniston. Pueden quitar una mentira o dos, como decía el personaje de James Garner en Sunset, pero, insisto, ese continente no tiene límites; lo que no pase allí no pasa en ningún otro sitio.


Por cierto, para que se hagan una idea más aproximada, les dejo con el original: 




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