Kuakman viaja a Egipto (y VI): mundo submarino



En la anterior entrega dejamos a Kuakman en Sharm -Sheij, dedicado a practicar el buceo con esnórquel por el Mar Rojo y viviendo con ello una aventura digna de Robinson Crusoe... o del inspector Clouseau. Así llegamos a este último capítulo en el que se atreve a dar un paso más y se lanza al submarinismo con botella, olvidando algunos pequeños detalles.

La experiencia agridulce del esnórquel quizá podría haber echado atrás a más de uno pero mi vena masoquista no estaba del todo satisfecha y al día siguiente me dispuse a entregarme plenamente en una nueva experiencia submarina; sólo que esta vez, en un alarde de audacia que rozaba el virtuosismo para mis parámetros habituales, bucearía con una bombona de oxígeno a la espalda y plomos en la cintura ¿Quién dijo miedo? Bueno, quizá lo susurrarían los del barco de excursiones, habida cuenta de lo vivido en la jornada anterior. Pero resultó que eran otros y fui recibido de la misma afectuosa forma que el resto de los turistas apuntados; seguramente mi fama aún no había tenido tiempo de difundirse.


Al agua, patos; nunca mejor dicho

Navegamos durante un par de horas hasta llegar al punto de la inmersión. Entonces nos dieron una sucinta formación que duró alrededor de veinte minutos, nos pusieron los trajes de neopreno y nos cargaron las botellas antes de que nos arrojáramos al agua acompañados, cada uno acompañado de un guía-monitor. La profundidad máxima que nos autorizaban a alcanzar era veinte metros pero resultaba suficiente para admirar la belleza de aquellos fondos marinos de tan merecida fama. 

Un mundo silencioso, que diría Cousteau, pero pleno de color y vida. Nadie que no haya descendido allá abajo puede imaginar siquiera aquello porque siempre tenemos la imagen monótona de la superficie, azul, gris o turquesa pero completamente distinta. Si encima a uno le pasa rozando un pez napoleón, especie rara de ver según el monitor, y al subir al barco otra vez lo cuenta y recibe las felicitaciones de todos es ya para inflarse como otro pez, el globo, y creer que por fin podría terminar un día pleno y tranquilo. Pero claro, si hubiera sido así no estaría aquí, contándoles esto.


El pez napoleón (Patryk Krzyzak en Wikimedia Commons)

En realidad el buceo en sí no dio ningún problema y salí vivo y entero. Fue el trayecto de retorno a puerto el que me dio materia para contar. Primero por la tripulación, pues el monitor que me tocó era tan agradable como peculiar y se entretuvo en mostrarme el repóker de fotos de novias europeas que guardaba en su cartera, contándome cuáles eran los encantos de cada una. Como le seguí el juego al campeón, le caí bien y en un signo de complicidad me ofreció poder pilotar el barco. No desaproveché la oportunidad y me puse entusiasmado al timón, siendo durante un rato responsable de la derrota de la excursión. 

Un rato breve porque me dijeron que estaba desviándome demasiado de la ruta y nos disponíamos ya a entrar en el puerto. Como me estaba gustando la cosa, insistí en continuar al mando asegurándoles que enderazaría el rumbo y lo mantendría adecuadamente para atracar. Pero unos minutos después debieron pensar que aquel espigón de piedra que se alzaba justo enfrente estaba cada vez más cerca sin que se apreciaran visos de cambio de dirección y no se me escapó el intercambio de miradas aterradas que cruzaban entre sí ni los bolos de saliva que les bajaban garganta abajo por momentos. Así que se amotinaron y tan amable como firmemente me echaron del puente de mando, tal cual fuera un capitán Blight cualquiera.


Kuakman tiene un aire a Trevor Howard. Al menos cuando se pone al timón

De esta humillante forma terminé mi estancia en la península del Sinaí y regresé a El Cairo para tomar el avión que habría de devolverme a mi país, a la rutina y al frío invernal. Aquel guía que tuve en la primera parte del viaje, Habibi, me acompañó al aeropuerto junto a otros españoles que había conocido en el viaje. Una vez en la terminal, charlando mientras esperábamos junto a la puerta de embarque esperando que la abrieran, les conté ufanamente que al día anterior había estado haciendo submarinismo en el Mar Rojo. el cambio de color en sus rostros me indicó que una de dos, o la envidia les corría hasta extremos que no sabían disimular o había algún imponderable que prometía rematar el periplo egipcio. La segunda opción, por supuesto.

-Pero ¿a qué profundidad descendiste? -preguntaron con cara de sincera preocupación-
-A veinte metros -respondí pensando que quizá se trataba de una minucia indigna de mi jactancia anterior. 

Pero no. En absoluto. Más bien al contrario.

-Imposible -dijeron- Nosotros hacemos submarinismo y es imposible bajar tanto en la primera inmersión.


¿Veinte metros?

Les expliqué que a ésa cota a la que había estado buceando, salvo que me hubieran tomado el pelo, cosa improbable porque yo mismo había podido comprobarlo mirando hacia la superficie. Eso sí, añadí para tranquilizarles, no lo hice solo sino acompañado todo el tiempo de un instructor. Pero, maldita sea, parecían empeñados en aguarme el final de las vacaciones.

-¿Y dices que fue ayer? ¿A qué hora?

Empezaba a cabrearme. ¿Querían buscar testigos o qué? Les confirmé el día, la hora y el minuto, y añadí de propina un qué pasa final con mala leche, aunque ellos lo interpretaron en clave de preocupación. Afortunadamente, porque resultó que aquel interés era sincero y desinteresado.

-¿No te dijeron que no se debe coger un avión después de sumergirte a esa profundidad? Hay que dejar al menos veinticuatro horas porque, si no, hay peligro de que se forme óxido nitroso en la sangre y eso origina unas burbujitas que crecen y pueden hacerte estallar las venas del cerebro. Deberían haberte metido en una cámara hiperbárica.


El alojamiento que se perdió Kuakman en Egipto

La explicación estaba hecha en palabras llanas para que la entendiera. Y la entendí ¡vaya si la entendí! Tanto que todo empezó a darme vueltas, como si las burbujitas de las narices empezaran a crecer en ese preciso momento amenazando con dejarme en tierra so pena de explotar en pleno vuelo. Me acordé del asqueroso pez napoleón, del barco que ahora lamentaba no haber estrellado contra el malecón y, sobre todo, del monitor y su maldito harén fotográfico.

Había que tomar una decisión. O renunciaba a subir al avión con la amenaza de quedarme en Egipto per secula seculorum o me la jugaba y embarcaba asumiendo el riesgo de ponerme a sangrar por todos los orificios del cuerpo y salir en la prensa española siendo recibido el ataúd con mis restos mortales envuelto en una bandera. Eché unos rápidos cálculos y resultó que habían pasado aproximadamente veinte horas desde que finalicé la inmersión. ¿Sería suficiente? Tenía que serlo, decidí, y embarqué. Y aunque durante el despegue no pude levantar la vista del reloj mientras sentía un intranquilizante cosquilleo de pies a cabeza, al final estoy aquí narrándoles todo, por lo que podrán deducir que la apuesta salió bien. Admito, eso sí, que evité las bebidas carbónicas durante el vuelo.

Hasta aquí llega el relato de Kuakman quien, como bien dice, puede vivir para contarlo. Es duro de pelar, sin duda. Nadie más podría sobrevivir a esa sucesión de despropósitos que acumula en cada viaje... para nuestro regocijo. En un mensaje adjunto me advierte de que ya no tiene más aventuras que contar, que el resto de sus viajes transcurrieron dentro de parámetros normales. Pero desconfíen, que es muy aficionado a liar el petate y tarde o temprano recaerá.

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