Kuakman viaja a Egipto (V): buceo en el Mar Rojo



Kuakman sigue en Egipto y tras su crucero por el Nilo decide probar con el turismo de aventura. El Mar Rojo es el escenario de sus siguientes peripecias, demostrando que no hay sitio donde no sea capaz de meterse en algún lío. Hasta le rinde un pequeño homenaje a Daniel Defoe. El porqué de la imagen, si se lo están preguntando, lo tienen al final. Lean, lean.


Estaba un poco ahíto de historia, cultura y arte, así que resolví tomarme unos días de asueto total en Sharm el-Sheij, una localidad de la punta meridional de la península del Sinaí donde el atractivo turístico no está en pirámides y templos sino en las playas del Mar Rojo. El fondo marino de éste tiene tanta fama de ser tan bello que se me ocurrió que podría contratar alguna excursión de buceo. Antes, eso sí, debería derrotar a una vieja enemiga llamada gastroenteritis, a la que traté de evitar todo el viaje siguiendo las preceptivas instrucciones (beber sólo agua embotellada, pelar la fruta, no comer ensaladas) pero, como suele suceder, ella acabó ganando la partida y fastidiándome un par de noches antes del traslado. Conté para afrontarlo con la alianza de míster Fortasec y al final pude pisar el Sinaí más o menos recuperado, algo que agradecí profundamente porque el viaje iba a ser por tierra, no en avión, lo que significaba bastante más tiempo y, tal como se desarrolló, peor aún.


Parte del equipaje de Kuakman en Egipto

Fue accidentado, por supuesto, que bien lo hace cualquiera. Salí de El Cairo en un autobús lleno de turistas al que, a medida que avanzaba por la carretera, se le iban uniendo otros hasta formar una especie de caravana a la que sólo faltaba una musiquilla de banjo tipo road movie estadounidense. Al cabo de unas horas, el convoy se detuvo y yo, pensando que se trataba de la parada de rigor para ir al baño, me levanté dispuesto a salir corriendo y soltar el codo para asegurarme un puesto entre los primeros de la más que previsible cola que se iba a formar; la gastroenteritis había cedido un poco pero seguía dando sus últimos coletazos. 

Sin embargo, el paso vertiginoso de una retahíla de faros por el otro lado del vehículo constituyó un indicativo de que iba a tener que ordenar a mis tripas que no se precipitasen. Un tipo con cara de egipcio -en serio- subió al bus y nos dijo que no descendiéramos bajo ningún concepto. Pasó un buen rato y por fin nos pusimos otra vez en marcha. Pero las luces no sólo seguían allí sino que nos acompañaban, rodeándonos, y entonces me percaté de que no eran faros sino sirenas policiales. Por lo visto, las autoridades se habían asustado un poco al ver tantos autocares juntos y nos habían considerado objetivo potencial de terroristas, por lo que decidieron enviar aquella escolta. El famoso atentado de Deirl el-Bahari contra un bus de turistas alemanes había sido poco antes y las autoridades no querían que se repitiera, aunque fuera a costa de hacer un despliegue digno del Día D. Errare humanum est, perseverare autem diabolicum, que diría el listo de la clase.


Mapa de Sharm el-Sheij para buceadores (Geodia)

Bueno, el caso es que entramos en Sharm el-Sheij como si fuéramos el ejército de Ramsés II llegando a Kadesh, dejando a todo bicho viviente boquiabierto por las calles, seguramente pensando que no éramos turistas cualquiera sino VIP. Me instalé en un magnífico hotel -no sé si los habrá de menor categoría en ese lugar- y me retiré a descansar porque había reservado un programa de dos excursiones de buceo al Mar Rojo, una con esnórquel y la otra con botella, siendo la primera era al día siguiente. Quienes me conozcan o hayan seguido los relatos de mis viajes se habrán percatado enseguida de que ahí había materia para armarla. Y no se equivocarían, no.

Llegó la ansiada jornada. Hacía un día radiante, como casi siempre en esa zona, y pensaba que ya había cubierto el cupo de incidencias para el resto de mis vacaciones. Ni siquiera me molestaban ya las tripas. Embarqué con otras veinte personas y llegamos a un punto, mar adentro, donde fondeamos, nos dieron el tubo, las gafas y las aletas, y hala, a ver peces de colores. Al menos así fue para los demás porque yo encontré inextricable eso de flotar entre dos aguas, respirar y mover las piernas al mismo tiempo. Sí, sé que lo hacen los patos, que podrían ser los animales más perfectos de la Creación, capaces de nadar, andar y volar, de no ser porque no hacen bien, bien ninguna de las tres cosas; que lo hacen los patos, digo, y que yo me apellido Kuakman, que seguro que significa algo en su lengua: no sé el qué pero algo. En fin, a mí me tocó ser más patoso que pato y tardé un buen rato en dar con el quid para adquirir la coordinación necesaria con que seguir adelante sin ahogarme.


Kuakman intentando sobrevivir

Y vaya si lo disfruté desde ese momento. De vez en cuando tragaba medio litro de agua pero nada que no se pudiera solucionar parando un poco y echándola por la boca, cual surtidor marino, antes de volver otra vez con los peces y los corales, que, tal como nos habían prometido, eran todo un espectáculo cromático. De hecho, tan extasiado quedé que perdí la noción del tiempo y cuando quise darme cuenta estaba solo, sin rastro de mis compañeros de excursión alrededor. Todos habían regresado al barco, que por suerte no había levado anclas aún pero estaba a una distancia que me pareció kilométrica, con los excursionistas en cubierta ya despojados del equipo; peor aún, una corriente iba alejando la nave cada vez más. Un sudor frío me recorrió la espalda al pensar que se pondrían en marcha sin percatarse de que yo estaba todavía en el mar y me quedaría allí olvidado, de festín para los tiburones, como en tantas películas. 


Aquí un amigo

Para mi horror, el fatídico ancla empezó a subir por la amura de estribor y oí que el motor arrancaba, originando una pequeña estela en la popa. ¡El barco se iba y ni siquiera echaban en falta sus gafas, esnórquel y aletas! Su silueta se fue empequeñeciendo en proporción al volumen de mis alaridos y aspavientos, que al menos debieron servir para espantar a todos los escualos del Mar Rojo. Me quedaba el consuelo -es un decir- de nadar hasta una isla cercana, donde podría sobrevivir a base de recoger moluscos de las rocas y dátiles de las palmeras y, con suerte, incluso podría encontrar un egipcio de pocas luces al que llamar Viernes y enseñar a leer. El plan robinsoniano, que la verdad es que no sonaba mal del todo ante la perspectiva de tener que volver al frío invierno y al trabajo, me lo estropeó uno de los turistas, que de pronto se levantó de su hamaca, escudriñó el horizonte y me vio. El barco se detuvo... y nada más. Yo esperaba que diera la vuelta a rescatarme pero, al parecer, pretendían que fuera yo quien llegara hasta ellos. Todo un problema porque no me seducía mucho la idea de tener que nadar hasta allí tragando cada dos brazadas mi medio litro reglamentario de agua -ya lo había estandarizado-.


El sueño de Kuakman
Qué remedio, pensé. Y me puse a la labor con tanta resolución como inutilidad. Tenía la corriente a favor pero, a la vez, también alejaba mi objetivo, así que al cabo de un rato nada había cambiado. bueno, algo sí: la gastroenteritis decidió presentarse en ese inoportuno momento y los sonoros retortijones de mi barriga terminaron de arreglar el panorama, amenazando con transformar el Mar Rojo en el Mar Marrón. Tal debió de ser la situación que un miembro de la tripulación se arrojó al agua y me alcanzó en medio minuto, me puso un flotador y regresó arrastrándome como si fuera la pesca de la jornada. Subí a cubierta y, dispuesto a salvar la cara de la forma más flemática posible, estiré el cuello y dije en un perfecto inglés, al más puro estilo James Bond: “Hello, how do you do? Sorry, I am being a little late” (Hola, ¿cómo están? Perdonen, creo que me he retrasado un poco). Y para remachar la escena de forma impecable, me quite las gafas, sacudí el pelo en plan top model y di un paso con el cuello bien estirado... olvidando que aún llevaba puestas las aletas, que me hicieron trastabillar y darme de morros contra un rollo de estacha.

Pero la excursión no había terminado; faltaba la segunda parte, una visita a la isla que comentaba antes. Era por libre: te daban una bolsa de comida -aunque yo hubiera podido tirar con moluscos y dátiles, recuerden- y tú ibas donde querías, ya que no se trataba de un sitio demasiado grande; un islote, más que isla. Para no meter la pata otra vez, me cercioré de que la hora de partir serían las tres de la tarde. Tenía tiempo suficiente, pues, para volver a las andadas. Sin darme cuenta, me separé del grupo y anduve a mi aire; eso sí, teniendo presente que emprendería el regreso a las dos para tener un colchón de tiempo suficiente. A esa hora me personé en el embarcadero como un clavo. Y, efectivamente, allí quedé clavado porque debí equivocarme y el barco acababa de irseNo estaba lejos, a unos veinte metros, distancia que incluso yo podría salvar, pero no fue necesario porque se dieron cuenta de mi presencia allí, desamparado, y volvieron por mí. No era plan de hacerme el Phileas Fogg de nuevo, así que al pisar la cubierta esbocé una sonrisa estúpida y pedí disculpas otra vez pero con un patético hilillo de voz: "Sorry, late again". 


Ésta es la actitud
Menudo día ¿eh? Parafraseando al doctor Fronkostin e Igor, los protagonistas de El jovencito Frankenstein, me dije a mi mismo que podría ser peor mientras una voz en mi interior me preguntaba airada cómo. Entonces llegó una súbita racha de viento que se llevó volando mi gorra hasta depositarla en la cresta de una ola. La idea de ser protagonista de otra escena no me seducía, así que decidí ignorarlo . Pero entonces una de las pasajeras empezó a gritar "¡Gorra al agua, gorra al agua!" y, como si se tratase de un eco maldito, los demás excursionistas gritaron también mientras se agolpaban en la borda, primero mirando la gorra de las narices y luego volviendo sus ojos hacia mí. Todos a un tiempo, en perfecta coordinación y caras de pocos amigos. El patrón del barco detuvo los motores y con los ojos inyectados en sangre cogió un bichero, enganchó la gorra y me la tendió sin decir una palabra. Luego, antes de darme tiempo a agradecérselo, dio media vuelta y retomó el timón. Hubiera jurado que hubo un momento en el que reprimió el además de llevar la mano a un cuchillo que colgaba de su cinturón

Y yo, sin saber qué hacer, encogí los hombros y me puse la gorra en la cabeza, sin darme cuenta de que estaba llena de agua. Así me convertí en protagonista, una vez más, de un gag digno del inspector Clouseau. 

CONTINUARÁ...

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