Kuakman viaja a Egipto (III): té, mugre y fe



En la anterior entrega de Kuakman viaja a Egipto vimos cómo nuestro inclasificable viajero sobrevivía al aterrador tráfico de El Cairo con torería y valor, así como a una visita a las pirámides de Giza con jersey. En este nuevo capítulo vamos a ver cómo se desenvolvió en su trato con la población local.

Otra jornada más y tocaba hacer un tour por la ciudad. En la agenda no faltaba ninguno de los rincones clásicos: la Mezquita de Alabastro, el barrio copto, el bazar del Khalili, la Ciudad de los Muertos...Todo ello me puso en contacto con los egipcios de a pie; los actuales, no los de tocado a rayas, faldellín, ojos pintados y caminar lateral. O sea, prácticamente el día y la noche. En la citada mezquita uno puede aprender su forma de sentir la religión, igual que pasa con los coptos en otra fe; en el mercado, muestran su cara más amable (aunque también la más pelma); y en la Ciudad de los Muertos... en fin, es difícil saber con qué carta quedarse en ese caso, si bien yo destacaría la capacidad de adaptarse, de afrontar con aplomo su miseria empeñándose en diseminar vida donde debería imperar la muerte.


La Mezquita de Alabastro

Habibi, como había bautizado a mi guía, debió percatarse de mi interés por esa faceta humana de El Cairo y, siempre avizor, al acabar el tour me invitó a conocer a sus amigos. Había quedado en casa de uno, dijo, así que me ofreció ir también. Y yo acepté, claro, que no decaiga la fiesta; así tuve ocasión de vivir una rara experiencia social. Lo primero que empezó a sumergirme en ello fue el trayecto, tan distinto a lo que había visto hasta entonces en la ciudad. El tipo no vivía en el centro sino en un barrio y, tal como había oído a aquellos turistas en el hotel cuando llegué, la basura rezumaba por todas partes. La había en las aceras, en las paredes, en los solares vacíos, en las papeleras que rebosaban, encima de los coches... Parecía la arenga bélica de Churchill en versión mierdosa. Papeles y cartonajes, plásticos de todo tipo, algún que otro animal muerto, fruta podrida, materia orgánica no identificada y, en suma, todo lo que uno pudiera imaginar y más allá, tapizaban el suelo obligando a agudizar los cinco sentidos para ver dónde ponía los pies. Supongo que de noche se sumaría una legión de ratas a bailar la conga. 

Habibi notó mi estupor y se disculpó, algo avergonzado, con una frase que ya es un clásico universal: "Es que por aquí no pasa ningún político y por eso no se limpia". El problema es que los políticos no suelen entrar en las viviendas -es fuera donde se pueden exhibir ante las masas- y, sin embargo, el portal de casa de su amigo también tiraba a asqueroso. Hasta las escaleras parecían llevar allí décadas de abandono, cuando se trataba de una construcción reciente. La explicación que me dio me dejó tan descolocado como supongo que dejará también al lector: al parecer, uno de los vecinos tenía un burro y lo alojaba en su propia casa. No sé si el animal -el no humano, quiero decir- tenía que subir a algún piso o vivía en el bajo pero lo que sí estaba claro era que dejaba su firma, tanto la sólida como la líquida y la aromática, por todas partes. Me preguntó cómo sería la cosa en la India si alguien hiciera lo mismo con su elefante.


Un burro y su egipcio

En fin, procurando fijarme donde pisaba, seguí a mi guía hasta su hogar que, por suerte, estaba limpio. El amigo de Habibi le esperaba y, tras saludarse tan efusivamente como a mí me ignoraron, pasaron a enfrascarse en una larga conversación a la que yo asistía como convidado de piedra, ya que no hablo una palabra de árabe. Y encima, presidiendo la escena desde una pared, el retrato en blanco y negro de un señor mayor parecía fijar sus ojos en mí como preguntándome qué pintaba allí. Un ficus hubiera tenido mayor participación pero no salí de ese estatus vegetal hasta que una puerta, hasta entonces misteriosamente cerrada -era la única en todo el piso-, se abrió dejando paso a una mujer con velo que llevaba una bandeja con té y pastelitos de dátil. Como era joven, supuse que se trataba de la esposa de nuestro anfitrión pero tuve que contentarme con elucubrar porque ella no sólo no abrió la boca sino que ni siquiera levantó la vista hacia mí, limitándose a servirme para después desaparecer de la misma forma silenciosa en que había entrado. 

Cuando Habibi y el otro dieron por terminada su perorata, tenía tantas ganas de largarme que yo mismo así el pomo de la puerta, con tanta resolución que me quede con él en la mano. Sin poder evitar el consiguiente atribulamiento, intenté recolocarlo en su sitio pero no lo conseguí y cayó al suelo, retumbando como si llevara incorporado un altavoz y rodando hasta debajo de una mesa, mientras yo ponía cara de Woody Allen en pleno gag. Nuestro anfitrión se arrastró por el suelo para recuperarlo y lo puso otra vez mascullando algo que tanto podría ser un "no te preocupes; pasa a menudo" como un "además de mudo, torpe". Entonces salimos a la calle porque, me explicó Habibi, había quedado con más amigos.

No son los amigos de Kuakman pero podrían serlo

Su pandilla estaba compuesta por cuatro o cinco egipcios, todos muy jóvenes y vestidos al estilo occidental menos uno que usaba chilaba y se sentó a mi lado en el café donde nos reunimos. ¿De qué no parecería recomendable hablar con un musulmán enchilabado? De la tensión entre Occidente y el mundo árabe, por ejemplo, que fue precisamente el tema en el que nos metimos. Peor aún, la cosa fue derivando hacia la religión y en pocos minutos eclosionó como si estuviéramos en otra época. Mi contertulio, completamente desatado, se lanzó a la perorata típica: los infieles occidentales siguen siendo bárbaros cruzados que se portan como en el siglo XII y prohiben el islam (?), razón por la cual la guerra santa está legitimada. Llegado cierto momento ya no pude decir nada porque el tipo parecía capaz de no necesitar respirar para soltar, de manera ininterrumpida, una catarata dialéctica que ni aprendida de memoria. 

De pronto, enmudeció mientras me miraba fijamente a los ojos. Pensé que se había percatado de haber elevado demasiado el tono pero lo que hizo fue apuntalar las palabras con un golpe de efecto. Se subió la chilaba hasta las rodillas y me mostró los grandes callos que había en éstas, a juego con los de las palmas de sus manos y un huevo que ostentaba en la frente, preguntándome si sabía qué era eso. Estuve a punto de contestarle en broma que con tales callos parecía un camello pero como seguramente hubiera sacado un alfanje, decidí guardar un prudencial silencio, aunque no hizo falta porque antes de que me diera tiempo a pensarlo él mismo lo explicó: era el resultado de arrodillarse y dar con la cabeza en el suelo cinco veces al día, rezando. Y como me volvió a entrar la tentación de soltar un chiste, me contuve y, tras levantarme, le felicité por ser tan devoto, me despedí de todos y me largué. Con viento fresco (bueno, no mucho porque llevaba en suspensión el hedor de la calle hasta mis fosas nasales).

Meses después, por cierto, los Hermanos Musulmanes ganaron las elecciones en Egipto.

CONTINUARÁ...

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