Las cerezas de la Muerte

 Hace unos cuantos años -muchos- acababa de terminar la carrera y se me presentaba un verano sin vacaciones propiamente dichas, así que decidí aprovechar uno de los cursos de Extensión Universitaria y, al menos, pasar unos días fuera, conociendo la zona occidental de Asturias a cambio de aguantar unas clases.

El lugar era Pola de Allande, una zona montañosa con alturas inferiores a las del otro extremo de la región, puesto que la Cordillera Cantábrica es más suave que los Picos de Europa pero más boscosa, refugio del mayor núcleo de osos de España. El Ayuntamiento ponía a disposición de los estudiantes una serie de alojamientos, aunque se llenaron y yo tuve que hospedarme en casa del guarda forestal.

Al final las horas lectivas no fueron especialmente largas y los participantes disponíamos de mucho tiempo libre que empleamos en visitar algunos atractivos del concejo, como algunos castros e iglesias medievales. Sin embargo, uno de los mejores momentos lo viví en un simple paseo por las afueras del pueblo acompañado de Hache, de quien ya hablé anteriormente en otros posts: habíamos terminado una conferencia con no recuerdo qué profesor extranjero y aprovechábamos el buen tiempo para dar una vuelta haciendo tiempo hasta la comida, para la que reservamos una mesa en el restaurante local, La Nueva Allandesa, donde las comidas son pantagruélicas.

Siguiendo una carretera comarcal atravesábamos una zona de gran frondosidad cuando llegamos ante un gran cerezo, rebosante de sus frutos rojos. Se me ocurrió comentar lo apetitosos que parecían y, ni corto ni perezoso, Hache encontró la excusa para demostrarnos, como tanto le gustaba hacer, no sólo que era de pueblo sino que además estaba en su medio, por encima de los demás, pobres urbanitas ignorantes. Y propuso coger unas cuantas cerezas para tomar después como postre. Pero tendrán un dueño, me atreví a sugerir prudentemente. Hache soltó una risotada y se burló; sólo iban a ser unas pocas y eso no molesta a las generosas gentes del campo que, de todas formas, tampoco iban a enterarse. "Estos de ciudad...", debió de pensar.

Entonces trepó por las ramas del árbol, tan retorcidas por los años que llegaban casi al suelo, y empezó la recolección ayudado por Genoveva, una amiga que parecía su escudera porque siempre le seguía a todas partes y refrendaba cuanto decía. "¿Lo ves? No pasa nada" estaba diciendo desde lo alto de la copa triunfalmente, con una bolsa ya bien colmada, cuando se oyó una voz:

-¡Mari, que te roban las cerezas!

Y, de pronto, se abrió violentamente la puerta de un cobertizo cercano, saliendo una vieja ataviada de negro de arriba abajo, pañuelo en la cabeza incluido, que se lanzó a todo correr sobre sus madreñas (zuecos de madera) hacia los "ladrones" como si tuviera tres siglos menos de los que aparentaba, mientras profería a voz en grito tremendas amenazas y blandía la guadaña más grande que he visto en mi vida. A la vista de aquel tremebundo instrumento y su terrible portadora, que tal cual podía ser la misma Muerte -con reúma-, Hache y su esbirra bajaron del árbol con una agilidad y rapidez que envidiaría cualquier mono y salieron corriendo en dirección contraria mientras yo, a distancia prudencial, me revolcaba de risa entre la hojarasca del suelo.

Eso sí, salvaron las cerezas, que estaban exquisitas.

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