La catarata Fortuna


La mejor forma de terminar una excursión al volcán Arenal de Costa Rica es relajándose con un baño en la playa. El problema radica en que hablamos de una región del interior del país y tanto el Caribe como el Pacífico se hallan a varias horas de carretera. Pero no pasa nada. Para eso está el río Fortuna.

Se coge un todoterreno -o un caballo, que es más divertido- y, tras atravesar un cerro hacia el norte, llegamos a un área protegida con instalaciones sanitarias: vestuarios, duchas, tienda de recuerdos, aparcamiento. Allí se paga la entrada, dinero que una asociación emplea en proyectos sociales de la zona, y luego hay que seguir a pie por una tremenda escalera, de quinientos peldaños para ser exactos, que baja y baja abriéndose paso entre la densa vegetación mientras de fondo se oye un rugido continuo. No se trata de una fiera, sin embargo, sino de la catarata que vomita las aguas torrenteras de las montañas circundantes a una poza, creando el Fortuna. Setenta metros de caída en un único chorro bajo el que está prohibido colocarse por la potencia con que vierte; quien quiera bañarse debe hacerlo alrededor pero nunca debajo, como debería ser lógico. 

A medio centenar de metros la ribera fluvial acumula arena formando una pequeña playa. Eso sí, tomar el sol es difícil porque la selva y altos farallones la rodean. La alternativa es un chapuzón, luchando contra la gelidez del agua y la corriente que viene de la poza, cuestiones que a los peces que te rodean no les importan, claro.
Lo peor llega a la hora de marchar, no sólo por dejar tan precioso lugar sino porque hay que volver a los quinientos escalones, esta vez de subida. Una vez coronados puede uno solazarse leyendo las peculiares instruccciones del cartel. Ahí queda una foto testimonial.


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