Por tierra, mar y aire (continuación)


En el capítulo anterior:
"Salimos a primera hora de la tarde desde Canarias dirección a Asturias. Víctimas del overbooking viajamos a Málaga, donde se pierde nuestro equipaje, y hacemos un trasbordo a Madrid. A la capital llegamos de noche, demasiado tarde para volar a nuestro destino. Pernoctamos y, ya por la mañana, se retrasa el vuelo por la niebla. Finalmente, un empleado-pastor nos recoge y mete en el avión. Parece que por fin lo conseguiremos..."

Pues no. Inmersos en la tupida niebla del norte, el comandante no se decide a aterrizar. Nos dice que esperaremos un poco a ver si se disipa. Y que no nos preocupemos, que hay bastante combustible. Este comentario tranquilizará a muchos pero a mí me suena más bien a frase inacabada: "Tenemos suficiente combustible... para regresar a Barajas". Por la ventanilla vislumbramos otros aviones en la misma situación. Mal de muchos...

Minutos después, lo inevitable: la bruma persiste; vuelta a Madrid. No me canso de acertar siempre. Tomamos tierra a las 14:30. La jauría ve aflorar sus insintos primarios y se lanza voraz sobre los de Atención al cliente mientras contemplo la pelea fría, analíticamente; se me ocurre que visten chaquetas escarlatas para disimular la sangre, igual que siglos atrás se pintaba de rojo el interior de las bordas de los navíos de guerra. Vuelven las opciones: intentarlo de nuevo en el vuelo de la tarde o ir a lo seguro, un autobús. La mayoría elegimos el bus. Si no se puede por aire lo haremos por tierra. Y porque no hay mar, que si no...

¿He dicho que el autobús era ir a lo seguro? Saliendo por la M30 un piloto rojo (siempre ese temible color) empieza a encenderse en el salpicadero del vehículo a la vez que se oye un inequívoco pitido de alarma. El vehículo se detiene en el arcén, en plena autopista: la temperatura del motor es excesiva y no se puede seguir. El chófer saca su teléfono móvil y llama a su empresa pidiendo otro autocar. A mi lado un pasajero se ríe sarcásticamente, con la mirada perdida y los ojos fuera de sus órbitas; una mujer, dos filas más atrás sufre una crisis nerviosa y se forma una fila en el pasillo para calmarla a guantazos o con bates de béisbol; el que está a mi lado vacía sobre sí una lata de gasolina y mira una cerilla pensativamente.

En el tiempo que tardan en traer el recambio el motor se enfría y podemos seguir. Desde ahí todo transcurre con normalidad, incluyendo una parada para comer a costa de la aerolínea en la que todos los pasajeros, claro, piden ostras, langosta y champán francés. Finalmente, a las 22:30, llegamos a Oviedo. La capacidad de resistencia humana es increíble. Todos, incluso aquellos más feroces, los que aún tienen entre sus dientes restos humanos de los empleados de Atención al cliente, se muestran felices. En parte, quizá, porque no se enteraron de que el conductor no conocía la ciudad y los que íbamos sentados delante tuvimos que guiarle por las calles.

Media hora después de que entráramos en casa llegaron la mitad de las maletas (la otra mitad lo hizo unos días después). El mozo que las trajo comentó entre risas que el otro avión que daba vueltas en el aire junto al nuestro entre la niebla había aterrizado; aunque, claro era de la compañía (...) y "ésos son unos lanzados".


Foto:
El grito, por Edward Munch

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