La capilla mudéjar de la iglesia cordobesa de San Bartolomé
Ya es un axioma personal que cualquier viaje que haga a Andalucía coincida con una meteorología adversa o peor, pésima y hasta demoníaca, más digna de esa siniestra Transilvania draculiana que tenemos arraigada en nuestra mente por culpa de las películas de Hollywood que de la imagen tópica y tópica de esa región que Góngora llamaba "flor de España" y Pemán "señora de tanta hidalguía". Tuve un frío casi nival en Granada y Sevilla, de igual modo que me tocó cargar conr paraguas en Málaga y Córdoba en dura pugna con el viento que intentaba desarbolarlo. Por supuesto, se me puede achacar que mis visitas suelen ser en invierno para regatear al implacable calor estival, que podría inlcuso ser peor, pero parece que no haya forma de encontrar un término medio.
Eso sí, dicen que cuando una puerta se cierra otra se abre y, a veces, la lluvia se encarga de esa segunda labor, descubriéndote lugares que, de otro modo, quizá pasarían inadvertidos. Es lo que me pasó con la capilla mudéjar de la Iglesia de San Bartolomé, un pequeño y recoleto rincón de Córdoba situado en el corazón de la judería, envuelto en una maraña de callejuelas y alejado del bullicio intransitable que pulula en el entorno de la Mezquita. Un modesto oasis que lo mismo sirve para escapar por un rato de los torrentes turísticos humanos que para resguardarse del diluvio que, en mi caso, amenazaba con empaparme la ropa en cuestión de minutos, a despecho de paraguas y chubasquero, obligándome quizá a regresar al hotel y quién sabe si a proveerme de pañuelos y analgésicos.
Portada exterior de San Bartolomé; acceso al patio (Zarateman en Wikimedia Commons) |
A simple vista, el lugar pasa medio desapercibido. Su discreta entrada, a través de un sencillo arco ojival abierto en un muro de piedra encalada y sin apenas adornos, no llama la atención del viandante, que pasa de largo ante lo que le parecerá -suponiendo que llegue a fijarse- una iglesia más de las muchas que tachonan las ciudades españolas. Antigua, sí, pero demasiado sobria como para atraer la curiosidad de ese perfil de turista siempre está dispuesto a disparar ráfagas convulsas, móvil en mano, sin llegar a ver directamente con los ojos lo que tiene delante. Y en efecto, antigua es, ya que remonta el inicio de su construcción a 1399 nada menos.
Ocho años antes se había producido uno de los episodios que marcaron a fuego la historia peninsular bajomedieval: el pogromo del 6 de junio de 1391, que brotó en Sevilla y saltó a otras ciudades de Castilla, Aragón y Navarra, teniendo en Córdoba uno de los episodios más virulentos. La detención de tres judíos que habían practicado justicia de sangre contra un correligionario, las graves secuelas de la peste de 1348 -que mató a un tercio de la población europea y arruinó al resto-, los efectos de la Guerra Civil Castellana y las incendiarias prédicas antisemitas del arcediano de Écija -el virulento Ferrán Martínez-, impulsaron a los cristianos a asaltar la judería cordobesa de Malburguet.
A los pies del Salvador, obra de Vicente Cutanda y Toraya, recrea un pogromo (Museo del Prado) |
La mayoría de sus habitantes murieron asesinados y a los supervivientes se les obligó a convertirse, siendo sus propiedades saqueadas o arrebatadas. En su lugar se instaló un nuevo vecindario y se decidió establecer una collación (parroquia), que en 1399 se ampliaría con el barrio del Alcázar Viejo y, una vez cambiada de uso la sinagoga -pasó a ser primero un hospital y luego un templo-, llegó el momento de construir una nueva iglesia en honor del santo al que se dedicaba el sitio, San Bartolomé. Una ocasión de oro para que los judeoconversos más conspicuos demostraran su lealtad y por eso la responsabilidad recayó en uno de ellos bien dispuesto: Diego Fernández Abencaçin (o Abenconde).
Se trataba del veinticuatro de Córdoba (la veinticuatría era un cargo de la época que equivalía al de concejal), que además también era emisario del regente de Castilla (el futuro Fernando I de Aragón) y su alfaqueque (o sea, el comisionado para el rescate de cristianos esclavos de los musulmanes, un puesto que solía recaer en mudéjares o, como en este caso, judíos que conocían la lengua árabe, razón por la que también ejercían de trujamanes, es decir, intérpretes). Estas dignidades hacían que Don Diego viajara a menudo a Granada, razón por la que recibió el encargo para Córdoba. Su implicación quedó patente de varias formas.
El escudo de la Orden de la Banda, motivo decorativo de la capilla (José Luis Filpo Cabana en Wikimedia Commons) |
Primero, dado que era protegido del infante de Castilla, Enrique de Trastámara, a la sazón maestre de la Orden de Santiago, mandó advocar la capilla al apóstol homónimo, como demuestra la concha de peregrino labrada en una ménsula de la entrada. Segundo, en las paredes del interior se ve el escudo de la Orden de la Banda (fundada en 1332 por Alfonso XI de Castilla para contrarrestar el poder de la nobleza y cuyo nombre se debe a que los beneficiarios vestían pañuelos blancos con una banda carmesí), de la que Don Diego era miembro como premio por su reseñado trabajo en la liberación de esclavos.
Y tercero: su hijo, Gómez Fernández, de oficio maestrescuela de la catedral (maestro de ciencias eclesiásticas, Sagradas Escrituras y Derecho Canónico en catedrales e iglesias colegiales), fue enterrado allí en 1475, aunque no tuvo reposo eterno porque once años más tarde, en el auto de fe de 1486, la Inquisición le acusó de judaizante, expuso un sambenito con su nombre en el Patio de los Naranjos cordobés y en 1499 sus restos fueron exhumados y quemados por orden del inquisidor Diego Rodríguez de Lucero, alias el Tenebroso (el mismo que procesó al confesor de la reina Isabel, Fray Hernando de Talavera, acusándolo de judaizar por no aceptar la distinción entre cristianos viejos y nuevos).
El patio visto desde la derecha (Foto: JAF) |
Volviendo a la capilla, construida en el estilo gótico-mudéjar propio del siglo XV, nada más cruzar la entrada exterior por el mencionado arco ojival desnudo se accede a un patio que antaño estaba destinado a ser la nave principal del templo. Quedó éste inacabado, descubierto, sin la techumbre prevista, seguramente porque se agotó el presupuesto pese a que, como era común en el Medievo, se emplearon materiales de segunda mano recurriendo a columnas y capiteles antiguos, tanto romanos como musulmanes. El suelo está empedrado con el característico enchinado cordobés a base de guijarros, de entre los que brota una espigada palmera que parece estirarse en busca del sol (sí, ése que yo apenas llegué a vislumbrar efímeramente).
El patio visto desde la entrada, con la palmera en primer término, el altar barroco al fondo y el pórtico atechado a la derecha (Jl FilpoC en Wikimedia Commons) |
De frente, al fondo, hay un altar posterior, barroco, y a la izquierda, durante un tiempo, reposando directamente sobre las piedras, estuvo un capitel de orden corintio datado en el siglo I d.C. quen ahora se ha colocado en el interior. A la derecha se halla la capilla, precedida de un pórtico atechado con triple arcada sostenida por dos columnas (una árabe con capitel también corintio, del siglo IX, otra romana con capitel jónico, aunque ésta se colocó invertida) que correspondía a una nave lateral y que nos vino muy bien para resguardarme del aguacero; hablo en primera persona del plural no sólo por mi familia sino por otros viajeros, que ya sabemos que la lluvia puede tener un gran efecto disuasorio para fomentar la cultura.
La palmera (Foto: JAF) |
En un extremo de ese pórtico hay tres o cuatro escalones que dan a una puerta de aspecto misterioso que se cree que daba a la subida al campanario. Pero es en el centro donde se ubica la entrada a la capilla, mediante un arco apuntado decorado con dientes de sierra y flanqueado por otras dos pequeñas columnas que arrancan de ménsulas con decoración islámica. Soportan un modesto tejaroz adornado por modillones de rollo, que igualmente son típicos del arte musulmán cordobés; en cambio, los atauriques (decoración vegetal) del vano son granadinos. El conjunto conserva trazas de policromía.
Una vez dentro, la capilla, de planta rectangular (nueve metros de largo por cinco de ancho) y asentada sobre gruesos muros y una sillería a soga de aparejo califal, asombra de buena a primeras por la bonita ornamentación, que contrasta con la sobriedad que se ha visto hasta entonces. El pavimento, bajo el cual hay una cripta con restos humanos, alterna solería de olambrillas y ladrillos; probablemente sea la original. En cambio el zócalo, alicatado con motivos geométricos multicolores, ha pasado por varias rehabilitaciones. Las yeserías de las paredes muestran más geometría, junto con formas vegetales y epigráficas cúficas alusivas a Alá; como decía antes, están tachonadas de escudos de la citada Orden de la Banda.
La entrada a la capilla (Foto: JAF) |
Altar y presbiterio ocupan el mismo sitio, con un arcosolio cuyos azulejos conservan la pintura original, en azul cobalto con estrellas doradas; el solitario capitel corintio del patio descansa ahora encima del escalón precedente (en el interior del cual, por cierto se encontró una treintena larga de azulejos nazaríes en 1935). A la izquierda se abre una puerta más y en lo alto, una bóveda de crucería de dos partes unidas por un espinazo con dientes de sierra. Las nervaduras descansan sobre ménsulas y en las esquinas hay unas mini bóvedas, también de crucería. Del techo cuelgan dos preciosas lámparas de estilo mudéjar pero son contemporáneas, procedentes de la Exposición Iberoamericana celebrada en Sevilla en 1929.
Cabe añadir que en 1701 el cardenal Pedro de Salazar mandó construir al lado un colegio para acólitos y niños del Coro de la Catedral que, a causa de una epidemia de peste que asoló Córdoba tres años después, se reconvirtió en hospital temporal, pasando a definitivo en 1724. Se trata de un edificio barroco que en 1970 fue destinado a albergar una residencia de enfermeras y hoy es sede de la Facultad de Filosofía y Letras. El patio de la iglesia estaba comunicado con ese edificio a través de un pasadizo subterráneo, algo que al parecer era frecuente en la judería; por esa razón fue elevado el suelo, poniendo los de ambos edificios al mismo nivel.
La bóveda de crucería del techo (Frank Kovalchek en Wikimedia Commons) |
En fin, aparte de ser gratis, la visita a la capilla de San Bartolomé no ocupa demasiado tiempo; yo le dediqué media hora, alargando los minutos en espera de un claro que nunca llegó. Y el que quiera puede pasar más casándose allí porque acoge bodas, ya sean religiosas o civiles. Por mi parte, combinando resignación y estoicismo, salí de nuevo a la impenitente meteorología de Mordor, a la que en cierto modo debía mostrarme agradecido y que no daría tregua en mis cuatro días de estancia, así que seguí empapándome de los secretos de la judería cordobesa. Literalmente.
Foto cabecera: interior de la capilla (JAF)
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