Una visita al volcán de La Palma

 


Es difícil meterse en la mente de un pirómano y saber por qué se queda boquiabierto contemplando las llamas, igual que tampoco sabemos la razón por la que alguna gente, digamos poco equilibrada, se deja influir por la contemplación de la luna llena. Pero no hace falta sufrir alteraciones para pasar por algo parecido -inofensivamente, eso sí- y atisbar un átomo de comprensión al observar con inevitable fascinación una erupción volcánica, hermosa a la par que amenazadora. Pasará lo mismo con un tsunami, digo yo, pero es más difícil de ver.

Cuando, en septiembre de 2021, el Cumbre Vieja comenzó a vomitar fuego en La Palma todos nos sumimos en una curiosa combinación de horror y atracción; la primera por el efecto destructor que sufrían los vecinos, ante el cual resultaba inevitable una pulsión empática si se tienen entrañas; la segunda porque, reconozcámoslo, las imágenes de la lava discurriendo ladera abajo tenían y tienen una incuestionable belleza. Aparte, estaba el interés científico personal, todo lo cual, combinado con la planificación de las vacaciones de verano, me llevó a decidirme por la isla canaria como próximo destino.  

Foto de la colada de lava tomada en septiembre desde el satélite Sentinel-2 (Agencia Espacial Europea en Wikimedia Commons)
 

Para cuando llegó el momento, el volcán ya se había calmado y dejado de expulsar la temible emesis roja, pero sus efectos continuaban afectando para mal la vida de la gente. Por un lado, una parte de la isla quedó semiescindida del resto obligando a improvisar una carretera sobre la lava solidificada para poder enlazar las dos partes aisladas. Por otro, muchos cultivos y hogares quedaron sepultados para siempre y con ellos recuerdos y vivencias; vidas enteras en formato material. 

No pocas de las casas que se salvaron permanecieron cerradas -aunque vacías- porque seguían activas las emisiones gaseosas, potencial asesino invisible que en el momento de escribir estas líneas, en maligno bucle, vuelve a salir y obliga a cerrar playas y a tener dispuestos planes de evacuación de vecinos. 

El Tajogaite asemeja un numinoso monstruo lovecraftiano cerniéndose sobre La Laguna
 

Es lo que pasó en sitios como La Bombilla y Puerto Naos, el primero un pintoresco pueblo pesquero y el segundo una localidad eminentemente turística; ambos tuvieron la mala suerte de estar dentro del radio de acción de la actividad volcánica subterránea. Sus habitantes tuvieron que dejar todo atrás y vivir durante casi tres años de forma improvisada, eventual, dado que el subsuelo siguió exudando dióxido de azufre después de acabada la erupción. 

El perímetro fue cerrado con vallas y se prohibió el acceso al interior, convistiéndose en una suerte de ciudad fanstma, vacía, como si se tratara del escenario de una película apocalíptica en la que de pronto surgiría de una esquina un tropel de zombis. Hasta bien entrado 2024 nadie pudo volver a vestir su ropa, a ver sus fotos, a leer sus libros, a dormir en su cama, a pasear por sus calles, a jugar en sus plazas... 

 

La carretera abierta sobre el mar de lava petrificada

Uno de esos damnificados fue precisamente el guía de las excursiones que hice para ver de cerca el Tajogaite y la destrucción que causó. Como ya había pasado un año desde el día D, el hombre se lo tomaba con admirable entereza, aunque de fondo destilase cierta amargura profesionalmente disimulada que, imagino, compartirán todos los demás vecinos; a buen seguro, no todos de forma tan estoica.

En la primera jornada, las panorámicas desde varios miradores me permitieron contemplar las cicatrices de lava solidificada que ahora tatúan el valle de Aridane, prólogo a la carretera de Tacande, tragada por doscientos millones de metros cúbicos de magma expulsado, y las casas de La Laguna embestidas por esa ola pétrea incandescente e imparable. También las plantaciones de plátanos sepultadas bajo toneladas de piedra; las dos fajanas o nuevas extensiones de tierra, originadas por acumulación y enfriamiento cuando la lava llegó al mar, que han añadido un kilómetro cuadrado a la isla... 

 

Edificios embestidos por la lava

La segunda jornada fue más breve pero de mayor intensidad, ya que consistía en una caminata hasta el Cumbre Vieja, ahora rebautizado con el nombre de Tajogaite porque las erupciones no se produjeron en el cráter sino a través de fisuras en la ladera que han formado un cono propio. La nueva denominación no tuvo el consenso deseable, al menos inicialmente, porque, aparte de los acostumbrados líos políticos, es un vocablo benahoarita y no hay yacimientos arqueológicos aborígenes por allí, entre otras muchas razones; pero hoy en día parece haberse aceptado ya. 

Por supuesto, no se puede llegar hasta volcán  ya que continúan las emanaciones; se hace un recorrido por un sendero, habilitado ad hoc por la zona denominada Montaña Rajada -eso significa Tajogaite-, que termina a unos trescientos metros del volcán. La ruta es de poco más de cinco kilómetros de marcha -obligatoriamente con guía- entre ida y vuelta, pero a la mayoría de la gente se la hace bastante más larga porque se hace sobre la densa capa de ceniza que tapizó todo el entorno -más de un millar de hectáreas- y resulta difícil caminar sobre ella, tanto por el material en sí como por el hecho de que el calor del sol inclemente la calienta y hace hervir los pies obligando a usar zapato cerrado y, preferiblemente, botas. 

 

El sendero hacia el Tejogaite


La ida no es especialmente dura, pero el retorno, cuesta arriba superando un desnivel de ciento ochenta y tres metros, y a treinta y pico grados después de comer -escogí el horario vespertino; quizá hubiera sido mejor el matutino, más fresco-, hizo que muchos arrojaran la toalla y recurrieran al automóvil escoba que la organización tiene preparado para ello.

Eso sí, nadie puede sentirse defraudado por la experiencia. Merece la pena el espectáculo de avanzar entre árboles quemados y semienterrados en un mar gris, descubrir el desnivel causado por los terremotos previos a la erupción -el terreno se ha elevado quince centímetros, ocultando parte de los letreros- y admirar al final la silueta del Tajogaite, negra y pelada entre troncos semicarbonizados que aparentan esqueletos bailando sin fuerzas una danse macabre cuando los agita la escasa brisa. 

 

Vista del Tajogaite al final del camino

A pesar del aspecto fantástico e irreal que presenta el paisaje por la falta de color, el volcán no tiene hoy una apariencia intimidatoria sino apacible, como si ya hubiera gritado cuanto guardaba dentro y ahora descansase agotado. Los expertos dicen que no, que todavía tiene mucho que decir.

Fotos: JAF

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