Tetralogía de Ocaña (II): Lucrecia de León y la misteriosa cueva de Sopeña

 

En el artículo anterior sobre Ocaña, decía que uno de los personajes históricos más singulares de los muchos relacionados con esa villa toledana llevaba nombre de mujer. Lucrecia de León, se llamaba, y protagonizó un insólito episodio en el que participaron, de forma directa o indirecta, Juan de Herrera (arquitecto del Escorial), Antonio Pérez (secretario del Rey), don Rodrigo (el último monarca visigodo), la Inquisición, la Armada Invencible y el mismísimo Felipe II. Un cóctel bien cargado.

Como se puede deducir, Lucrecia no llevó una vida acorde a su origen plebeyo sino en las altas esferas, pese a no tener sangre azul. Madrileña, nacida en 1567 como la mayor de cinco hermanos, era hija del representante de los comerciantes genoveses en la villa, lo que significa un estatus modesto, no pobre pero tampoco acomodado. Al igual que la mayoría de las chicas de su tiempo, no fue alfabetizada y su educación se redujo a la propia de su sexo, destinada a ocuparse de los asuntos domésticos. Una lástima porque, a decir de sus coetáneos, tenía una inteligencia superior a la habitual y gracias a ella se las arregló por su cuenta para adquirir cierta instrucción; la cultura se abre camino, como diría el doctor Ian Malcolm.

La única descripción de Lucrecia la dio su madre, según la cual se parecía a la Eva que Van Eyck pintó en su Políptico de Gante -arriba a la derecha- (Wikimedia Commons)

Ahora bien, se trataba de una chica algo especial. No sólo por esa capacidad de perseverar sino también porque desde niña tenía unos sueños que iban a determinar su futuro. No me refiero a aspiraciones sino a sueños en sentido literal, visiones  proféticas que su progenitor trató inicialmente de ocultar por miedo a que se confundieran con hechicería, pero luego pasó a divulgar al descubrir en ellos la posibilidad de ganar algún dinero y mejorar la economía familiar. Y es que, a medida que se acercaba el final del siglo XVI, iban cobrando fuerza los augurios de tipo milenarista: a clásicos como una serie de eclipses solares y lunares o la conjunción de Marte, Saturno y Júpiter, se sumaban las enigmáticas previsiones de Nostradamus para el último cuarto de la centuria.

Pero, sobre todo, estaba el ejemplo del navarro Miguel de Piédrola Beamonte, un soldado de los Tercios que había combatido a las órdenes de don Juan de Austria y alcanzado notoriedad callejera porque, decía, el profeta Ezequiel le desvelaba el futuro. El contexto político nacional era propicio a mensajes negativos y precisamente el antiguo comandante de Piédrola estaba en el ojo del huracán, sospechoso de aspirar al trono; así se lo hizo ver el secretario real Antonio Pérez al rey, quien terminó dando la aprobación implícita al asesinato del secretario de su hermanastro, Juan de Escobedo. Después, todo se reveló una patraña y en 1579 Pérez fue detenido, siendo condenado en 1585; el problema estaba en que, para entonces, ya era vox populi la implicación del soberano en el crimen.

Felipe II retratado por Juan Pantoja de la Cruz en los años del caso de Lucrecia (Wikimedia Commons)




 

Consecuentemente, Miguel de Piédrola empezó a profetizar negros tiempos para la monarquía, el país y la Iglesia. Una auténtica catástrofe provocada por la imprudencia real, que derivaría en la rebelión de los moriscos -amenaza recurrente en aquellos tiempos- y la sustitución de los Habsburgo por una nueva dinastía que encarnaba precisamente Piédrola, quien se decía descendiente de reyes navarros. El hecho de que acertase en predecir el fallecimiento del papa Gregorio XII y el nombre de su sucesor, Sixto V, causó honda impresión en la gente y decidió al gobierno a ordenar su detención en 1587, condenándole a dos años de prisión y destierro perpetuo de Madrid; probablemente tampoco ayudaron sus presuntos amoríos con Jerónima Doria, hija de una familia toledana emparentada con la conocida estirpe genovesa. El visionario militar desapareció, pues, del primer plano; y entonces, la adolescente Lucrecia le tomó el relevo.

Para ello tuvo un gran aliado en Alonso de Mendoza, canónigo de la Catedral de Toledo, quien se interesó por ella informado por un paje que la había conocido y por el propio Piédrola. Mendoza era, además, confesor de una dama de alcurnia, a quien convenció para que tomara a su servicio a Lucrecia, lo que abrió a ésta las puertas de la corte. Pero el religioso también encabezaba, como cerebro en la sombra, a un grupo de opositores a los Austrias, descontentos con su política y sus excesos en la tributación, causados en parte por las pérdidas que ocasionaban los corsarios ingleses y holandeses (en torno a dos millones de ducados anuales). Algo que no debe resultar extraño, ya que había lo que el historiador Geoffrey Parker define como una auténtica "ola de agitación", en la que circulaban no pocos memoriales con propuestas para afrontar la crisis política y económica, como los del arbitrista Luis Ortiz y otros, e incluso pasquines contra la pesada carga impositiva; hasta hubo que ejecutar a un noble, don Diego de Braçamonte. 

Antonio Pérez retratado por Antonio Ponz a mediados del siglo XVIII(Wikimedia Commons)

 

Mendoza, seguidor de Ramón Lull, apadrinaba videntes apocalípticos (había un buen puñado en la época, como las hermanas Francisca de Ávila e Isabel Bautista, el alguacil Trijueque, Guillén de Casaus, Martín de Ayala Sacamanchas o la lisboeta sor María de la Visitación) y transcribía sus oráculos, seguramente exagerándolos como veremos. Ya había intercedido inútilmente a favor de Piédrola y fue  quien, ayudado por el franciscano fray Lucas de Allende, hizo de altavoz para las más de cuatrocientas predicciones que Lucrecia realizó a lo largo de los siguientes cuatro años, que retomaban el enfoque de su predecesor: la destrucción de España a manos de una coalición de protestantes y otomanos, secundados por moriscos insurrectos, para purgar los pecados de la corona. La fuga de Antonio Pérez a Aragón en 1590 y su sempiterna amenaza de desvelar papeles comprometedores para Felipe II reforzaban lo tenebroso de los presagios.

Por tanto, continuó desvelando esa visión apocalíptica, que sería sucedida por un renacimiento desde Toledo de la mano de un ejército de justos. Por supuesto formaban parte de éste los valedores de la visionaria, entre ellos Juan de Herrera (arquitecto del Escorial) y un buen puñado de nobles que integraban la llamada Congregación de la Nueva Restauración (en cambio, se sabe que fray Luis de León, que asistió a alguna que otra reunión, se mostró muy escéptico). Siguiendo el relato previo, la naciente monarquía encabezada por Piédrola restauraría el orden en España, trasladaría la Santa Sede a Toledo -capital espiritual de Europa ante la corrupta Roma-  y luego lideraría una cruzada para liberar Jerusalén -vieja aspiración occidental que el propio Colón había manifestado durante su regreso de América-, abriendo una nueva época dorada que ella definió como "las Indias deseadas".

Vista de Toledo (foto: JAF)

Encima, si Piédrola había predicho con tino la muerte del Papa y de don Juan de Austria, Lucrecia hizo otro tanto anunciando los fallecimientos de Ana de Austria y Álvaro de Bazán; en febrero de 1588 profetizó también la derrota de la Armada en la llamada Empresa de Inglaterra. Eso la había llevado a un primer encuentro con la justicia eclesiástica, de la que se libró por intermediación de Alonso de Mendoza a cambio de que ingresase en un convento y sus sueños pasaran a ser interpretados desde una perspectiva estrictamente teológica. Sin embargo, Lucrecia no sólo no entró en cenobio alguno sino que redobló su popularidad, lo que la llevó a morir de éxito. Sus acusaciones contra el rey terminaron por rebasar el límite: si era excesivo identificarlo con don Rodrigo (el monarca que abrió las puertas de la Península Ibérica a los musulmanes), así como considerarlo codicioso e impío, acusarlo de la muerte de su hijo Carlos y de sus cuatro esposas fue demasiado.

Todo eclosionó en 1590, cuando uno de sus acólitos, el mencionado fray Lucas de Allende, ayudó a Antonio Pérez a escapar de prisión y refugiarse en Aragón. Aparte de tesorero de la extravagante congregación, el fraile había sido designado secretario del futuro nuevo rey y era hermano del propietario de los terrenos del entorno toledano del río Tajo donde se ubicaban las cavernas en las que, debidamente acondicionadas por el citado Juan de Herrera y aprovisionadas por Mendoza (Allende incluso obtuvo licencia para decir misa en su interior), habrían de ocultarse los justos para su alzamiento. Considerando aquellas amistades y que los incendiarios discursos podían incitar a la rebelión, fray Diego de Chaves, confesor de Felipe II, envió a la Inquisición a arrestar a Lucrecia. De hecho, la violación de la jurisdicción foral aragonesa llevaría a un levantamiento, aunque no se sumaron los moriscos, como esperaba Pérez. 

 

Juan de Herrera en una ilustración dieciochesca dibujado por José Maea y grabado por Mariano Brandi (Wikimedia Commons)

Si al principio la presa fue bien tratada, la presión de la corona y su empecinamiento en continuar desvelando sueños, en la creencia de que al declararse incapaz de interpretarlos quedaba a salvo, llevó a un cambio de inquisidores en 1591, nombrándose otros menos benignos. Prueba de ello fue la detención también de Alonso de Mendoza y la apertura de un juicio formal. Lucrecia sufrió tormento dos veces, pero se negó a retractarse, si bien todavía estuvo cuatro años encerrada, tiempo durante el cual dio a luz a una hija que tuvo con uno de sus seguidores, Diego de Vitores Texeda. Al término del proceso, el 15 de julio de 1595, se la condenó por blasfemia, sacrilegio, herejía, sedición y pacto con el diablo, en un contexto de Contrarreforma que había puesto fin a cualquier posible mediación directa entre Dios y el Hombre, marcando distancias con el protestantismo; no digamos si se trataba de una mujer.

Sin embargo y dadas las circunstancias, la sentencia no resultó especialmente dura, quizá porque se sospechó que ella no tenía verdadera maldad sino que sus colaboradores manipulaban las profecías para volverlas más políticas de lo que acaso pretendían ser (Alonso de Mendoza lo admitiría más adelante). Así que el juicio terminó como era habitual en casos de brujería: con la participación de la rea en un auto de fe, vistiendo sambenito y portando una vela encendida y una soga al cuello, para después recibir cien azotes, ser desterrada de Madrid y permanecer dos años recluida en el hospital de San Lázaro con su hija, con los gastos a cargo de ella misma, cuidando niños tiñosos. En la práctica, quedó libre aquel mismo 1595 y ahí se perdió su rastro en la Historia. Por su parte, Alonso de Mendoza, al que se incautaron documentos comprometedores escondidos en su propia casa y que durante los interrogatorios dejó patente que estaba enamorado de Lucrecia, pasó seis años recluido en un monasterio, saliendo libre en 1597 y muriendo demente en 1603. Fray Lucas penó un par de años.

La Fuente Grande de Ocaña, presunta entrada a la cueva Sopeña (foto: JAF)
 

El caso es que, retomando el comienzo, quien visite Toledo probablemente se sienta tentado a buscar esa gruta en la que se ocultaría el ejército de los justos en espera el momento de entrar en acción. La tradición dice que era la cueva de La Sopeña, a la que no hay que confundir con la homónima de Cantabria. La que nos ocupa, que Piédrola llamaba La Espelunça (quizá en alusión a la que había en la villa de Tiberio, en la actual Sperlonga), se supone ubicada en el entorno de Ocaña; según algunos en Villarubia de Santiago, una localidad de la comarca que está situada a once kilómetros, lo que no es óbice para que esos mismos especulen con que ambos lugares están conectados por galerías subterráneas. Es algo que cobró vida no hace mucho, tras descubrirse unos túneles detrás de la Fuente Grande de Ocaña durante unos trabajos de restauración.

Se da la circunstancia de que el diseño de la Fuente Grande, de la que ya hablé en el artículo anterior, se atribuye popular -y discutiblemente- a Juan de Herrera, a juzgar por su estilo herreriano, si bien la construyeron dos artesanos locales, Blas Hernández y Francisco Sánchez. El espacio oculto, en realidad una estancia más que un túnel, probablemente era empleado por los canteros como alojamiento, pues consta que se habían colocado unas camas. Lo que ocurre es que en el siglo se sabe de minas romanas en la zona y, además, en el siglo XVIII se excavaron en los alrededores numerosas canalizaciones hidráulicas para llevar agua desde los acuíferos del lugar al Palacio de Aranjuez, todo lo cual debió mezclarse originando una leyenda.

 

La cueva de Covadonga con la ermita construida dentro (Javier Losa en Wikimedia Commons)

Y es que el turista se llevará un chasco. Sopeña existió porque consta que Felipe II, movido por la curiosidad, quiso hacerle una visita; pero documentalmente no consta su ubicación en ningún sitio, más que en las inconcretas referencias del sumario judicial. Hay varias elevaciones orográficas con ese nombre y es posible que no se tratase de una gruta sino de una casa, quizá rupestre ("pabellón de color azul, y frente a él un dosel blanco y dorado"), viéndose su historia deformada por la tentadora comparación con el mito fundacional español de Covadonga (país invadido, dinastía derrocada, resistencia de un pequeño grupo en una cueva, surgimiento de una nueva monarquía...).  

Al fin y al cabo, las cavernas siempre han estado vinculadas a leyendas y Toledo parece un lugar especialmente propicio; recordemos las Cuevas de Hércules, por ejemplo, donde también se sitúa una historia sobre profecías, don Rodrigo y la caída del reino visigodo.


 BIBLIOGRAFÍA:

 -KAGAN, Richard L: Los sueños de Lucrecia.

-ATIENZA, Juan G: La cara oculta de Felipe II.

 -MARTÍNEZ CALVO, Victoria y LÓPEZ JIMÉNEZ, Óscar: El agua del Rey: Historia y arqueología de los acuíferos de la Mesa de Ocaña y su conducción al Real Sitio de Aranjuez.

-FERNÁNDEZ URRESTI, Mariano: Felipe II y el secreto del Escorial.

-PORRES MARTÍN-CLETO, Julio y BLÁZQUEZ MIGUEL, Juan: Un proceso inquisitorial y cuatro conventos toledanos.

-FERNÁNDEZ LUZÓN, Antonio: Lucrecia de León (Diccionario biográfico de la Real Academia de la Historia). 

-PARKER, Geoffrey: Felipe II.

Foto cabecera: JAF

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