Los 25.000 esqueletos del convento limeño de San Francisco


Hace tiempo, cuando estaba planificando un viaje a Perú, más de uno me recomendó no perder el tiempo en Lima por considerarla una ciudad que carecía de interés. Entiendo que en el imaginario general de quien visita el país andino figura en primer término el mundo inca y, si acaso, alguno de los rincones clásicos que lo caracterizan y copan las portadas de las guías. Pero el caso es que, como ya me conozco el percal y tengo más horas de vuelo que el Barón Rojo y su Circo Volante, hice caso omiso del consejo y reservé un par de días para visitar la capital. No me equivoqué en absoluto.

Está claro que, al igual que las de la mayoría del resto de América, Lima carece del atractivo que tienen las ciudades europeas, en el sentido de orden, limpieza, tranquilidad e imagen. Éstas resultan aceptablemente cómodas para el ciudadano en general y el peatón en particular, cosa que es difícil encontrar fuera del continente, donde el urbanismo parece reducirse a una jungla de asfalto indómita, desasosegante e incluso fea en muchos sitios (lo cual, paradójicamente, puede resultar divertido y encantador). Es más, en buena parte de las ciudades latinoamericanas lo verdaderamente bello se concentra en el casco histórico, colonial como dicen allí, donde aún se aprecia la traza en cuadrícula de la época virreinal española y pervive parte del patrimonio monumental. Si acaso, con el extra del paso del último cuarto del siglo XIX al primero del XX, cuando se incorporaron los edificios art nouveau y similares. Y Lima tiene un poco de todo esto.



Planos del convento

En suma, que no me arrepentí de mi estancia allí. Por supuesto, aunque me acerqué a sus puntos más interesantes, no pude abarcarlos todos porque, siendo un compulsivo visitante de iglesias antiguas me faltó tiempo -y oxígeno- para ver la veintena larga de ellas que tiene. Pero alguna sí que llevaba en mente y no podía ser otra que la de San Francisco, que además tiene la ventaja de estar muy bien situada estratégicamente, a un paso de la Plaza de Armas, que es el punto de referencia para cualquier visita turística al concentrar allí la catedral, el Palacio Arzobispal, el Palacio de Gobierno (donde se hace un vistoso cambio de guardia) y muchos de los balcones de madera que caracterizan las fachadas arquitectónicas limeñas.

Encajada entre los jirones Lampa y Ancash (jirón es como se denomina a las calles en Perú), asomada a una placentera plazuela con su fuente central que multitud de palomas barren con sus alas al echar a volar y anexa al convento que le da nombre, la iglesia de San Francisco es inconfundible por el peculiar color amarillo de sus dos torres, que además presentan un curioso almohadillado que las asemeja a una construcción de Lego. Rematadas con pequeñas cúpulas, flanquean a una majestuosa portada barroca que recuerda a una gigantesca custodia de contrastante piedra oscura. 


La cúpula mudéjar
Al lado están el edificio conventual, que presenta el mismo tono cromático y ahora se ha convertido en sede del museo, el Santuario de la Virgen del Milagro y el Santuario de Nuestra Señora de la Soledad; sus respectivas fachadas -la última neoclásica- sirven de complemento a la exuberancia monumental de tan privilegiado entorno.

Muy distinto debía ser el panorama en la primera mitad del siglo XVI, cuando Pizarro fundó la que bautizó como Ciudad de los Reyes y cedió un solar a los franciscanos junto al que antes había entregado a los dominicos. Allí construyeron una pequeña iglesia a la que luego añadió un cenobio el virrey Andrés Hurtado de Mendoza, creciendo el conjunto a lo largo de las décadas siguientes pero de forma tan precaria que el famoso terremoto de 1655 lo echó abajo. Los frailes empezaron de cero para reconstruir el templo, esta vez bien diseñado, inaugurándolo en 1672, si bien seguirían añadiéndose cosas década tras década.

Sin rastro de la habitual garúa, el sol caía a plomo sobre el asfalto y grupos de palomas aprovechaban el calor del suelo para descansar sobre él con inaudita pachorra, como si tuviesen la certeza de que la tanqueta de la Policía Nacional que vigila junto a la verja está allí precisamente para protegerlas a ellas de los niños que de vez en cuando intentan atraparlas en vano. Entramos en el complejo como parte de un grupo y siguiendo a una guía que nos enseñó el interior intercalando anécdotas en su explicación. 


Exquisitez virreinal en la cajonería de la sacristía

Se van sucediendo obras de la escuela limeña -tanto pictóricas como escultóricas-, azulejos andaluces -que, según la leyenda, colocó un reo condenado a muerte durante el resto de su vida a cambio del indulto-, elegantes artesonados mudéjares, un templete rococó hecho de madera y dorados, un claustro abierto con peculiares arcos de medio punto, el enorme cuadro de la última cena atribuido al jesuita Diego de la Puente (con Cristo y sus discípulos reunidos en torno a una insólita mesa redonda y degustando cuy, o sea, conejillo de Indias), la sacristía sin atechamiento al haber derribado la bóveda un terremoto el año en que yo nací...


Vista de la biblioteca desde la entrada

Hay algunos rincones con atractivo especial, caso de la sala capitular, que fue donde el clero regular firmó la Declaración de Independencia (el secular lo hizo en la catedral); la biblioteca, con su colección de incunables y pergaminos; la preciosa cúpula mudéjar, de la que lo único que queda original tras el citado seísmo son las pechinas (pero una cúpula siempre es una cúpula); la sillería del coro, de ciento treinta asientos tallados; o la Sala Profundis, donde se conserva el balcón de estilo morisco, con celosías, que llaman "de Pizarro" por proceder del Palacio de Gobierno (y que en realidad es del siglo XVIII).

Por supuesto, es inevitable destacar sobre todo las impresionantes catacumbas, descubiertas en una fecha relativamente reciente: 1943. Constituían el cementerio de la ciudad hasta que en 1808 se proscribió la costumbre de enterrar en el interior de templos (que en la práctica sólo terminó en 1821, por orden del general San Martín). Resulta imposible saber cuántos esqueletos descansan allá abajo y las cifras que suelen decirse van desde los veinticinco mil a casi el triple. Corresponden sobre todo a los frailes fallecidos, a los integrantes de las cofradías y a los miembros de las clases acomodadas, lo que probablemente haga deducir que el número será inferior pero es difícil saberlo porque todavía hay galerías sin excavar.


Uno de los osarios
No obstante, como si se estuviera recorriendo un grabado de Piranesi, se suceden los pasillos abovedados y las escaleras, siempre flanqueadas por líneas de fosas a izquierda y derecha, teniendo cada una cuatro metros de profundidad y capacidad para varios cuerpos superpuestos, separados por una capa de cal viva para acelerar su descomposición y reducir el hedor.  Hay sospechas de que la red de túneles se prolonga hasta la manzana de al lado, conectándose en otro tiempo con la antigua sede de la Inquisición; es algo que llevo oyendo dos décadas y sigue sin demostrarse, todo sea dicho. 

Pero sí que el panorama recuerda un poco el subsuelo de París y, aunque no sea tan grande, cada cierto trecho se abren grandes pozos circulares de diez metros de profundidad que funcionan como osarios, sumando cinco en total. Traen el recuerdo de esas catacumbas de la capital francesa o todas esas iglesias forradas con huesos -caso de otra dedicada también a San Francisco, la portuguesa de Évora, donde brilla con luz propia la Capela dos Ossos- porque, en efecto, las osamentas decoran su fondo formando dibujos geométricos, aunque con la originalidad de estar colocados por tipos: aquí abundan las tibias, allí las escápulas, acullá cráneos y fémures... Todo ello alumbrado por una fila de faroles con tulipas en forma de piña que parecen aportar un oportuno toque gótico.


Las fosas y su característica iluminación

Ahora bien, por macabro que pueda parecer el ambiente, especialmente a los turistas no católicos, menos acostumbrados al concepto de prostrimerías de la vida que tanto aparece en la iconografía del arte de la Edad Moderna, lo cierto es que es un sitio fascinante y a mí me impresionó más la visión de unos humildísimos antiguos ataúdes de madera, como ya me había pasado en la Basílica de Saint-Denis. Los guías se aseguran de acentuar las sensaciones contando la leyenda de las apariciones de un fantasma con hábito monástico que, maldición, no tiene la decencia de presentarse durante mi visita. También dicen que ese tapiz óseo del subsuelo sirve para absorber las ondas sísmicas y asentar los cimientos del edificio.

En fin, salí del templo plenamente satisfecho. El arte y la historia no suelen defraudar y si van de la mano menos aún. Recobré fuerzas en un establecimiento que había al otro lado de la calle a base de milanesas y sanguches (que es como llaman allí -magistralmente, por cierto- a los sandwiches) y me dispuse a rematar la jornada virreinal en el Museo de la Inquisición. Otro día lo cuento.

Imagen cabecera: JAF
Resto imágenes: Museo Catacumbas

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