Kuakman viaja a Egipto (IV): damnatio memoriae


En el post anterior dejamos a Kuakman intercambiando pareceres religiosos con un egipcio un tanto islamista. Para huir de la modernidad de El Cairo, se embarca en un crucero fluvial por el Nilo que le llevará a descubrir el patrimonio arqueológico que se acumula en sus riberas... y un endémico pulpo fluvial.
Llegó el momento de dejar el Egipto moderno, que se concentra en El Cairo, para descubrir el antiguo, el de los faraones, que es el que realmente atrae al turismo y que suele conocerse mediante un crucero fluvial por el Nilo. En mi programa estaban apuntados todos esos sitios donde se concentran las masas con ganas de hacerse el selfie de rigor: Tebas, Karnak, el Valle de los Reyes... La limitación de tiempo disponible más la nada apetecible obligación de levantarse a horas inmorales para tomar un avión a Abu Simbel me hicieron descartar este último rincón, autoconvenciéndome de que así tendría la excusa perfecta para volver en otra ocasión. París valdrá una misa pero Abu Simbel no un madrugón, podríamos resumir.

Así que embarqué en una motonave y remonté el legendario río haciendo las preceptivas escalas para ver los templos y las tumbas. Por cierto, no me llamaron demasiado la atención; al igual que me pasó en Masai Mara con los animales, llegué a la conclusión de que ruinas, piedras y similares se ven mejor en los documentales, con una explicación adecuada, bien declamada por la voz de algún actor famoso y, sobre todo, sin dos mil personas pasando por delante. En realidad, para que no me tomen por un memo sin materia gris e incapaz de disfrutar de los monumentos de la Historia, les diré que sí me resultó enormemente curiosa la damnatio memoriae que, en perfecto alarde de estupidez humana, dejaron los faraones al borrar los nombres de sus enemigos o los cristianos de otros tiempos labrando cruces encima de los jeroglíficos. Pero insisto en que es muy incómodo contemplar algo entre un bosque de cabezas que, encima, nunca acaba porque cuando se van unas llegan las del siguiente grupo.


Un ejemplo de damnatio memoriae: el nombre borrado de la reina Hatshepsut en el templo de Deir el-Bahari (Hedwig Storch en Wikimedia Commons)

Además, por la tele te libras de la pesadez inagotable de los vendedores de souvenirs, capaces de producir jaqueca hasta a las piedras. Durante un tiempo tuve pesadillas con un tipo que, empeñado en colocarme una figurilla del dios Osiris, se pegó a mí como una rémora y temí que tratara de subir al barco y meterse en mi camarote para continuar dándome la paliza, sentado al pie de la cama, hasta rendirme por cansancio. Lo cierto es que todos los egipcios en general son extraordinariamente insistentes, por decirlo eufemísticamente. Y no sólo los comerciantes con los turistas, pues a lo largo del crucero tuve ocasión de ver algún que otro ejemplo; el más inaudito, cuando desde la amura fui testigo de cómo dos o tres individuos se afanaban en empujar a un pobre burro exhausto para que arrastrara por una rampa un carro con un cargamento de ladrillos de tal porte que estaba más allá de las fuerzas de cualquier ser conocido, aún viniendo de Kriptón. El asno seguía haciendo un inútil esfuerzo para avanzar y sus dueños no tiraban la toalla, cuando el barco los dejó atrás mientras navegaba Nilo arriba.

Hablando del barco, no me voy a quejar. Era cómodo y elegante; una buena solución para recorrer el país con cierta calma. Y seguro a más no poder, ya que a bordo viajaba un guardia armado hasta los dientes por cada diez pasajeros. Muchos de éstos eran españoles, entre los cuales había una pareja que parecía sacada de una revista: jóvenes, guapos, agradables... Apetecía darles la vuelta a ver si eran reales o muñecos. Lamentablemente, fue su virtud y su condena porque teníamos un guía nuevo, universitario e hispanohablante pero equiparable a un buitre, que en cuanto el chico se daba la vuelta se lanzaba en picado sobre la chica para sobarla con indisimulado deleite. Ora se sentaba a su lado para explicarle algo con aire cultureta, ora caía sobre ella por el balanceo del barco... En fin, hay países donde tocar y coger las manos no se considera una invasión del espacio ajeno y el tipo aprovechaba esos resquicios de globalidad social. Eso sí, como no tuvo el más mínimo éxito, debió replantarse la situación y, haciendo de su capa un sayo, decidió intentarlo con el novio: un abrazo aquí, un coger por la cintura allá, una palmada en el culo acullá... No obstante, su objetivo demostró tener tanta estoica paciencia como ella y me imagino que el guía tuvo que esperar a la siguiente tanda de turistas para volver al ataque. 




Por supuesto, un ejemplar así me resultaba lo suficientemente curioso como para tener alguna que otra conversación con él. Evocando aquella tan tensa con el amigo de Habibi de El Cairo -el talibán de la chilaba, recuerden-, y viendo que este otro parecía más culto y templado, no se me ocurrió otra cosa mejor que sacar a colación de nuevo el tema del choque de civilizaciones y le referí la opinión de su paisano sobre la legitimidad de invadir España -o Al Ándalus- si se impedía predicar el islam. Y para mi pasmo, me respondió que sí, que cualquier guerra resultaba legítima si era santa. Sólo cambió el tono empleado, pues lo dijo con sesuda calma, como si fuera lo más razonable del mundo. Antes de que me enseñara también sus callos oratorios, dí por terminada la charla. 

Esa noche soñé que el general Patton, vestido con su icónico casco pero uniformado con chilaba y montando un pollino piojoso, ordenaba bombardear la presa de Assuán con ladrillos mientras la pareja feliz se afanaba en borrar el nombre del guía de los relieves de una pared, poniendo en su lugar una cruz. Uno, que se marea a bordo; incluso en agua dulce.

CONTINUARÁ...

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