La Praga de Tycho Brahe, el astrónomo de la nariz de oro

Sólo hubo un hombre de la pistola de oro; se llamaba Francisco Scaramanga, era español (catalán, para más señas) y se ganaba la vida como caro, frío e implacable asesino a sueldo con su pistola fabricada de ese metal precioso y escondiéndose en su propia isla exótica, hasta que James Bond acabó con él. En cambio ha habido más de uno con la nariz de oro, no tan sugestivo como el personaje encarnado Christopher Lee, claro, pero sí más histórico. Un ejemplo fue Justiniano II, emperador de Bizancio, déspota y cruel, que fue depuesto por una insurrección cuyos líderes le cercenaron el apéndice nasal antes de desterrarle, en la creencia -ingenua, como verían- de que no se atrevería a intentar retomar el poder con esa pinta. Otro no tuvo tanta importancia política pero sí científica: me refiero al astrónomo Tycho Brahe, que era danés de nacimiento pero pasó la etapa final de su vida en Praga, motivo de este artículo.

Después de la visita al Castillo de Praga, inevitable en cualquier estancia turística en la ciudad, es recomendable darse un paseo por ese laberinto de callejuelas solitarias que se enredan en torno a la colina Hradcany. En una de ellas, Nový Svět, situada detrás del Santuario de Loreto y del Monasterio de Strahov, donde el empedrado del pavimento parece conjugarse perfectamente con el arbolado y la ausencia de coches, se encuentra la casa donde Tycho Brahe vivió sus últimos años. No hay que esperar un palacete de los muchos que se suceden por la capital de la República Checa; de hecho, se trata de una vivienda bastante modesta, ante la que uno pasaría de largo sin fijarse especialmente mientras mueve los ojos en busca del siguiente muro blasonado, de no ser por una pequeña placa indicativa.

La sencilla casa de Tycho Brahe en Praga (Foto: JAF)

Brahe nacio en el Castillo de Knudstrup en 1546 y su verdadero nombre era Tyge Ottesen (Tycho es una versión latinizada) de familia noble ya que su padre, Otte Brahe, era consejero real. El joven Tycho ingresó en la Universidad de Copenhague, donde estudió matemáticas y, sobre todo, astronomía, que era su verdadera pasión desde que vio a un profesor predecir un eclipse de sol. De hecho, se trasladó a Leipzig para continuar su formación con Leyes, pero la vocación por los cuerpos celestes era ya irreversible y con la herencia que recibió de su tío pudo dedicarse a ello plenamente, completando sus conocimientos en otras universidades como las de Wittenberg y Rostock, de las que salió también versado en medicina, -decisiva en su óbito como veremos-, alquimia y astrología, disciplinas que por entonces se consideraban  científicas.

Retrato de juventud
Su aportación a la astronomía fue abundante y meritoria, teniendo en cuenta que en esa primera época el telescopio aún no se había inventado y las observaciones se hacían a ojo; en ese sentido, Tycho se ayudaba de un enorme cuadrante de seis metros construido por él mismo y al que luego añadió otros instrumentos de su invención. Entre unos y otros, descubrió una supernova en la constelación de Casiopea, concluyó que las estrellas se movían, mejoró la medición del desplazamiento de los planetas, propuso un nuevo sistema astronómico que combinaba el ptolemaico con el copernicano y demostró que la ruta de los cometas era elíptica y no circular. También se percató antes que nadie de la refracción de la luz.

La mayor parte de esos trabajos los hizo en diversas ciudades europeas en que residió. De hecho, cuando se estableció en Praga en 1599 contaba ya cincuenta y tres años, y su momento había pasado, entregándole el testigo a un joven profesor de matemáticas de Graz que practicaba astronomía para sacarse un dinero extra y con el que no tuvo buen comienzo porque enseguida percibió que era un genio. Aquel hombre, al que sin embargo convirtió en su ayudante y albacea científico, se llamaba Johannes Kepler y fue él mismo quien narró cómo fueron los últimos momentos de su mentor. Bastante patéticos por cierto, pues a Tycho le habían entrado las ganas de ir al servicio durante un banquete y para no faltar a la etiqueta se aguantó hasta que la cosa desembocó en lo que los médicos actuales identifican con una uremia, aunque una autopsia de sus restos mortales realizada en 1999 reveló alto contenido en mercurio, seguramente de los fármacos que se autoadministraba como médico para tratar sus problemas urinarios. Tras varios días de delirante agonía, recobró la lucidez durante un rato y murió el 24 de octubre de 1601.

Iglesia de Nª Sª de Tyn (Foto JAF)
Quien quiera seguir el rastro de Tycho por Praga, en este caso el rastro fúnebre, no tendrá problema porque le llevará hasta un sitio muy turístico y frecuentado: la plaza Staromestské námestí, donde se alza la Iglesia de Nuestra Señora de Tyn. Inconfundible por los agudos chapiteles negros de sus torres góticas, es un templo de mediados del siglo XIII construido sobre otro románico previo y en cuyo interior se encuentra el sepulcro del astrónomo junto a un relieve de su figura. Al astronomo le enterraron con la nariz de oro que tuvo que usar tras perder la auténtica en un duelo con Manderup Parsberg, estudiante como él: como he comentado, Tycho no era de trato fácil y tras dos días de bronca por una cuestión matemática ambos decidieron solventar la cuestión con sus espadas; una estocada hizo que a partir de entonces -y sólo tenía veinte años- se viera obligado cubrir la mutilación con una prótesis que adhería al rostro con una especie de pegamento.

Recreación del duelo para un documental. Foto: DR.DK

Así que todo lo que rodeaba a aquel hombre era digno de una película de David Lynch. Porque aparte de su insólita nariz y de su grotesco fallecimiento, parece ser que tenía un alce como mascota, creía que un enano que usaba como bufón poseía poderes sobrenaturales y encima nunca quiso casarse con la madre de sus hijos, algo especialmente curioso si tenemos en cuenta que engendró ocho. Para rematar el tema, mediante artes cabalísticas, Tycho fue capaz de calcular la fecha de la muerte de su protector, Rodolfo II, anunciándole que el óbito le llegaría tras el de su león; el emperador tenía un ejemplar en su zoo particular que, en efecto se fue de este mundo apenas unos días antes que él. En fin, que no cabe sino darle la razón a tan singular personaje en lo que fueron sus últimas palabras antes de que el mercurio hiciera su trabajo: «Ne frustra vixisse videar» («Quizá no he vivido en vano»).

Tumba de Tycho Brahe (Foto: Radio Praga)

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