Toni Kuakman y sus inauditos viajes: Kuakman cruza el charco (III)


Tercera entrega de las inauditas aventuras de Toni Kuakman, ese viajero impeninente e inclasificable con un don especial para meterse en todos los líos, sean posibles o imposibles. Esta vez nos cuenta cuando, en su juventud cruzó el Atlántico para pasar una temporada en la ciudad estadounidense de Middletown, donde debía ser alojado por una familia local. Pero las cosas no salieron como él esperaba.

Tras dos intentos de acogida tan disparatados como fallidos y después de que el cerdo de Gürtels, el profesor de contacto, llamara a varias puertas para colocarme como si él fuera un vendedor de Avon y yo su pringosa mercancía, pero sin conseguir convencer a nadie, sospecho que deliberadamente, mi futuro en EEUU se volvía improbable por momentos. Creo que ni el Hombre Elefante hubiera sentido tal rechazo, pero cuando ya me temía que iba a acabar en un circo como él, Gürtels me encontró por fin un techo. Eso sí, igual de patético: los padres josefinos, al fin y al cabo los organizadores de aquel delirante intercambio, tenían sede en Middletown y ellos se encargaron de buscar a alguien que pudiera hospedarme.

La versión decimonónica de Kuakman
 
Así que, por cuarta vez en pocos días, tuve que hacer la maleta. Mi nueva anfitriona era la encargada de la limpieza de la casa de los religiosos, así que nunca supe si realmente quería alojar a alguien en su hogar o los curas la habían obligado. Se trataba de una portorriqueña que, al igual que los últimos con los que estuve, no hablaba bien el idioma y se defendía en esa jerga llamada spanglish, mezcla de español e inglés que se caracteriza porque no la entienden ni unos ni otros. "Sube a tu habitación y turnoff de lait" fue una de las gloriosas primeras frases que me dijo y que décadas más tarde aún estoy intentando traducir. No dejaba de ser curioso que hubiera atravesado el océano para aprender el idioma de Shakespeare y me encontrara de todo menos eso; si en vez de a la costa Este me mandan a Los Ángeles seguro que me hubieran metido con practicantes de interlingua, como un blade runner cualquiera que sueña con unicornios entre pellejudo y pellejudo retirado.

¿Debería Kuakman aplicar el test de Voigh-Kampff a sus anfitriones?
 
Por supuesto, hubo otros nubarrones. Cuando la señora me enseñó la casa, donde vivía con su marido y tres hijos (un varón de catorce años y dos niñas de doce y once respectivamente), me percaté de que todos los dormitorios estaban ocupados. Temía que me estabularan con la prole y al expresarles mi extrañeza señalaron una puertucha bajo la escalera. Si alguien está pensando en Harry Potter se equivoca de medio a medio; casi envidiaba al repelente mago gafotas porque aquella era la entrada al sótano, donde habían instalado un sofá-cama. El sotano ¿entienden? Escaleras abajo, donde debía instalarme como una sucia y asquerosa rata que, por cierto, temía encontrarse con sus congéneres roedores entre la penumbra. Y es que el sitio parecía sacado de una película de terror, lleno de muebles tapados con sábanas, una capa de polvo que permitiría tallar La Piedad de Miguel Ángel y espeluznantes crujidos nocturnos que los bien pensados atribuirían al viento colándose por rendijas o tuberías pero que yo ponía en imaginaria boca de algún predecesor mío medio momificado pero aún vivo, atado con una cadena en el rincón más oscuro.


En fin, que en aquella especie de cripta que podía haber ideado Wes Craven estaba mi rum -en interlingua, digo en inglés- y si la tenía que compartir con cadáveres o cosas peores era problema mío, que para eso ejercía de invitado;  como Jonathan Harker lo hizo también, añadí  a mis pensamientos. Dejé las cosas y subi corriendo a cenar, no fuera a ser yo la cena de otros. He de admitir que me sirvieron un auténtico banquete y además, gracias a mi síndrome de Peter Pan, interactué bastante con los niños, ganándome su confianza y la de  sus padres, aún cuando no entendiera la mitad de lo que me decían. Al terminar nos acomodamos todos en un enorme sofá ante el televisor para ver Mundo TV, que el marido, un camionero que hasta entonces había estado ante ante la pantalla -y antes en la cena- tragándose programas de televentas, deportes y videntes sin responder a nada de lo que yo le decía para romper el hielo, ahora tuvo la amabilidad excepcional de describir como "la mayor cadena en español de Estados Unidos". Al parecer ese país estaba empeñado en que no aprendiera una palabra de inglés; o no me hablaban o lo hacían en cualquier idioma menos ése.

No es el marido sino Al Bundy. Pero el espíritu viene a ser similar
 
Entonces se produjo la no por esperada menos alucinante ruptura de la normalidad (suponiendo que lo vivido hasta ahí fuera normal, que es mucho suponer). La portorriqueña entró en el salón, apagó la tele y nos convocó a todos en el sótano. Sobre mi epidermis empezaron a brotar frías gotitas de sudor imaginando que había llegado el momento de la misa negra. Pues oigan, casi acierto. Cuando ya estábamos todos abajo, niños incluidos, la madre explicó en voz alta que yo venía de un país muy católico y, por tanto, íbamos a rezar todos juntos el rosario. Así que puedo confirmar que no hay tópico que valga: Estados Unidos es, efectivamente, un lugar de contrastes donde se puede encontrar de todo; incluso un ateo rezando el rosario en un sótano rodeado de fantasmas y ratas caníbales.

Manual de instrucciones
 
Pero el efecto estupefaciente de la escena no terminó ahí. Concluida la sesión espiritual, dicho sea sin segundas, la señora me dio las buenas noches, abrió una pequeña alacena, sacó un bote de insecticida y me hizo solemne entrega de él indicándome su utilidad: para las arañas, que eran muy grandes y abundantes en ese sótano y no quería que pasase una mala noche. Y se fue, llevándose a su prole sospechosamente rápido y dejándome allí, spray en mano; tuve la sensación de que huían porque un viejo reloj de péndulo (tenía que ser de péndulo precisamente, sólo le faltaba el esqueleto autómata dando las campanadas) marcó las doce en ese momento y era la hora comer de Ella-Laraña. Me senté en la cama con mi arma bacteriológica dispuesto a no dormir, creyendo otear entre las sombras los brillos malignos de cientos de ojillos y soñando, cuando al fin caí rendido, que despertaría envuelto en un capullo blanco

¿Qué sería más efectivao en un caso así? ¿La espada Dardo de Frodo o el spray insecticida de Kuakman?
 
Así pasé varias jornadas y una de ellas, temiendo que mis caras de fastidio supusieran un insulto a mis anfitriones, le dije a la portorriqueña que gracias a ella y su familia había rezado el rosario por primera vez en mi vida, añadiendo sin embargo que no era necesario que bajaran cada noche conmigo, que ya lo haría yo solo para no molestarles. La cara que puse cuando me contestó debió ser digna de recordar, pues la buena mujer soltó un suspiro de satisfacción y confesó que ellos nunca rezaban y estaban un poco cansados ya de hacerlo para complacerme. En aquel momento estuvieron a punto de invertirse los papeles y ser un servidor el que se convirtiera en un perfecto representante del más genuino american gothic, rebanándoles el cuello a todos. Pero en el fondo era una buena noticia, así que les perdoné la vida.

El concepto de fiesta italiana para Kuakman
 
Y, por cierto, la vida más importante, la mía, continuó abriéndose camino, como diría el dr. Malcolm. Que, para el caso, equivale a decir que me vi envuelto en otro esperpento. Fue unos días después, cuando recibí la visita de la familia peruano-italo-americana anterior, cuyos miembros me venían a buscar para llevarme a vivir una genuina fiesta italiana. Estupendo, pensé ilusionado mientras por mi imaginación empezaban a desfilar imágenes de pizzas, cannoli y Monica Bellucci (en realidad, en aquellos años, Laura Antonelli más bien; pero hay que adaptar el relato para las nuevas generaciones). En su lugar me encontré semiaplastado por una multitud enfervorecida que, entre serpentinas y soltando alaridos, daba enfáticos vivas enfáticosa una talla de la Virgen del Carmen paseada en andas mientras en el anonimato de la masa se propinaban pisotones y codazos para colgar de su manto billetes de dólar; todo ello al ritmo zarrapastroso y desafinado que interpretaba una banda de músicos disfrazados de generales de opereta, ante los que Paco Clavel parecería vestir como el encargado de una funeraria.

[CONTINUARÁ]


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