Toni Kuakman y sus inauditos viajes: Kuakman cruza el charco (I)

 
Un poco mas y se nos pasa el verano sin que el inefable Toni Kuakman nos amenice las vacaciones con un nuevo relato de uno de sus rocambolescos viajes. Esta vez cuenta su primera experiencia viajera propiamente dicha, cuando aún era un adolescente y pasó un tiempo en EEUU aprendiendo inglés... o saltando de adversidad en adversidad.

Muchos de ustedes recordarán el verano de 1982 por la celebración del infausto Mundial de Fútbol que se perpetró aquí, en España. Ya saben, el del Naranjito, el bochornoso partido Alemania-Austria, los saltos de Sandro Pertini con los goles de su equipo, Maradona perseguido implacablemente por un defensa apellidado Gentile (si llega a llamarse Cabroni se lo come vivo) y el inevitable -por acostumbrado, entonces- ridículo de nuestro equipo. Yo lo recuerdo más bien porque mis padres decidieron enviarme allende los mares a aprender idiomas; o eso decía mi progenitor, aunque siempre sospeché que en realidad estaba quemado por el papel patético de los jugadores españoles y se vengaba en lo más miserable que tenía a mano, que era yo.

El horror, el horror...

El caso es que eligieron Estados Unidos, aprovechando los cursos estivales que organizaban los padres josefinos a instancias del nuevo profesor, al que en lo sucesivo llamaré míster Gürtels para evitar demandas y, por qué no decirlo, para regocijarme, pues era un tipo pagado de sí mismo cuya sonrisa sólo se diferenciaba de la de una hiena en que no tenía sangre ni restos de sus presas entre los dientes (al menos que yo haya visto); por lo demás, las hienas eran más agradables y, por supuesto, mucho más de fiar. El señor Gürtels y el traidor de mi padre se pusieron de acuerdo y eligieron para mí, por supuesto sin consultarme, una ciudad llamada Middletown, en el estado de Nueva York.


Lo que yo no podía saber era que Gürtels no sólo me detestaba a mí sino a toda mi familia, por lo que nos estaba montando una encerrona digna de un villano de película de James Bond. Lo cual tenía el terrible problema de que quien la sufriría en primera persona sería yo. En fin, no adelantemos acontecimientos. Por el momento sólo podía informarme sobre el sitio donde tenía que penar la nulidad de los chicos de José Emilio Santamaría. Como en aquellos tiempos no había Internet tuve que recurrir a guías y enciclopedias, pero la verdad es que no pude averiguar gran cosa; de hecho, los datos que transcribo a continuación los acabo de consultar en Google, lo reconozco: Middletown era un pueblo sin importancia fundado a mediados del siglo XVIII que en 1888 empezó a crecer gracias a una estación de ferrocarril, que fue la cuna de un actor poco conocido llamado Aaron Tveit y que tenía un cementerio muy parecido al de La noche de los muertos vivientes. También una considerable industria lechera, lo cual me pareció curioso por aquello de la concomitancia con la Asturias donde vivía; el que no se consuela...

La estación ferroviaria en la segunda mitad del siglo XIX. Pónganle música de Morricone

Bien, esta vez no me pasó ninguna desgracia durante el traslado o, al menos, ninguna reseñable para los estándares habituales. Tuve que esperar a pisar el nuevo mundo para ello, cuando desembarqué en Middletown y las diferentes familias de acogida fueron presentándose una tras otra para recoger a mis compañeros mientras yo, sentado en el extremo de un banco con mi maleta, esperaba y esperaba, como en la obra de Samuel Beckett. Sólo estaba Gürtels, que, enseñando triunfalmente sus colmillos, me explicó que mi compañero Alberto, que también empezaba a echar raíces en el otro lado del banco, y yo no íbamos a estar con una familia sino con una mujer soltera, la señora Bunders. Dicho lo cual dio media vuelta y se fue, dejándonos con nuestro enlace local: un chico peruano que estaba casado con una italiana. Decididamente, aquello era EEUU.

El caso es que parecía Gabón, ya que en la terminal hacía un calor insoportable, por lo que optamos por esperar fuera. El peruano nos rogaba que no como si hubiera leones sueltos pero la verdad es que tenía razón, pues resultó que al aire libre la temperatura era aún peor y el asfalto derritiéndose nos nublaba la vista. Sólo así, con imágenes deformadas por el vaho, se puede uno imaginar la visión que tuvimos en ese momento: por el final de la calle apareció el coche más viejo, destartalado y asqueroso que uno pudiera concebir, a saber, ruedas sin tapacubos, carrocería molida a golpes, un parachoques bailando y ruido de lata, sin contar la ingente y ya sedimentada capa de polvo que lo recubría. No puede ser, me dije; pero sí, era. Godot, digo la señora Bunders, acababa de presentarse por fin y prometía.

El coche de la señora Bunders tras su paso por el taller para chapa y pintura
 
¿Ven esas mujeres de las películas americanas que parecen no saber lo que es un peine, usan gafas de culo de botella y están como una cabra? Nuestra anfitriona tenía toda la pinta y empecé a imaginar que tendría que compartir mi habitación con una treintena de gatos. Al menos Alberto tendría un condena menor porque sólo estaría unos días hasta que a la semana siguiente llegara la familia con la que viviría. No obstante, de momento, la señora Bunders nos saludó efusivamente, invitándonos subir a su cascajo rodante. Nos acomodamos entre los jirones que rasgaban la ajada tapicería y dejamos el aeropuerto, pero no en dirección a su casa exactamente, ya que antes se empeñó en darnos una vuelta por el barrio donde residía.

Middletown conserva aún cierto aire vintage
 
Éste, a pesar de lo que están pensando, no tenía mal aspecto: las típicas casas con sus jardines que siempre vemos en el cine. Todo muy cuidado e incluso apetecible me dije, panorama que ella se encargó de chafarme enseguida al advertirnos que no dijéramos que éramos spanish, ya que allí esa palabra se utiliza para designar a los hispanos más que a los españoles y como campaban a sus anchas algunas bandas de camorristas igual nos confundían y nos daban una paliza. Normal, todo normal. Como los famosos pies tiernos que llegaban al Far West en el siglo XIX, pensé. Pero no había que preocuparse porque su novio nos protegería, dijo, y paró allí mismo para presentárnoslo.

Los chicos del barrio

El tipo, de mediana edad, era inquietante: el pelo aplastado -no por gomina sino por su propia grasa- el chaleco vaquero que vestía y los tatuajes más feos del mundo cubriendo sus enjutos brazos que parecían decir a gritos que acababa de salir de Sing Sing, el célebre presidio neoyorquino (y digo ése porque no caía lejos); en conjunto asemejaba un ángel del Infierno al que el propio Satanás hubiera vetado la entrada. Una especie de Bobby Perú pero real, en carne (poca) y hueso. Cuando abrió la boca para saludarnos mostrando dos túneles de viento a cada lado de las encías comprendí que, verdaderamente, con un tipo así al lado no podíamos temer a nadie, salvo quizá a la policía e incluso ésta se lo pensaría dos veces. Bueno, también a su novia, porque estaba tan nerviosa y excitada de llevarle en su coche que gesticulaba sin parar y se giraba para hablarnos olvidando que estaba al volante, con lo que íbamos dando peligrosos bandazos.

Tal cual
Pero conseguimos llegar intactos, acaso porque el vehículo ya había cubierto su cupo de accidentes para todo su servicio activo. La casa era de dos pisos y comprobamos, casi con decepción, que no se parecía a la de Norman Bates sino que estaba limpia y ordenada. Pero, claro, no nos lo iban a poner tan fácil ¿verdad? Apenas tuvimos tiempo de soltar el equipaje cuando sonó el teléfono; la señora Bunders contestó y dijo que era para nosotros. Cogí el auricular pensando que sería otra sorpresita de Gürtels pero no; mejor dicho, sorpresa sí que era y de récord, pero no tenía nada que ver con él (o eso creo): una tétrica y sollozante voz femenina me saludó en perfecto castellano y luego, para mi pasmo, rompió a llorar abiertamente dejándome unas palabras que hubieran echo salir corriendo a cualquiera: "Sólo quería decirle que en esa casa murió mi hijo hace dos meses". Toma bienvenida.

Hogar, dulce hogar

Resultó que era la madre de un exnovio de la señora Bunders, cosa que no me tranquilizó en absoluto teniendo en cuenta que nuestra anfitriona le había buscado sustituto apenas pasados un par de meses desde su fallecimiento. ¿No había memoria fúnebre por esos lares? ¿Coleccionaba novios la señora Bunders? ¿Sería ese sustituto el responsable del óbito? El asunto nos impresionó lo suficiente como para llamar a Gürtels y pedirle que nos  buscara otros sitio pero respondió que era imposible, que esa noche debíamos pernoctar allí y mañana ya veríamos las cosas con mejores ojos. "Si no nos los sacan antes" musité, pero ¿qué otra cosa podíamos hacer? Así que nos instalamos en la planta superior, quedando la inferior para ella y la cocina.

Pero nuestra surrealista estancia no había hecho más que empezar. Nuestra anfitriona vino a darnos las buenas noches y a informarnos de que por la mañana nos dejaría el desayuno en la puerta de la habitación. Tamaña amabilidad nos pilló descolocados y le agradecimos el ofrecimiento pero diciéndole que no se molestara, que ya bajaríamos nosotros a la cocina. Pues no. La señora Bunders no tenía gatos pero sí un perro y como no quería que subiera debíamos permanecer en el piso de arriba toda la mañana con la puerta cerrada, mientras el chucho se solazaba abajo. Tras intercambiar una mirada con Alberto, levanté otra vez el teléfono para humillarme ante Gürtels y pedirle auxilio una vez más.

[CONTINUARÁ]

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