Kuakman en el sudeste asiático (V)


Tras haber olvidado su dinero en el hotel de Bangkok, Kuakman se encuentra en Vietnam con unos medios económicos muy limitados. ¿Podrá salir adelante?

Empecé mi visita a Hanoi con un fajo de billetes en el bolsillo del pantalón; tan grande que era como llevar un ladrillo y parecía estar anunciándome ante todo el hampa de la capital vietnamita, a pesar de que, al cambio, apenas rondaba los cincuenta euros.

Pero de momento todo iba bien. Disfruté de la gastronomía local, ésa que dice que se puede comer todo lo que tenga patas menos las mesas y todo lo que vuele menos los aviones, y decidí visitar un parque nacional cercano que había visto en el National Geographic. Para ello contraté una moto taxi, o sea, uno de los miles de motoristas que alquilan sus servicios -sentándote tras él-, para que me llevase a la estación.

Acordamos un precio pero, frente al cuento que lees en las guías (que si hay que respetarlo, que si el honor y tal), pasó lo de siempre: el tipo se hizo el tonto y en vez de llevarme a la estación de autobuses me llevó a la de tren. Le aclaré de nuevo mi destino y esta vez me llevó bien, aunque dando un rodeo tal que podría comercializarlo como Hanoi Tour. Y, claro, al llegar pasó lo que iba imaginando todo el trayecto: el listillo me pidió tres veces más. Como me negué (podría decir que por una cuestión de principios pero en realidad porque no me sobraba el dinero, para qué mentir), iniciamos una discusión que fue in crescendo.

En realidad el importe era escasísimo pero yo ya había asignado un gasto máximo de diez dólares diarios y no quería empezar saltándomelo, así que allí estábamos, intercambiando gritos y aspavientos, cuando me percaté de que nos iban rodeando otros motoristas. Montones de ellos surgían de todas las calles y recodos; hasta parecían salir de las alcantarillas, creándome la angustiosa sensación de estar protagonizando una escena de The walking dead. Total, que como no merece la pena que te devoren los intestinos por cuatro perras y además no había llevado mi ballesta, me dí por vencido y pagué, largándome sin mirar atrás.

Ya en la estación, descubrí que lo que yo consideraba mi fluido idioma vietnamita, ensayado incansablemente en España antes de emprender viaje, no era tan bueno. De hecho, fui incapaz de hacerme entender por la taquillera, una anciana con toda la pinta de ser una indigente colocada allí por el plan de empleo municipal y que no entendía una sola palabra de lo que le decía (y yo a ella tampoco, por supuesto). Eso de que los nativos agradecen que intentes hablarles en su idioma es más falso que un duro de chocolate; seguro que aquélla hubiera preferido que se lo llevase escrito y con buena letra.


El caso es que, al final, no sé cómo, me dio un billete y subí al autobús correspondiente, feliz por haber conseguido establecer comunicación. A bordo, mientras esperaba la hora de salir, fue donde me di cuenta de que no, que ni hablar del peluquín. No era normal que a un parque cercano viajara tanta gente con maletas, cestas de verduras, sacos de fruta, gallinas y demás. Hasta los turistas llevaban varios bultos de equipaje. Así que empecé a sospechar que la maldita taquillera me había dado un pasaje a lo primero que se le ocurrió para quitarme de en medio.

Una de dos, o me arriesgaba o intentaba preguntarle a alguien. Alguien que no fuera vietnamita, evidentemente. Como hablaban a gritos, imaginé que unas pasajeras eran españolas y me dirigí a ellas. Lo eran, en efecto, y me explicaron que ese bus se dirigía al norte del país; es más, ellas iban a visitar nosequé tribu de una región aislada. Les di las gracias y bajé rápidamente. ¡Como para desplazarme trescientos kilómetros con mi presupuesto!

Así tuve que poner fin al programa previsto para la jornada. Mi plan alternativo fue doble. Primero, visitar la oficina de la aerolínea con la que tenía vuelo interno, descubriendo ¡albricias! que aceptaban pagos con tarjeta (con lo que podía dedicar mi fajo de billetes a los gastos diarios). Después, recorrí Hanoi. 

Y, al día siguiente, me desplacé a Hué, donde, para variar, tuve una apurada pero a la vez agradable experiencia: estaba tan a gusto en un monasterio, obviamente no cristiano sino budista, que, una vez más, se me fue el tiempo sin enterarme y me quedé encerrado, aunque por poco tiempo porque enseguida me echaron. De todas formas, el viaje parecía empezar a discurrir por senderos más plácidos. O eso creía.
No hagan mucho caso de los augurios de Kuakman. Verán cómo en próximos posts vuelve a meterse en camisa de once varas.
Foto 1: McKay Savage en Wikimedia
Foto 2: Hoangvantoanajc en Wikimedia

Comentarios

Entradas populares de este blog

El saqueo de Mahón por Barbarroja y el fuerte de San Felipe

La Capilla Sixtina: el Juicio Final

Santander y las naves de Vital Alsar