Kuakman en el sudeste asiático (IV)



Nuevo capítulo del viaje a Tailandia de Toni Kuakman. Olvidando todo su dinero en el hotel de Bangkok, embarca para Hanoi con telarañas en los bolsillos.
Pese a la concatenación de despropósitos que llevaba acumulada en los dos primeros días de viaje y que auguraba unas vacaciones acostumbradamente temibles, alguna cosa sí salió bien. Por ejemplo, el haber reservado previamente el traslado desde el aeropuerto de Hanoi al hotel, lo que me permitió ahorrar el poco dinero en metálico que llevaba.
Así, pude relajarme un poco durante el trayecto e ir contemplando desde la ventanilla del coche un país que parecía haberme hecho viajar en el tiempo a los años cincuenta. Primero el campo, que era de postal: los arrozales infinitos, los campesinos con sus sombreros cónicos, los búfalos metidos en el agua... Luego, la ciudad: los horribles edificios comunistas, las casas de tres pisos inacabadas y separadas entre sí, la ausencia de coches...
Como llegué muy temprano al hotel y tenían que preparar la habitación, dejé el equipaje en el sofá de recepción y mostré a la encargada mi tarjeta para preguntarle dónde habría un cajero automático. Me lo marcó a rotulador en un plano, dándome a entender que estaba muy cerca. Estupendo, pensé; la cosa no será tan grave como parecía.
Pero cuando salí y caminé y caminé sin encontrarlo, algo me dijo que hay cosas que nunca cambiarán. Di vueltas y más vueltas sin resultado, a pesar de que seguía escrupulosamente las indicaciones plano en mano. Viendo que era inútil y que me estaba poniendo más amarillo que la piel de los propios vietnamitas, opté por preguntar a algún transeúnte, resultando peor el remedio que la enfermedad: nadie entendía una palabra de lo que decía y cuando blandía la tarjeta para hacer más compresible mi pregunta, todos salían corriendo como si les persiguiera el diablo.
Daba igual su edad o sexo. O no habían visto nunca una tarjeta o pensaban que un capitalista decadente intentaba corromperles. Y no sean listillos; si no dejé la idea del cajero por ir directamente a un banco se debía a que era sábado por la tarde y estaba cerrado. Tenía que pasar: para un par de días que iba a estar en Hanoi escaso de dinero en metálico, caían en fin de semana.
Prototipo de cajero vietnamita
 
Total, que al cabo de una hora sembrando el pánico por la capital decidí regresar al hotel. Y de camino se me ocurrió una idea: ¿y si la recepcionista me había dado las indicaciones al revés? Así que en un intento postrero, como un Alcoyano que perdiera 5-0 en el minuto noventa y pidiera prórroga, seguí el plano a la inversa. ¡Et voilá! Allí estaba, a apenas dos minutos, como esperándome a mí precisamente. 
Corrí hasta él tal cual haría un viajero perdido en el desierto hacia un oasis, temeroso de que alguien se me adelantase y lo dejara sin fondos, para comprobar exultante que ¡sí! admitía mi tarjeta. Pulsé el código y salió un mensaje que nunca sabré si fue real o fruto de emoción: "Bienvenido al único cajero automático que hay en Hanoi y todo Vietnam". El caso es que, decidido a prevenir nuevos (y probables, admitámoslo) imponderables, desvalijé literalmente el depósito. Tengan en cuenta que, aparte de la estancia en el país durante una semana, debía pagar un vuelo interior.
Consecuentemente, salí del cajero con cientos de miles de dongs (la moneda local) rebosando por todos los bolsillos de mi vestuario. Parecía un mutante, con el cuerpo deformado por enormes tumores que, en realidad, eran fajos de billetes; tantos que dejarían mudo al mismísimo Tío Gilito. De esa guisa volví al hotel, tan satisfecho que incluso estaba dispuesto a perdonar la vida de la recepcionista. Sólo que, para calcular mi presupuesto, le pregunté cuánto dinero era al cambio y, tras contar aquella marea, me dijo que unos cincuenta dólares.
Subí a la habitación arrastrando los pies. Mi economía seguía en estado precario, se me había pasado la hora de un espectáculo de marionetas que me ofrecían con la reserva del hotel y, al deshacer la mochila, comprobé que alguien había robado los prismáticos, seguramente en recepción mientras buscaba el cajero. 
Un mal rollo se apoderó de mí, impidiéndome conciliar el sueño y sumiéndome en un estado depresivo del que no salí hasta que me di cuenta de que su causa no estaba en los acontecimientos vividos, que también, sino en los efectos secundarios de la pastilla contra la malaria, tal como me habían advertido otros usuarios. Entonces todo pasó y pude dormir.
En los brazos de Morfeo (o de Lariam), Kuakman coge fuerzas, pues, para afrontar los duros días venideros. Lo veremos en el próximo post.

Comentarios

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