Un viaje a Medellín (III)

Tercera parte del viaje a Medellín que hice a finales de octubre invitado por el Convention & Visitors Bureau para participar en un blogtrip como representante del blog La Brújula Verde.

Cuando por fin desembarcamos en Medellín mis virus y yo, ver a Juan David enarbolando un cartel con mi nombre fue una de las sensaciones más tranquilizadoras que recuerdo haber tenido jamás. Él y la representante del Bureau, María Camila, se habían dignado esperarme tras informarse de los retrasos de los vuelos y no tendría que buscarme la vida para llegar a la ciudad -que está a unos cuantos kilómetros- a esas horas de la noche.

Como supongo que se estarán preguntando qué es eso de los virus, les recordaré que en la primera parte del viaje, la que hice en tren a Madrid, tuve que compartir asiento con una zona caliente andante que me regaló, desinteresadamente y sin que nadie se lo pidiera, un porcentaje de su gripe. Durante el viaje en avión la sequedad de la cabina mantuvo los efectos a raya, pero una vez en Colombia los microorganismos decidieron empezar la fiesta y durante un par de días me mantendrían como rehén, pañuelo en mano y fármacos en ristre.

Por cierto, respecto a eso último cabe destacar que allí las farmacias venden sueltos los típicos sobres de analgésico, sin obligar al cliente a comprar la caja entera como en España. Alguien debería tomar nota.

Tras una cena a base de asados y zumos en un bonito restaurante típico de nombre aún más bello, Hato Viejo, más una noche de descanso en el Hotel Diez Medellín, un establecimiento temático en el que cada planta está dedicada a una región del país, empezamos la visita turística al día siguiente. Esa primera jornada fue un recorrido urbano para mostrar la nueva cara de la ciudad, que ya ha dejado atrás la etapa del narcotráfico y Pablo Escobar para abrirse a un futuro -un presente, de hecho- a base de limpieza en las calles, equipamientos ciudadanos y bienvenida al turismo.

Primero hicimos una un tour panorámico a bordo de un divertido Turibús -con forma de vagón de tranvía y pintado con los intensos colores de la bandera colombiana-, que nos dejó en el centro histórico. El punto principal de éste es la Plaza Botero, un amplio espacio abierto circundado por la mole extraña del Palacio de la Cultura y el edificio art decó del Museo de Antioquia, antigua sede consistorial. El viaducto del Metro (que allí no es subterráneo sino elevado) lo atraviesa dándole un curioso aspecto de ciencia ficción.

La Plaza Botero con las esculturas del artista; al fondo, el Museo de Antioquia

La plaza está llena de peatones de paso, turistas, artistas callejeros y vendedores que ofrecen sombreros o llaveros, estatuillas y otros souvenirs de tono kistch con la forma de las esculturas de Fernando Botero, ya que el lugar se caracteriza precisamente por acoger veintitrés estatuas de bronce realizadas  por el artista, que es natural de Medellín. Ya saben, es un nuevo Rubens llevado al extremo que lo plasma todo en versión hípergorda, desde Adán y Eva a un guerrero griego pasando por una representación de su propio hijo a caballo. La colección escultórica se completa en el museo con ciento setenta y siete pinturas.

Después nos acercamos al Parque Explora, un museo científico interactivo con un jardín donde se mueven dinosaurios a tamaño natural y un acuario-terrario que trata de mostrar la diversidad biológica del país. Lástima que la anaconda, a la que deseaba contemplar en toda su inmensidad, no se dignó interrumpir su siesta; a cambio, sí se exhibieron las pequeñas ranas -del tamaño de una uña- de intensos colores amarillo y verde que avisan, como un semáforo natural, del potencial mortífero del veneno que cubre su piel.

Parque Explora. El rótulo no esta sobreimpreso en la foto sino pintado en el suelo

El vecino Jardín Botánico, catorce hectáreas de árboles, plantas y lagos en pleno centro de la ciudad, nos sirvió para improvisar un picnic a la manera clásica, con mantel de cuadros y cesta de comida que sirve el bar del sitio (los fines de semana de picnic son una costumbre muy extendida en Medellín). Y así, como salidos de un cuadro impresionista, nos instalamos en el suelo del Orquideorama (premio nacional de diseño en 2007); como empezó a llover tuvimos que trocar el césped por el hormigón, en lo que uno de mis compañeros argentinos bautizó como "picnic cementero".

El "picnic cementero" en el Orquideorama del Jardín Botánico

La tarde aún nos depararía más visitas. Primero al Castillo, la que fue residencia del magnate Alejandro Echevarría, famoso entre otras cosas por haber sido el primer secuestrado por las FARC. Erigido en una de las laderas que rodean Medellín, es un palacete espléndido, romántico, abundante en torres, almenas y chapiteles, que reproducen la arquitectura de los castillos del Loira y que hoy se conserva como museo.

El Castillo de Medellín

Después, ya cayendo la oscuridad, la Vía Primavera, una de las calles más comerciales, donde se han instalado los diseñadores locales. Allí está también Pergamino, una boutique de café donde el producto nacional por excelencia se sirve de mil y una formas, a cual más original y apetecible. Y terminamos la jornada cenando en El Rancherito, otro sitio de cocina tradicional que empezó como local de carretera (en vez de mesas tiene una barra corrida alrededor de la cocina, formando un cuadrado) y hoy es una franquicia.

En fin, un día intenso en el que el programa logró por momentos hacerme olvidar la gripe.

(continuará)

Fotos: JAF

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