Un viaje a Medellín (II)


En el último post contaba cómo hace poco tuve ocasión de conocer Medellín (Colombia), invitado por el Convention & Visitors Bureau local a un blogtrip, como representante del blog La Brújula Verde, en el que colaboro. Pues bien, tras un larguísimo viaje en avión que llegó a Bogotá con retraso, yo y otros viajeros que debíamos tomar conexiones y sólo llevábamos equipaje de mano nos lanzamos a una loca carrera por la terminal, como si fuéramos una oleada de zombis modernos de ésos que se mueven como si estuvieran histéricos.

Pero fue inútil porque nos estrellamos contra el control de pasaportes, donde, aparte de las consabidas colas interminables, los policías auscultaban los documentos con tanto detalle como pachorra, asemejando osos perezosos pero sin la afable cara que tienen estos animales. Le dije a la agente que me tocó que tenía que tomar un vuelo a Medellín urgentemente, pero su empatía era quiparable a la que hubiera tenido Lisbeth Salander y siguió solazándose en los papeles con más interés que si de una novela se tratara. Cuando finalmente me dio paso ya era tarde.

Loa afectados (o infectados, si seguimos con el símil no-muerto) éramos desviados a una sala con mostradores de Avianca por un empleado que parecía un guardia de tráfico, enviando a unos a la derecha y otros a la izquierda con enfáticos ademanes. Al cabo de veinte minutos de más colas, nos dimos cuenta de que las conexiones locales eran en otra fila, sin que nadie nos lo hubiera indicado. La masa bramó, claro; detrás de mí, otro español rugía enfurecido porque ya había despegado el último vuelo a Maizales y debía pernoctar en Bogotá.

Yo tuve la suerte de que a Medellín hay salidas cada hora o así y me dieron billete para la siguiente. La sala de espera estaba abarrotada y decidí aprovechar para encender el móvil y llamar a España demostrando así que no me habían secuestrado, como todos sin excepción me habían augurado burlonamente. Pero el aparato no logró conectar con ninguna red hasta que lo alcé en alto y, como si estuviera enarbolando una bandera en un desfile, me diera un par de ridículos paseos de esa guisa buscando el mejor punto.


Una vez conseguido envié un SMS antes de que pasara lo que me temía, la pérdida de conexión en red. Pero no tuve tiempo de ponerme en contacto con el representante del Bureau que, se suponía, me iba a esperar en el aeropuerto de Medellín para trasladarme al hotel. La cosa se puso peor cuando se oyó el violento ruido de un trueno sacudiendo la terminal: una terrible tormenta se abatió sobre Bogotá, descargando rayos espeluznantes sobre la pista, y los altavoces anunciaron la suspensión temporal de todos los vuelos; si mi contacto había tenido la paciencia de esperar, ahora quizá desistiría.

Como el teléfono no funcionó más, yo también tuve que tirar de paciencia. Finalmente se acabó la partida de bolos celestial y embarcamos en medio de una copiosa lluvia. El comandante nos informó de que el vuelo duraría veintisiete minutos, que ya es afinar; lo que no dijo es que habría que sumarles otros cuarenta entre el rodaje por pista y la espera del permiso de despegue. 

Ya en el aire, mi compañera de asiento, una amable colombiana antioqueña que había emigrado a España y ahora retornaba por vacaciones, me contó que su hermano la esperaba en el aeropuerto de Medellín y que si me quedaba colgado me podían llevar en su coche al hotel. No era un secuestro, malpensados, y además no hizo falta porque increíblemente los del Bureau estaban allí, aguardando en un alarde de profesionalidad.

(continuará)

Foto 1: Aeropuerto José María Córdova, por Medellín Convention & Visitors Bureau
Foto 2: Xenophilius

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