El rocambolesco viaje a Brasil de Toni Kuakman (VI)


Otro episodio del rocambolesco viaje a Brasil de Toni Kuakman. Aún convaleciente de su gastroenteritis en pleno Amazonas, debe enfrentarse con una fiera de la selva: un guacamayo.

Ustedes pensarán que después de haber sufrido una catarata diarreica y haber estado a punto de pisar una de las serpientes más venenosas de la selva difícilmente podía exponerme a más peligros. Pero el Amazonas está lleno de fieras potencialmente peligrosas para el hombre y tuve la mala suerte de ir a toparme con una de las peores: un guacamayo.

Sí, a primera vista estos pájaros primos hermanos de los papagayos parecen simpáticos y además son muy bonitos, con su plumaje de vistosos colores y tal. A lo peor es que yo fui a dar con el más cabrón de Sudamérica. Y en parte es culpa mía porque yo mismo le invité a entrar en mi habitación, en cierto sentido. No lo hizo por la ventana como un avechucho cualquiera sino por la puerta, en plan señor.

La había dejado abierta para airear la estancia, pues fue la mañana siguiente a mi gastroenteritis, cuando oí a la señora de la limpieza en el pasillo gritando "¡Ven para acá, ven para acá!" mientras perseguía a un guacamayo de intenso color rojo, al que finalmente logró coger cuando ya atravesaba el dintel. La señora me dijo muy seria que mantuviera la puerta cerrada porque el bicho tenía la costumbre de meterse en los bungalows. "¿Y qué?" pensé ingenuamente diciéndome que al fin y al cabo no era un jaguar.

Esa tarde se repitió la escena pero la limpiadora estaba un poco más lejos. Gritaba de tal forma que no me quedó otra que hacerle caso y me puse ante el marco para impedir el paso al guacamayo. No sólo no le importó lo más mínimo sino que se lanzó contra mi pierna lanzando picotazos y cada patada que le soltaba la esquivaba cual Messi en plena carrera con el balón. Me refiero al animal, claro, no a la señora. El resultado final de aquel combate singular puede calificarse de tablas: conseguí evitar que el guacamayo entrara pero a costa de varias heridas y de perder una chancla con la escapó a manera de estandarte capturado al enemigo.

Esa noche, durante la cena, le narré mi aventura al matrimonio de ancianos suecos que había conocido la jornada anterior pensando que se partirían de risa o creerían que exageraba. Pero ellos también habían tenido experiencias en la tercera fase con animales: me contaron que un reno solía entrar al huerto de su casa de Suecia para comerse las manzanas que cultivaban y como éstas fermentaban en su estómago, terminaba cayendo borracho en el jardín. Cada poco tenía que acudir la policía para llevárselo a dormir la mona al bosque.

Me pasé la noche soñando con guacamayos matones y renos alcohólicos o al revés, no recuerdo, pero aquel ambiente que parecía ideado por David Lynch tuvo insospechados efectos terapéuticos y me curó los problemas intestinales. Aunque los medicamentos que tomé también tendrían algo que ver, me gustaba más la versión de la Madre Naturaleza en versión alternativa.

Pero el asunto todavía no estaba terminado. Por la mañana fui a desayunar al comedor, que era como una gran choza cubierta por una techumbre de palma pero sin paredes, y me senté en una mesa libre de la parte más cercana al exterior. Dispuesto a recuperar el tiempo perdido, reuní un buen puñado de pasteles y los dejé en la mesa mientras iba a por el café. Cuando oí las risotadas de los presentes in crescendo, de alguna manera supe que me atañían, para seguir la racha.

En efecto, allí estaba el maldito pájaro, comiéndose mi desayuno con chulería y desparpajo, acomodado en el respaldo de la silla. Haciendo grandes aspavientos logré espantarlo pero ya se había metido en mi cabeza y casi no podía pensar en otra cosa. Al día siguiente, cuando volví a desayunar, tuve la precaución de dejar bollos y pasteles bien tapados por una cesta; no quería oir más risas. Y no las oí porque esta vez fueron exclamaciones de admiración: el guacamayo había retirado la cesta y, una vez más, me quitaba la comida dejándome en ridículo.

El ínclito guacamayo esperando a que Toni Kuakman le sirva el desayuno
 
Aunque para estrafalario lo siguiente. Corrí hacia él ondeando una servilleta mietras gritaba alternativamente "¡Fuera!", "¡Fora!" y "¡Get out!", como si el bicho fuera políglota y pudiera entenderme. No lo hacía, por supuesto y seguía tan traquilo, como posando para todos los presentes, que se dedicaban a grabarnos en vídeo y sacarnos fotos, acaso pensando que era un espectáculo ofrecido por el hotel. Cuando les expliqué la situación fue peor porque unos no creían lo que les contaba del ave, acusándome de querer maltratarlo, mientras que otros lo disculpaban diciendo que quizá era hembra y sus picotazos eran amorosos. "Qué graciosos - recuerdo haber contestado yo entre dientes con sonrisa más falsa que un euro de chocolate- Ojalá se enamore de vosotros una tarántula".

Pensé que con aquello había cubierto mi cuota diaria de ridiculez pero no, pues cuando aquella noche volví de una excursión adivinen quién me estaba esperando en la puerta, como una femme fatale de película. En un alarde de agilidad que rozó el virtuosismo, di un salto, entré en el bungalow y le cerré la puerta en la narices; o en el pico. Mas no se dio por vencido y durante mucho tiempo permaneció agarrado a la mosquitera que cubría la ventana, mirando hacia el interior de la habitación con ojos de psicópata como calculando cómo entrar, una especie de Chucky con plumas. ¿Se imaginan el título de la película? Después de Tiburón, Piraña, Tentáculos, Megalodón, Anaconda y otras similares llegaba el turno de ¡Guacamayo! 

Menos mal que al final no pudo colarse, aunque no fue por falta de intentos de romper la tela. Si llega a salir triunfante no me hubiera quedado sino rendirme y cederle la cama, sospecho. Claro que igual era peor y quería compartirla.

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