Estrasburgo, la encrucijada francoalemana (y escocesa)

Estrasburgo es una ciudad bonita pero un poco rara. Algo que se nota con sólo echar un vistazo a su historia. Si nos saltamos la leyenda de su fundación mítica por Trebeta, hija de la reina Semiramís de Babilonia, la urbe nació de mano de un grupo de monjes escoceses (!) que establecieron el monasterio de Santo Tomás sobre lo que había sido el campamento romano de Argentoratum.

Por allí pasaron alamanes y hunos antes de que en el siglo VI d.C. los francos merovingios le pusieran el nombre definitivo, que siginifica "burgo del camino". Luego pasó a manos carolingias y Francia se hizo con su propiedad en el siglo XVII, pero en 1870 la derrota ante Alemania la obligó a entregar Alsacia y Lorena a Bismarck, con lo que volvio a germanizarse. El káiser Guillermo la perdió definitivamente tras la Primera Guerra Mundial y, salvo la efímera anexión hitleriana, ha seguido siendo una ciudad francesa.

Claro que habrá quien vea las cosas un poco más complejas. Estrasburgo es hoy la sede del Parlamento Europeo junto con Bruselas, así que, en cierta forma, se ha convertido en la capital continental, un poco de todos. Por cierto, tuve ocasión de visitarlo y asistir a una sesión en la que un eurodiputado se empeñaba, con escaso éxito, en mantener despiertos a los demás hablando de no sé qué asunto de Cuba. Pero tuvo su gracia porque además quien nos hizo de anfitrión fue Rosa Díez, que por entonces aún no había formado su propio partido.

Pero además de eurodiputados y estudiantes universitarios hay turistas que acuden a visitar sus maravillas monumentales, y ahí encontramos otra rareza: el centro es una isla en medio del río Ill a la que se accede por 22 puentes. La Grande Île, en francés, está catalogada como Patrimonio de la Humanidad desde 1988 por su laberinto de callejuelas medievales, iglesias, casas de tradicional estilo renano, plazas peatonales, conventos, torreones, palacios, edificios de uso civil, parques, estatuas, etc.

Buena parte de ese entramado urbano es peatonal y está lleno de tiendas de recuerdos y artistas callejeros, un poco al estilo del Montparnasse parisino, con preponderancia de caricaturistas y lo que probablemente eran estudiantes de arte abocetando al carboncillo una de las imágenes más iconográficas de Estrasburgo, la fachada y la torre de la Catedral gótica apareciendo al final de la rue Merciére, flanqueada por edificios a cada lado.

También abundan pintorescos restaurantes, muchos de ellos con terrazas al borde del agua y adornados con terrarios llenos de flores. Recuerdo haber cenado en uno de preciosa decoración aunque tenía nombre de agente de la Stasi, Gruber. Fue al aire libre, bajo una marquesina de madera, a la cálida luz de unos faroles de forja y acompañado de las melodías de unos músicos ambulantes.

Era verano y hacía ese típico calor sofocante que se da en el centro de Europa como para compensar los rigores del invierno, cuando la nieve y el frío dificultan las cosas a los visitantes. Por supuesto, no faltó alguna que otra enorme jarra de cerveza pero, lamentablemente, no llegué a probar el bretzel, esa especie de rosquilla salada que se encuentra por todas partes y es el equivalente a los pinchos y tapas españolas.

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