Conversación con unas momias


Según las últimas noticias ya se ha empezado la construcción de la sede del futuro museo arqueológico de Egipto que ha de sustituir al pequeño, incómodo, caótico y, por tanto, encantador que apenas da abasto en El Cairo. Se le echará de menos su aspecto decimonónico, con las estatuas amontonadas por falta de espacio, los carteles decrépitos, el sinfín de piezas desperdigadas por las salas sin orden ni concierto...

En cambio serán similares dos de sus estancias estrella: la destinada al tesoro de Tutankhamón, tan atiborrada de gente que casi hay que atisbar las joyas y la máscara entre las cabezas, y la de las momias que, por contra, se visita en medio de una calma muy apropiadamente sepulcral porque casi nadie entra. No me pregunten por qué; quizá debido a que ha de pagarse una entrada aparte. 

El caso es que allí están, entre otros, los cuerpos momificados de grandes faraones: Tutmosis III, el Napoleón de la época,un conquistador que fue el verdadero creador del imperio egipcio a pesar de tener que aguantar durante años la regencia de su madrastra Hatsheput, a la que terminó dedicando una damnatio memoriae generalizada (o sea, borró su nombre de todos los monumentos); Seti I (segundo faraón de la XIX dinastía y también bastante militarista, aunque ya con los límites impuestos por la expansión hitita); y Ramsés II, el mayor megalómano de la Historia que, en las crónicas, convertía las derrotas en victorias y se agenciaba la autoría de templos y estatuas pero que a la vez ha dejado la imagen más carismática y novelesca (y encima era pelirrojo, como se aprecia en la foto superior).

Seti I se conserva bien
 Deambulando entre aquellos cuerpos acartonados no pude evitar recordar uno de los cuentos más originales y divertidos de Edgar Allan Poe: Algunas palabras con una momia. En él, un grupo de arqueólogos y científicos consiguen revivir  con electricidad la momia de un noble egipcio llamado Allamistakeo y, tras proporcionarle un traje con chaleco y sombrero, iniciar un sorprendente debate en el que unos y otro intentan demostrar la superioridad de sus respectivas civilizaciones. 

Y, paseando entre las urnas de cristal, reproducía mentalmente las discusiones ideadas por Poe. Los pobres arqueólogos no podían oponer más que el Capitolio de Washington a la magnificiencia del templo de Karnak o las vías férreas a las grandes avenidas empedradas por las que se trasladaban los gigantescos obeliscos; por no hablar de las máquinas, que Allimaskeo demostraba innecesarias ante los logros de la arquitectura de su tiempo. Optaban entonces por resaltar la democracia y el egipcio respondía advirtiendo de un nuevo tirano llamado Populacho. Hasta el nivel de vida resultaba inferior ante la evidencia que había ante ellos, un hombre que había vivido cientos de años. El tipo resultaba ser duro de roer y sólo al final conseguían enmudecerle y humillarle mostrándole unas pastillas curativas muy de moda en la época.

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