La ruta del tabaco


Hace falta ser un fanático o, simplemente, tonto de remate para denunciar una obra de teatro porque los personajes están fumando. Más aún si se trata del musical Hair, en el que salen hippies haciendo viajes astrales no precisamente mediante oraciones místicas, como ocurrió esta semana en Barcelona. La ministra de Sanidad estará contenta de contar ya con un delator, como había animado a hacer.

Este incidente me trajo a la memoria uno que viví este verano en Uganda. Un grupo de españoles hacíamos un tour por el país en un camión todoterreno y buscábamos un lugar donde parar a comer. No valía cualquiera porque había que aparcar el vehículo, muy grande, lejos de la carretera para evitar accidentes (y para no tragar el polvo que levantaban los coches a su paso). Finalmente, los guías dieron con un sitio que parecía apropiado: se trataba de un prado frente a una iglesia católica que no requería más que el permiso del párroco, quien, amablemente, lo concedió.

Eso sí, puso una condición: prohibido fumar. Al parecer llevaba a cabo una campaña con sus fieles para alejarlos del tabaco y, como ya había visto a algunos de nosotros -yo no, que no fumo- sacar la cajetilla, no estaba dispuesto a que diéramos mal ejemplo. Vale. Era su prado, su iglesia, su país y sus condiciones; nadie nos obligaba a aceptarlas. Para eso nos advirtió la guía -sevillana- que el que no aguantara diera unas caladas en el camión a salvo de miradas indiscretas. Además, la ley ugandesa proscribe tajantemente el tabaco en lugares públicos, como se aprecia en la foto superior.

"Torrente y yo somos así ¿Qué pasa?"
Pero ¡ah! resulta que era el mismo viaje en que disfrutamos de la compañía de Torrente (véase el post Las chicas de oro). Y, claro, ningún cura le iba a decir lo que podía hacer o no. Y menos, un cura negro. Así que, sin cortarse un pelo,  encendió un cigarrillo delante de sus mismas narices. No sólo eso sino que, cuando el otro le mandó apagarlo, Torrente pasó olímpicamente de él; lo único que le faltó fue expelerle el humo en la cara, en plan Bogart.

El párroco, con un cabreo monumental encima, empezó a dar gritos amenazando con echarnos de allí y presentar una denuncia. Algunos veíamos con preocupación que las gentes de los alrededores se acercaban, atraídos por aquel escándalo; preocupación porque la mayoría estaban en plenas faenas agrícolas y llevaban machetes de medio metro. Pero a Torrente le entró por un oído y le salió por el otro mientras seguía con sus bocanadas. Para mayor chulería, incluso le dio la espalda.

Entonces el sacerdote sacó un móvil y se puso a marcar el número de la policía. Y como en nuestro plan de viaje no habíamos planeada una visita a los calabozos ugandeses, los gritos que hasta entonces le dábamos a nuestro compañero para que apagara la colilla se convirtieron, a una sola voz, en el bramido hipo-huracanado de Pepepótamo. Tengo mis dudas sobre si fue Torrente el que lo aplastó contra el suelo o fue el ciclón originado por nuestro alarido, pero el caso es que el pitillo terminó aplastado y el cura pareció satisfecho.

Todos respiramos tranquilos -en todos los sentidos-, aunque alguno puso cara rara cuando le dije que a mí me hubiera gustado ver una cárcel de Idi Amín Dadá.

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