Djeem el Fna o el calvario de Marrakech

Tiene montones de acepciones: Yama el Fna, Jamaa el Fna, Yeem el Fna, Jemaa el Fna... Que cada uno elija el que quiera porque los nombres en Marruecos -y en los países árabes en general- son así; como díría el coronel Kilgore, "me suenan a camelo". Peores serían sus significados, todos referentes al lugar para las ejecuciones que era antaño, con muestrario de cabezas cortadas incluído.

En fin, la plaza Djeem el Fna de Marrakech es probablemente una de las más famosas, concurridas y ruidosas del mundo. Hasta hace poco conservaba su estado primitivo, sin asfaltar, pero la llegada masiva del turismo a la ciudad ha obligado a hacerle un lavado de cara. Sin embargo sigue conservando el laberíntico zoco, donde todos los vendedores parecen hablar español y los niños te guían en busca de la salida si te pierdes... y si no también porque esperan a cambio que se les pague, aunque sus servicios no hayan sido requeridos (por cierto, que nadie se esfuerce en ofrecerles un bolígrafo por ello: rechazan, soberbios, cualquier cosa que no sea dinero).

Un eficaz sistema de captación de clientes: nada de marketing ni publicidad ni otras tonterías. Una serpiente al cuello y listo.
Al caer la tarde, cuando el sol afloja un poco su presa, la gente empieza a afluir como zombis al olor de carne humana hacia aquellos pintorescos tropocientos metros cuadrados que, en cuestión de poco tiempo, se convierten en un maremágnum humano y animal, con malabaristas exhibiendo su habilidad, ancianas tatuando manos con henna (cuidado, que luego la ropa queda negra), aguadores con su traje tradicional, músicos atronando los oídos con esa especie de vuvuzela local, buhoneros ofreciendo todo lo imaginable -hasta dentaduras postizas pude ver-, fruteros con carros típicos que elaboran zumos exquisitos y baratos, escritores de cartas (para analfabetos)...
 
Los encantadores de serpientes suelen ser objeto de especial atención por los turistas, lógicamente. Y si no ya se encargan ellos de atrapar clientes enlazándoles en el cuello alguno de los ofidios. Suele ser una culebra verde absolutamente inofensiva o, al menos, más que su dueño. Porque luego te sienta delante de una víbora del desierto que tiene el mismo grosor que mi antebrazo y un colorido con que la Naturaleza suele dotar a los animales venenosos como advertencia a los demás. No tranquiliza mucho ver al tipo manejarla como si de un inocente gatito se tratase y menos aún cuando al lado de la víbora empieza a moverse una inconfundible cobra negra, con la que pone bastante más cuidado y ya no agarra despreocupadamente sino que se limita a darle golpecitos. Acto seguido invita a Marta a que saque unas fotos, las que acompañan este post: que nadie se fíe de la sonrisa; todo el tiempo mantuve un ojo pendiente de la cobra y otro de la víbora por si alguna se cabreaba.

Pero ya dije antes que el mayor peligro no estaba en los reptiles. Al terminar la sesión el tipo me invitó a pagar lo que considerase oportuno, a mi elección. Sabedor de cómo funciona la técnica del regate, le dije 1,5 euros esperando que me pidiera el doble y lo dejáramos en el justo medio. Pero, para mi sorpresa, aceptó entusiasmado. Sólo que al sacar el dinero dijo que eso no era lo que habíamos pactado: al parecer él había entendido por mis gestos que le ofrecí 15 euros y claro, ¿para qué regatear con un memo que está dispuesto a dar ese dineral por un par de fotos? Era un problema aritmético de colocación de la coma pero cualquiera se lo explicaba. Al final de la discusión hubo que aflojar el bolsillo algo más y ninguno de los dos nos fuimos contentos. Bueno, las serpientes quizá sí porque al menos habían tenido un respiro.

Fotos: JAF y Marta B.L.

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