¡Empieza el juego!


Acabo de ver Sherlock Holmes, la película de Guy Ritchie protagonizada por Robert Downey y Jude Law que podrían haber titulado perfectamente Arma Letal IX sustituyendo a los actores por Mel Gibson y Danny Glover sin que nadie notara el cambiazo. En fin, no voy a escribir una crítica de cine sino aprovechar para recordar la visita al entrañable Museo Sherlock Holmes de Londres.

Arthur Conan Doyle situó a su personaje más famoso entre 1881 y 1907, cuando Baker Street sólo tenía 85 portales. Pero la calle creció, con lo que en 1930 se llegó al número 221, donde según las novelas vivían el detective y el doctor Watson pagando su alquiler a la señora Hudson. En la vida real ésa era la dirección en la que se instaló la empresa Abbey Road Building Society, que pronto vio cómo el cartero la visitaba a diario para dejar montones de cartas enviadas por los fans de las novelas. En un bonito gesto, la entidad contrató un empleado para ordenarlas y contestarlas, ganándose el aprecio de mucha gente. Más aún cuando costeó la estatua de Holmes que todavía sigue en su pedestal junto a la boca de Metro. Y no digamos cuando, con el tiempo, la Abbey se trasladó y dejó el inmueble en manos de la Sherlock Holmes International Society, a la que se puede afiliar uno por Internet y que en 1990 inauguró el museo actual.

El lugar consta de tres pisos más el bajo, por el que hay que pasar para entrar -o salir, según- y que hace de tienda de recuerdos: casi todo lo que uno pueda imaginar con el inconfundible perfil del detective se puede comprar aquí, desde camisetas a tazas, pasando por libretas, láminas decimonónicas, peluches, lápices, bandejas, bastones, sombreros, pipas, lupas... Incluso el característico gorro de cazador que, a juego con un manferlán de cuadros, suele conformar su imagen típica pero no sale en los textos sino que es una aportación de las ilustraciones de las portadas.

Mis padres cultivando las buenas compañías con el profesor Moriarty

La primera planta reproduce fielmente los aposentos de Holmes, con el rincón destinado a laboratorio lleno de pipetas y probetas, la mesa de desayuno lista para tomar el té de las cinco, muestrario de armas y libros y, lo más divertido para el visitante, las dos butacas al calor de la chimenea donde uno se puede hacer unas fotos con el mencionado gorro o un bombín, si se opta por encarnar a Watson. En las paredes, decoración cien por cien victoriana, al igual que en el siguiente piso, donde una cama sobre la que reposa un maletín médico y varios retratos de criminales adornando la estancia nos hacen deducir que es el dormitorio del doctor. Elemental, como nunca dijo Sherlock en ninguna de las cuatro novelas y cincuenta y seis relatos cortos (es una frase de las películas de Basil Rathbone).

Completan la visita la vivienda de la señora Hudson y varias escenas de las historias literarias representadas con figuras de cera de tamaño real. Los seguidores más devotos estarán encantados de poder fotografiarse junto a la astuta Irene Adler o al mismísimo Moriarty, el personaje que estuvo a punto de provocar un altercado nacional cuando su autor lo utilizó para matar al detective, del que estaba harto; las protestas masivas le obligaron a resucitarlo.

Al salir uno da por bien empleadas las seis libras pagadas, especialmente si forma parte de los lectores de Conan Doyle. Así se puede expresar en el libro de visitas antes de guardarse una tarjeta del detective, que nunca se sabe y la policía no es de fiar. Y no lo digo por el bobby de opereta que tienen en la puerta para atraer al público; en todo caso, como diría Holmes con sarcasmo, por su jefe, el inspector Lestrade.

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