Serpientes en Bangkok

 
Como aquel era nuestro primer día en Bangkok y aún no habíamos cambiado moneda decidimos dar una vuelta por el parque Lumpini, a escasas manzanas de nuestro hotel. Aún desconocíamos esa costumbre tailandesa de querer ayudarte con o sin tu permiso. Así que fue sacar el plano y en cuestión de segundos un taxista cayó sobre nosotros, dispuesto a ofrecer su auxilio: qué coño íbamos a ir al parque sólo para andar, él nos llevaría a ver algo interesante de verdad. "Esneiks, esneiks" farfullaba mientras con la mano simulaba el movimiento de una serpiente atacando. 
 
Sin que pudiéramos decir ni mu estábamos en su coche y, al poco, entrábamos en un muelle de los que da al Chao-Praya (el río de Bangkok); un muelle andrajoso, patibulario, de ésos donde en las películas le cortan el cuello a uno y lo arrojan a los cocodrilos. Allí, en una de las barcas de proa alta típicas, un venerable anciano se hallaba de pie contemplando expectante (y expectorante) nuestra llegada. El taxista habló algo con él y luego nos dijo que nos iba a llevar a ver el espectáculo de esneiks... y de paso, un tour por los canales del Chao-Praya, que no nos olvidásemos de dejarle una propina al vejete... Y otra para él, claro, añadió alargando la mano con cara babeante.
 
Bueno, subimos a la barca, aflojamos la mosca, nos dieron una vuelta afortunadamente larga y maja por los canales y finalmente llegamos al zoo de aves y reptiles donde íbamos a ver las esneiks. El barquero, genio y figura, nos dijo que convendría pagar también su entrada para podernos esperar dentro y llevarnos de vuelta. El lugar era pintoresco, un pequeño centro de exhibición de reptiles y aves exóticas, aunque de éstas había muchas jaulas vacías por la gripe aviar, que es que elegimos precisamente aquella época para viajar a Oriente con nuestro tino habitual.
 
El caso es que por fin íbamos a ver el espectáculo de esneiks. Entramos en el pequeño graderío circular de arena donde iba a lucirse un domador de cobras; era como un  pequeño coso taurino pero con serpientes en vez de cornúpetas. El torero, o sea, el culebrero, empezó su actuación haciendo movimientos delante de la cobra, mano aquí mano allá, palmada aquí palmada allá, toreándola. En ocasiones empujaba la quijada inferior de la cobra para que saltase. Todavía tenía el veneno, nos advirtieron; se lo sacarían al final para que viéramos como se hacía. 
Entonces llegó el gran momento.¿Alguien recuerda aquel anuncio televisivo de Fairy el milagro anti-grasa? Un ama de casa echa una gota sobre un fregadero lleno de agua sucia y la grasa sale despedida en todas direcciones, como si estuviera viva. Pues bien, tras uno de los quites la cobra real, negra, larga como un día sin pan y que no debía estar de muy buen humor teniendo que soportar que ese humano de ojos rasgados se dedicara a vacilarle delante de sus colmillos, se puso a bufar con el cuello inflado, señal inequívoca de estar harta de que le tocaran -literalmente- las narices .Y llegó lo bueno cuando el bicho se cabreó y pegó un salto descomunal contra la valla "de seguridad" (una barandilla asquerosa). Fue como verlo a cámara lenta: el reptil volando por el aire hacia nosotros, cada vez más cerca, el sonido ambiente ahogado, las caras de terror del público... Ahí fue cuando se produjo el efecto Fairy: como por arte de magia los presentes echamos a correr en todas direcciones, creando el vacío en las gradas en menos de un segundo. Eficacia probada. 
 
Luego resultó que, pese a su impulso, la cobra no llegó a salir del recinto. El domador la agarró y mientras el respetable volvía a su sitio, la hizo morder la tapa de goma de un frasco para sacarle el veneno. La cosa terminó haciéndonos las fotos de rigor con las pitones alrededor del cuello, mucho más tranquilas. Parecían anestesiadas hasta que mi cuñada se enroscó una que decidió despertar precisamente en ese momento y darle un cariñoso abrazo a su portadora estrechando levemente sus anillos. Ella lo agradeció quitándosela de encima en tiempo récord, momento inmortalizado en la foto.
 
Al salir, el anciano de la barca nos llevó a la orilla del río donde está el Watt-Arun. Cuando bajábamos nos dijo sonriente... "A tip for me, please".
 
Fotos: Carlos AF. 

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