La dura vida del turista


Descubrir países exóticos y modos de vida diferentes está muy bien porque ves esos mundos que están en éste y lo haces por unos días sin mancharte, como decía un lector de este blog recientemente. Pero no siempre es tan simple. A veces caminas por el filo de la navaja porque tales lugares y costumbres, incluso los más idílicos, suelen tener un peligro común. No se trata de las fieras salvajes, ni las enfermedades tropicales, ni las infames redes viarias, ni los índices de delincuencia que causa la miseria. Eso son minucias comparadas con la verdadera amenaza que se cierne sobre el viajero cuando deambula por tierras allende los mares: los pelmazos.

En Salvador de Bahía, en un país del que todavía no había hablado, Brasil, un vendedor ambulante se me pegó implacablemente, decidido a venderme como fuera algo de sus mercaderías y allá donde me dirigiera lo arrastraba detrás de mí como una rémora, como la sombra de Peter Pan ya cosida por Wendy, como las espaldas del Dúo Dinámico en sus fotos publicitarias. De nada sirvió decirle que no quería comprar porque él insistía inmarcesible al desaliento y cuando yo echaba a andar -más bien a trotar, para qué negarlo- oía sus pasos en pos de lo que, esperaba, sería su gran negocio. Podían pasar minutos u horas o podía recorrer el precioso casco histórico arriba y abajo, utilizando el viejo método de los indios de las películas de cansarlo para que se desanimase. Pero todo resultaba inútil; parecíamos una unidad de destino en lo universal y si me metía a comer en un restaurante el tipo esperaba a que terminara la comida sentado a la puerta. Y, en efecto, era pagar la cuenta, poner un pie en la calle y caía de nuevo sobre mí como un Stuka en picado.

Lo gracioso era que parecía asumir mi actitud de ignorarle como algo natural y tras las cincuenta y cuatro primeras negativas no volvió a intentar convencerme de sus magníficos precios ni de la belleza de las baratijas que cargaba; parecía bastarle con seguirme a todas partes, permaneciendo a mi lado tal cual hace un perro fiel que sigue a su amo hasta el cementerio para aullar a los pies de su tumba. Pero, claro, uno no se va de vacaciones para llevar siempre consigo un espantajo así y empiezan a asaltarte temores sobre los días venideros: si me refugio en el hotel sabrá dónde me alojo ¿lo tendré aguardando en la entrada a la mañana siguiente, como un buitre? Y ¿qué alternativas hay? ¿Debo despistarlo saliendo por la puerta trasera de un local o bajándome en marcha de un tren, como si estuviera en una película de espías? ¿Y si no lo consigo y pierdo el control, lanzándome sobre él y estrangulándolo, y me detiene la Policía brasileña y me interna en una celda junto a los narcotraficantes de las favelas y éstos intentan venderme también su mercancía y, completamente enloquecido, salto sobre ellos destripándolos con la pata del catre y luego arrebato el arma al guardia que viene a ver qué pasa y me lío a tiros en la comisaría...?

Ah, como suelen decirnos los guías en esos países, muy socarrones ellos: “La dura vida del turista”.

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