Dialéctica hegeliana del turismo rural (I)



Pasar un fin de semana en una casa rural está de moda. Es una forma de oxigenarse huyendo del caos de la vida urbana y entrando en contacto con la naturaleza. Al menos así suelen expresarse en los catálogos publicitarios. Pero se les olvidan pequeños detalles. Por ejemplo, si es invierno probablemente la casa esté helada y por más leña que le eches a la chimenea no habrá forma de que suba la temperatura... una vez haya pasado la hora reglamentaria que tardas en conseguir una pequeña brasa, claro, porque esas malditas pastillas encendedoras no encienden más que los ánimos. Así que cuando al fin aparece la diminuta llama, a cámara lenta y con música emocionante de fondo, tus amigos se abalanzan alrededor entre codazos, como los primitivos de En busca del fuego. 

Sin embargo no entras en calor porque, entretanto, tu cuerpo ha descendido dos grados de temperatura. Obviamente, puedes acercarte más al fuego, chamuscando las pestañas y aspirando ese delicioso humo negro que tanto bien le hace a los pulmones, pero resulta que entonces te estofas vivo; no hay término medio, en cuanto das un paso atrás vuelven los escalofríos. La única solución es seguir alimentando las llamas con más y más madera, como los Hermanos Marx en su locomotora, esperando que la fogata alcance el tamaño que vemos en las chimeneas de las películas. El problema es que la leña hay que cortarla, para lo cual debes salir fuera, entre la nieve, a tres grados bajo cero, y el resultado es que para entrar en calor tienes que congelarte primero. Pura dialéctica hegeliana. 

Ya sé que la mayoría de las casas rurales tienen calefacción pero yo hablo de una de verdad, perdida en el monte, con los lobos hambrientos alrededor y, a ser posible, un asesino en serie rondando por ahí sierra mecánica en mano. Como la cabaña de Posesión Infernal o así. Lo demás son sucedáneos porque ¿qué gracia tiene alejarse de la ciudad para estar al lado de un radiador, bebiendo cerveza fría de la nevera y viendo la misma basura por la tele? Sólo hago la concesión a una caldera para calentar el agua, que uno tampoco es espartano. 


En Fuente Dé, Cantabria, ¿hay yetis?

Luego están las habitaciones, con sus muebles rústicos, sus mantas húmedas, su suelo de fría baldosa y sus arañas tamaño king-size. Es probable que las ventanas carezcan de persiana y la luz de la luna llena bañe directamente tu rostro durante toda la noche, impidiéndote conciliar el sueño. O quizá tengan postigos, pero entonces el viento se pondrá a soplar haciendo que esa bisagra suelta, a la que no diste mayor importancia cuando escogiste habitación, origine un concierto nocturno de percusión. Eso si la orquesta es de cámara, porque si es sinfónica los perros de las granjas cercanas rivalizarán por ver cuál aguanta más tiempo ladrando y, ya de madrugada, cuando empiezas a cerrar levemente los párpados, puede que se les unan los pájaros con su maldita manía de despertarse a las cinco de la mañana. Y hablando de madrugar, falta el solista, el tenor, il divo, el puto gallo.

Al día siguiente te levantas temblando. No has pegado ojo y, obviamente, la chimenea se apagó al poco de irte a la cama. Entras al baño y ¿hace falta que lo diga? Exacto, no funciona la caldera. Entre exabruptos decides salir afuera, para ver cómo está la mañana y si podrás hacer la excursión prevista. Al abrir la puerta, la nieve acumulada en el tejadillo del porche cae directamente sobre tus hombros, colándose por el cuello de la camisa y cortándote la respiración. ¿Por que diablos no habrás llevado un jersey de cuello alto? Ah, sí, porque en la tele anunciaron sol y buen tiempo.

Se impone un reconfortante desayuno. Mientras el resto del grupo va  saliendo del estado de  hibernación, decides preparar café para todos. Bonito gesto, pero inútil; olvidas que no se puede calentar el agua. Se puede desayunar en el bar del pueblo, propone alguien. Son pocos kilómetros y en coche se cubren enseguida. Todos aceptan la moción -qué remedio-, pero los hados están hoy juguetones. El coche ha dormido a la intemperie y tiene encima una capa de nieve de diez centímetros así que ni te molestas en intentar ponerlo en marcha; además, los caminos están cubiertos también.

Desayuno frío, pues. Fruta, chocolate y cereales a pelo o con zumo. Los que pueden hacerlo sin vomitar, un vaso de leche y, hala, al monte. Que para eso vinimos, para disfrutar la Naturaleza (o sea, para que disfrute ella torturándonos).

(CONTINUARÁ en el próximo post)

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