Supervitaminado y mineralizado



Uno de los momentos más estupefacientes que recuerdo de vacaciones, muy apropiado para lo que acostumbramos en este blog, ocurrió hace más de treinta y cinco años. Por entonces yo desconocía que existiera esa palabra, estupefaciente, pero puedo presumir de haber experimentado la sensación sin necesidad de gurús ni pequeñas caras amarillas sonrientes.

Fue en España, en concreto Lloret de Mar a principios de los setenta, cuando la costa mediterránea hervía gracias al turismo, los hippies eran omnipresentes por todo Levante y Alfredo Landa protagonizaba películas ridículas. Si hará tiempo de esto que en los bares sonaban Un rayo de sol y el Triqui, triqui de Demís Roussos y se servía leche de pantera... Como yo apenas levantaba medio metro del suelo lo mismo me daba estar en Gerona que en el parque de mi ciudad, lo cual demuestra que llevar niños de viaje a un sitio lejano es una pérdida de tiempo, dinero y esfuerzo para los padres -y de paciencia para los demás-, aunque vale para que décadas después escriban tonterías en Internet.

Pero volvamos al caso. Para paliar mi aburrimiento me llevaron una tarde al cine. Todavía existían salas en el casco urbano; la humanidad aún no se había infectado con el virus de los centros comerciales, pese a lo cual vivía sin problemas. La película elegida era de dibujos animados, El gato con botas. La cito explícitamente por la ironía que vino a continuación. Al salir del local ya declinaba la tarde y las sombras empezaban a desparramarse sobre el empavesado, algo que colaboró sin duda a darle un toque fantástico a la escena. Los rótulos de neón, encendiéndose y apagándose rítmicamente para llamar la atención del cliente, y algún que otro modelito estrambótico vestido por alguna turista nórdica le dieron el punto que faltaba. El psicodélico, quiero decir. Todo estaba dispuesto para la función, la verdadera.

Entonces, sobreponiéndose a la música estridente que escapaba por las cortinas de los pubs y las discotheques, que de aquélla aún se llamaban así, se oyó a lo lejos un vocerío entre demoníaco y etílico. Acto seguido, un minúsculo ratoncito del tamaño de mi pulgar pasó como una exhalación ante mí, galopando sobre los adoquines como alma que lleva el diablo. Parecía supervitaminado y mineralizado. Pero no, tenía razones mejores para correr de aquella forma, aparte de que ni tenía capa ni hablaba con acento portorriqueño. De hecho, más que a Súper-Ratón se parecía a Pixie o Dixie escapando del gato andaluz porque unos segundos después apareció, también a la carrera, un tropel de individuos borrachos riendo, dando alaridos, los ojos en blanco y ondeando sus chaquetas, en febril persecución del infortunado animalillo.

Cazadores y presa se perdieron en el horizonte ante mis alucinados ojos, que pedían al cerebro la urgente confirmación de que la escena había sido real, que no se trataba de un salto a la quinta dimensión, tan de moda en la época por cierto. La consiguiente sinapsis aún dura hoy en día.

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