O problema do mondo vegetal

Voy a contar una batallita de un viaje de estudios. Fue en la noche de los tiempos. Tendría yo unos 17 o 18 años y cursaba Primero de Historia cuando se organizó una tournee de cuatro días por Galicia y Portugal para aprender in situ las peculariedades de la cultura castreña. Que nadie se asuste, que no voy a hablar de esto.

Fue una de las experiencias más surrealistas y lisérgicas de mi vida. La segunda o tercera noche, en Orense, nos alojaron en un extraño hotel que parecía sacado de los años veinte (a lo mejor así era), con lo que deambulabas por sus dependencias con la sensación de que en cualquier momento aparecería Mata-Hari con un par de caballeros de chistera y bigote enroscado descorchando una botella de champán mientras un militar prusiano de monóculo y casco puntiagudo rabiaba despechado. Las habitaciones tenían techos altísimos con artesonado de madera de los que pendían arañas doradas, los suelos estaban tapizados con elegante moqueta verde oscuro, molduras belle epoque decoraban los pilares de las esquinas y gruesos cortinones de terciopelo granate cubrían los ventanales balconados y equipados con postigos en vez de persianas. Lo más imponente eran las puertas de las habitaciones, grandes, hasta el techo, con artísticas manillas. Y una curiosidad: la distribución de cada planta hacía que se formaran grupos de habitaciones con un solo lado al exterior, de manera que los pasillos las envolvían formando laberintos; además, muchos de estos cuartos tenían puertas interiores de doble hoja para comunicarse entre sí y abriéndolas todas se formaba una gran estancia cuatro veces más grande.

El conjunto tenía cierto toque fantástico a lo Hammer, con un aire algo cargado y decadente; bien podía uno imaginarse también como cliente a Edgar Allan Poe. El caso es que a eso de la medianoche, la hora perfecta sin duda, me llamaron para reunirme con un montón de amigos/compañeros en una de las habitaciones a las que, como he indicado antes, habían doblado de tamaño abriendo las puertas. Caminando bajo la muy tenue luz entré en la estancia y pisé algo que crujió, tal cual se tratase de una masa de escarabajos recién escapados de una película de Spielberg, de ésos que provocan alaridos de la protagonista. Pero aunque las sombras despistaban en un primer momento, un examen más minucioso acercando valientemente la cara me hizo descubrir que no eran insectos sino cáscaras de cacahuete. Miles, millones de ellas formando un montículo que tuve que escalar para poder acceder al otro lado, donde todos estaban reunidos formando un enigmático corro.

Cuando al fín coroné la cima e inicié el descenso por la otra ladera pude observar que uno de mis compañeros, cara enrojecida, ojos vidriosos y de pie sobre la cama en difícil equilibrio por el evidente efecto de vapores etílicos, parecía esperar mi incorporación para decir algo. Me senté discretamente entre el grupo, que seguía dándole a los frutos secos y el alcohol -definitivamente acerté con lo de Poe- y entonces Rubén, que tal era el nombre del sujeto, cruzó las manos a la espalda y comenzó su conferencia:

-Damas y caballeros, estamos aquí para tratar un problema muy importante. El planeta está inmerso en una gran cantidad de conflictos pero hoy les voy a hablar de uno que nos interesa de un modo especial: O problema do mondo vegetal (sic).

Y ante el estupor general -y la diversión también, no vamos a negarlo- se pasó media hora disertando vibrantemente sobre tan singular tema con un entusiasmo que ya hubiera querido Enrique V cuando arengaba a sus tropas el Día de San Crispín, antes de la batalla de Agincourt. Aún hoy sigo sin explicarme de qué demonios habló Rubén exactamente pero puedo jurar que, con alcohol o sin él, el discurso resultó coherente dentro de su tono hipersurrealista, permítaseme la expresión. Oir para creer. Y para reir, claro, pues todos salimos de allí en un misterioso estado a medio camino entre la risa y la alucinación.

Iba a decir que lamento no recordar de qué hotel se trataba ni en qué calle se ubicaba. Pero la verdad es que prefiero no saberlo y evocar aquella noche estupefaciente tal como me la dicta la memoria, que seguro que es más interesante. Y, como se dice habitualmente, “si non e vero e bien trovatto”.


Foto: Enrique V (Kenneth Brannagh, Reinassance Films, 1989)

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