Los violines de Ákaba

¡ÁKABA!
Esta ciudad jordana siempre había evocado en mí el sabor de la aventura, de la Historia y de la leyenda. Quien haya leído Los siete pilares de la sabiduría, de T. E. Lawrence o visto la versión cintematográfica de David Lean, Lawrence de Arabia, sabe a qué me refiero.

En realidad fueron hechos reales. La ciudad estaba en poder de los turcos quienes, esperando la invasión desde el mar, colocaron todas sus fuerzas cara a la costa. A sus espaldas sólo estaba el desierto y por ahí no podía pasar nadie así que ¿para qué vigilarlo? Pero el caso es que Lawrence sí pudo; condujo a sus tropas árabes a través de las ardientes arenas y sorprendió al ejército turco por la retaguardia. Y yo estaba allí, pisando el mismo suelo que pisó él. Lástima que en la vida real no puedas acompañar estos momentos mágicos con música, con la banda sonora de Maurice Jarré.

Pero el caso es que en mi visita a Ákaba sí que oí música. Llegué al hotel, al borde del Mar Rojo -tan precioso que posía ver los corales del fondo casi desde la habitación- y me disponía a tirarme en la cama cuando escuché unas débiles notas lejanas. Parecían violines pero a mucha distancia. Agudicé el oído todo lo que pude. Sí, allí estaban; apenas podían percibirse mas, sin duda, alguien rasgaba las cuerdas de un violín. Puede incluso que fuera más de uno.

Abrí la ventana para intentar averiguar la procedencia. Desconcertantemente, perdí el rastro. Al cerrarla volví a oir la musiquilla. Sólo podía venir, pues, del interior del hotel. Salí al pasillo procurando hacer el menor ruido posible y activé todos mis sensores auditivos. Nada. El mejor punto receptor era la habitación. Me aseguré de que no había hilo musical y el televisor estaba desenchufado. Misterio en Ákaba. A ver si en vez de Lawrence hubiera tenido que decantarme por Ágatha Christie.

Entonces me pareció que sonaba algo más fuerte hacia la pared del cabecero de la cama. Me acerqué y, en efecto, se escuchaba bastante mejor. He ahí la explicación, me dije: la habitación de al lado no da al pasillo; por eso no pude oir nada cuando salí. Pero el caso es que, ahora que me llagaba más clara, descubrí que aquella extraña música no tenía melodía; parecía una de esas composiciones clásicas de Bèla Bàrtok o Satravinski que para muchos se acercan al ruido. Dí un paso más y me dispuse a pegar la oreja a la pared. Y entonces pegué un salto hacia atrás, horrorizado.

Acababa de solucionar el enigma, de alumbrar el arcano. Sobre la pared, interpretando una maléfica canción con su batir de alas, decenas, centenares, miles de asquerosos mosquitos con sus largas patas y su aguijón afilado revoloteaban esperando a alimentarse de la sangre de su próxima víctima. O sea, yo. ¡Maldita sea! Parecía haber una legión de esos bichos por cada metro cuadrado. Así que le dí al pause mental de Lawrence, me olvidé temporalmente de Peter O´Toole exhibiendo al viento su inmaculada chilaba blanca sobre el techo de un tren, de Omar Shariff matando a un beduino porque había bebido de su pozo sin pedir permiso y de Alec Guinness transformado en el rey Feisal, me maldije por haber confundido aquella zarabanda repugnante con la obra de Jarrè y comencé un mini-safari que me llevó media tarde. Qué duro es despertar a veces.

Foto:
Lorenzo, el de Arabia, por Carlos A. F

Comentarios

Javier Adán ha dicho que…
Un blog interesante.
Jorge Álvarez ha dicho que…
Vaya, gracias a Javier Adán. Se agradecen los comentarios.

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