La jungla de cristal 2

En 1973 hice el primer viaje de mi vida propiamente dicho. Tenía siete años y me fui con mi familia a Mallorca, demostrando con ello que no sólo lo hacían los alemanes. También es verdad que entonces era la moda; se lo había dicho Pérez a Los Tres Sudamericanos.

No lo recuerdo todo con detalle, evidentemente, pero sí algunas cosas que no cambiarán nunca. Por ejemplo, el retraso del vuelo. Horas y horas en un pequeño aeropuerto provincial, terribles para los adultos, no tanto para los niños, que siempre encuentran alguien a quien molestar. Gritos, carreras, tropezones, visitas al servivio, maletas volcadas, vasos rotos, más visitas al servicio, el altavoz que al fin solicita la atención para informar de nuestro vuelo y todos los pasajeros mirando hacia arriba como si así se fuera a oir mejor, total para que digan que continúa el retraso...

Llegó el mediodía y allí seguíamos. Dado que el aeropuerto era bastante joven y no trasladaba el volumen de pasajeros actual a nadie se le ocurrió poner un restaurante; sólo una pequeña cafetería que estaba continuamente abarrotada entre servilletas usadas sembradas por el suelo, humos por doquier y gente discutiendo sobre quién cogió primero la mesa; España, de aquélla, era así. Como había que comer mi madre nos hizo sendos bocadillos de queso a mi hermano y a mí, que fuimos deglutiendo a pequeños bocados -uno cada diez minutos aproximadamente- mientras convertíamos la terminal en una película de Bruce Willis con nuestras pistolas de juguete.

Al rato, el altavoz volvió a hablar para informar que todo estaba solucionado y había que embarcar. Un tropel de turistas se arrojó sobre el mostrador y formó una de esas características filas que, desde luego, indias no son. Aún no había detectores de metales, que yo recuerde, así que un policía tenía que revisar a mano los equipajes de mano, valga la redundancia. Y llegó nuestro turno. Mi madre llevaba uno de esos bolsos cesto donde cabe de todo. Y vaya si cabía: chaquetas, medicinas, botella de agua, gorras, billetes, cartera... Allí estaba el agente revolviendo cuando sacó lentamente sus manos, los brazos lo más apartados posible del uniforme para no mancharse con la asquerosa crema que impregnaba los dedos. Echando una cuidadosa mirada mi madre sacó los restos del bocadillo que no me apeteció terminar, con el queso semifundido por el calor dejando tras de sí hilos deslizándose por la mesa, la cinta rodante y el propio bolso. Una nueva inspección y salió el otro bocata diseminando migas por el suelo en tal cantidad que podrían atraer a todos los pájaros de la película de Hitchcock.

-No van a pasar hambre ¿eh? -dijo el policía en un tono que nunca pude discernir si era irónico o comprensivo-

El caso es que continuó registrando el cesto y entonces pegó un salto. Fue sólo una milésima de segundo pero al pobre tipo le cambió el color de la cara y todos nos dimos cuenta. Luego se rehizo y nos permitió pasar con un gesto cuya equivalencia en palabras podría ser algo así como "quítense de mi vista de una puñetera vez". Ya al otro lado nos agolpamos alrededor del bolso para ver la causa de aquella expresión de horror. Allí, en el fondo, como si se hubieran ocultado deliberada y arteramente y fuéramos la familia Bin Laden, estaban las dos pistolas; de juguete, sí, pero con un realismo total.

Esto pasa hoy en un aeropuerto de EEUU y acabamos en Guantánamo.


Fotos:
Postal de la legendaria aerolínea Spantax

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