Un paseo por Ruhengeri (y II)


Continuando el artículo anterior , Ruhengeri es la localidad que sirve de base para acceder al parque a ver a los grandes simios. De hecho, eso es lo que hacía  Dian Fossey :  allí adquiría los víveres que necesitaba para sus largas temporadas en las montaña. Alojarse en el  Muhabura , el mismo hotel en que pernoctaba ella, era un extra irrenunciable al que me apunté entusiasmado. Es un establecimiento algo mustio, decadente, que con su nombre pintado a mano en la fachada junto a un kistch mural de gorilas, parece salido de una  road movie  americana y sin duda debió conocer tiempos mejores. Pero eso precisamente lo hacía más encantador y además, hay que reconocerlo, ser cliente en el mismo establecimiento que ella tenía su punto. 

De esos tiempos pasados queda todavía un encantador cenador de piedra rodeado por setos y semiatechado por una pérgola enramada y mohosa, donde desayuné la mañana en que hice el trekking, contrastando con una espartana habitación dotada de un baño equipado con columna de hidromasaje y su propio calentador que, por cierto, fatalidad, no funcionaba; sólo faltaba un cartelito que dijera Bienvenido a la realidad africana pero en vez de eso había unas chanclas usadas en el plato de la ducha, que es lo mismo pero más visual.


La fachada del hotel (Imagen: Hotel Muhabura)

La tarde en que llegué, salí a dar una vuelta por la ciudad, que es pequeña, de unos ochenta y pico mil habitantes. No sé cuántos tendría en aquella infausta primavera-verano de 1994 en la que entre el 7 de abril y el 15 de julio fueron exterminados casi un millón de tutsis ruandeses, porque si bien en el norte del país hubo menos muertes debido a que mucha gente se refugió en Uganda, al amparo del RPF (Frente Patriótico Ruandés, el grupo rebelde tutsi que operaba desde ese país), lo cierto es que tampoco faltaron episodios tremebundos. Facilitados, infamemente, por ese apartado digno de estudio que es la política exterior francesa, pues en 1991 la región estaba casi controlada por el RPF, que incluso había tomado Ruhengeri, cuando la Francia del primer ministro Édouard Balladur decidió intervenir a favor de los hutus, apoyando una masacre de bagogwes (un subgrupo tutsi, seminómada y muy pobre). 

Tres años después, la provincia de Ruhengeri era gobernada por el general Augustin Bizimungu, jefe del ejército ruandés, al que se responsabilizaría de dos matanzas concretas: la de los tutsis que ingenuamente acudieron a su cuartel buscando ayuda y la de un grupo de detenidos a los que se mató en las mismísimas dependencias de un juzgado. Conviene reseñar que Ruhengeri era el lugar de origen de la élite hutu.Y, ya puestos, es justo reseñar que también hubo hutus moderados asesinados; ése era el triste destino de quien se negaba a colaborar, razón por la que muchos, obligados a blandir un arma (se trataba de implicar a todos para diluir la responsabilidad en la masa), se cargaban de alcohol hasta no tenerse en pie y matar casi inconscientemente.


Una imagen más que simbólica (ABC News)

El paseo por Ruhengeri, como en todo el país, no denotaba nada anómalo salvo el curioso detalle de que apenas se veía a gente mayor. Todos eran jóvenes, lo que se explica porque los tutsis adultos perecieron masivamente y los habitantes que yo veía eran los niños supervivientes o los que ni siquiera habían nacido cuando ocurrió todo. Se supone que hay infinidad de mutilados en Ruanda pero reconozco que o no me fijé o no coincidí con ellos. O puede que me confunda el recuerdo el enjambre de niños que se me unió, haciendo que pareciera la versión hispana del flautista de Hamelin. Aquellas sonrisas de oreja a oreja me arrancaron algunas monedas pero la iluminación del rostro del pequeñajo en silla de ruedas al que dí un billete es de las que recordaré al morir.

Un bullicio creciente reinaba en las calles, como suele pasar en África según avanza la tarde y afloja el calor. Decenas de moto-taxis, impecablemente pertrechados con chaleco y casco verde, recorrían las largas avenidas de aceras teñidas llevando y trayendo gente previo pacto de tarifa mientras en las aceras, teñidas por el inconfundible color rojizo de la tierra, se movía una marea humana y variopinta entre carteles publicitarios de cerveza Skol y los canales de desagüe que discurren paralelos a las calzadas y rebosan desperdicios. Escolares de uniforme, individuos de imponente estatura, turistas cámara en mano, lumpen variado... No podía evitar preguntarme dónde y en qué situación se encontraban todos en 1994; era ver a alguien espigado y de piel más clara e imaginarlo huyendo por las calles perseguido por una turbamulta de individuos más pequeños y oscuros, lo que significa que yo mismo caía en el tópico inventado por los belgas.


Moto-taxis en las calles de Ruhengeri (Carine06 en Wikimedia Commons)

En el mercado, un pescadero que destripaba un pez enorme con su machete -al que, de nuevo, mi febril imaginación visualizó con otro uso años atrás- se paró un momento y posó para las cámaras mostrando su impoluta dentadura y haciendo el signo de la victoria con los dedos. Más allá, millones de moscas no podían equivocarse al descansar sobre una pieza de carne colgada de un gancho, incitando al veganismo incluso al carnívoro más acérrimo. Pero otras sonrisas -siempre-, esta vez de los hijos de una vendedora al verse en la pantalla digital de la cámara, hacían olvidar todo lo demás. 

El paseo terminó cuando el sol, el mismo que se hacía el remolón por la mañana, volvía a las andadas y declinaba con lentitud, casi con pereza. De vuelta al Muhabura, dejando atrás una amplia avenida flanqueada de árboles y un césped dorado por los últimos rayos, sobre el que montones de jóvenes jugaba al fútbol o se repartían en corros de conversación sentados, llegué al hotel. Me recibió un inconfundible ritmo tribal africano que procedía del jardín, del que me separaba un largo pero bajo seto sobre el que me encaramé para curiosear. Un grupo de una docena de turistas, sentados en sillas  formando un amplio semicírculo, presenciaban un espectáculo folklórico nativo. Recordé que me había ofrecido asistir pero preferí ver el corazón de Ruhengeri; sin embargo, el evento debió empezar tarde o simplemente duraba mucho, así que se me presentaba la oportunidad de ver algo todavía y encima gratis. 


Una danza watusi/Imagen: HanoRwanda 

Me tiré unos veinte minutos contemplando a los watusi, otro de los nombres con que se conocía históricamente a los tutsis. Ataviados con sus típicos tocados de blanca melena, lanzas y broqueles, interpretaban varias danzas tradicionales, acompañados de la música de tambores y cuernos, de los cascabeles que colgaban de sus tobillos y de los cantos de las mujeres. Algunos movimientos eran peculiares, imitando los del león, lo que debe ser una costumbre más o menos arraigada porque recuerdo haber leído que el temible Mutesa I, kabaka (rey) de Buganda en la segunda mitad del siglo XIX, caminaba intentando emular a ese felino. El show de los watusi no era algo que me resultase desconocido porque para eso soy fan de la película Las minas del rey Salomón, pero verlo en vivo, emulando a Allan Quatermain, me produjo un regusto especial y sólo lamenté no tener a mano una pipa que colgar de una trabilla. Un buen punto y final para aquella intensa jornada.

Imagen cabecera: Un mercado tradicional (Polarsteps)

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