Un paseo por Ruhengeri (I)


"¿Cuántos actos de genocidio son necesarios para que se considere genocidio?" Es lo que preguntó un agudo periodista a Christine Shelley, portavoz del Departamento de Estado de EEUU, cuando ésta usó esa expresión para eludir la palabra mayor y luego, balbuceante, admitió que emplear "genocidio" implicaba una obligación actual de intervenir y por eso el gobierno recomendaba evitar. Era el año 1994 y se refería, claro, a Ruanda, que en ese momento pasaba el momento más paroxístico de su historia.

Ruanda es el país de menor tamaño de África central y entonces también era el más pobre, estando ambas cosas relacionadas, ya que la extrema densidad de su población, mayoritariamente campesina, provocaba que cada familia debiera arreglárselas para subsistir con un pedazo minúsculo de tierra. Eso, sin contar el terrible embrollo socioeconómico de la división entre hutus y tutsis, dos etnias falsas, inventadas por los belgas para asegurar la estabilidad colonial. 


Mapa actual de Ruanda (Imagen: cacahuate en Wikimedia Commons)

Ruanda, en suma, no es tan bella como su vecina Uganda ni tiene los grandes parques naturales de Tanzania ni el éxito turístico de Kenia ni la riqueza potencial del Congo; ni siquiera se asoma al lago Victoria... Cuenta, eso sí, con una red de carreteras digna de Europa y con el poderoso atractivo de los gorilas de montaña, que allí son más numerosos que en la zona ugandesa y su visita resulta más segura que en la congoleña, donde además apenas hay infraestructuras para ello. El genocidio de 1994 no sólo acabó con casi un millón de tutsis sino que estuvo a punto de extinguir también a los grandes simios, al aprovechar los cazadores furtivos aquel caos, pero al final se pudo salvar la situación y, a costa de un tremendo esfuerzo, incluso revertirla.

Por eso cuando proyecté mi viaje a esa parte del continente me aseguré de incluir un par de etapas ruandesas. La idea inicial no iba más allá de visitar el Parque Nacional de los Volcanes para hacer el trekking de los gorilas, una de esas cosas con las que uno sueña toda la vida. Pero una vez allí, como pasa tantas veces, Ruanda se las arregló para seducirme con insospechado encanto, una etérea magia que combinaba el exotismo propio de esas latitudes con la tímida humildad típica del pobre, el aire misterioso de la cultura ajena con la cálida sonrisa de la afabilidad humana, el tenso recuerdo del odio fraterno con la aparente tranquilidad de la situación actual. 


Un espalda plateada (Foto: Marta BL)

Y eso que cuando uno cruza la frontera lo hace, al menos en mi caso, con un exceso de información que puede derivar en prejuicio y moldear la imaginación; sobre todo cuando se es propenso a ello. Así, aquella fría mañana de julio en la que el guía entró al puesto de guardia para tramitar el visado y yo bajé del autobús para esperarle, ví cómo, a despecho de las oscuridad de la noche, que parecía ceder a regañadientes ante las primeras luces del alba, iban tomando formando entre la densa niebla matutina unas figuras humanas que se acercaban, denotando con sus movimientos cierta ansiedad. En ese momento, como decía, mi subconsciente se puso a trabajar y me pareció ver a una docena de miembros de las milicias Interahamwe, con sus camisas de colores chillones, sus machetes made in China y el temible delirio mental que les caracterizaba.

No lo eran, claro. Entre otras cosas porque el genocidio había ocurrido años atrás y los Interahamwe malvivían ahora exiliados en el vecino Congo. En realidad se trataba de vendedores de tabaco, gente mísera, de ropas ajadas y expresión triste, que se congregaba en aquel lugar estratégico esperando poder colocar alguna cajetilla o cartón a los turistas. El sol pareció querer colaborar en poner punto final a la imaginación y se encaramó a lo alto del cielo, haciendo desaparecer la bruma súbitamente, como por encanto. Y dado que no fumo ni hablo francés, tampoco tuve oportunidad de entablar relación con ellos, de modo que poco después, ya con los papeles en regla, me lanzaba a recorrer esas carreteras que atravesaban la compleja orografía ruandesa y que, como indiqué anteriormente, poco tenían que envidiar a sus equivalentes occidentales.


Machetes y otros aperos de labranza usados como armas blancas (Pascal Guyot en France 24)

Ascendiendo por las laderas -lo llaman el país de las mil colinas-, con la pared a un lado y un bosque de abetos al otro tapizando el precipicio, dejé atrás una vista lejana de los lagos Bulera y Ruhanda mientras devoraba kilómetros, lenta pero inexorablemente, camino de Ruhengeri. Era ésta la capital de la provincia homónima (que ya no existe como tal, pues en 2002 fue integrada en la de Kigali), la más poblada del país y la más escarpada; baste decir que allí se sitúa el techo del país, el monte Karisimbi, un volcán durmiente de 4.507 metros de altitud, junto a otras montañas similares que superan los 3.000 metros y otros ocho conos volcánicos que caracterizan las montañas Virunga. De ellos, tres están en el Parque Nacional Virunga, en la República Democrática del Congo (entre ellos los dos únicos activos, el Nyiragongo y el Nyamuragira), mientras los otros cinco se encuentran en la parte ruandesa, en el citadoParque Nacional de los Volcanes, haciendo el Karisimbi de frontera natural.


Las montañas Virunga a vista de satélite. De izquierda a derecha se suceden los volcanes Nyiragongo, Mikeno, Karisimbi, Bisoke, Sabyinyo, Mgahinga y Muhabura. Abajo está el lago Kivu, al oeste, el Congo y al este Ruanda. La esquina superior derecha ya es Uganda. En el centro se aprecian las tierras cultivadas (en la cuadrícula coloreada)/Imagen: Agencia Espacial Europea en Wikimedia Commons

En realidad, las Virunga constituyen una cordillera continua que sigue hacia el norte, por Uganda, con la cadena Rwenzori, las famosas Montañas de la Luna que descubrió Henry Morton Stanley en 1889 -la niebla perenne las había protegido de la indiscreta mirada de los exploradores hasta entonces- y que también se conocen como Montañas de la Lluvia porque el agua que recogen alimenta al lago Victoria y, por tanto, pueden considerarse la fuente primaria del Nilo. En suma, pese a los diferentes nombres y las tres zonas de jurisdicción, en realidad forman un conjunto único; al menos para sus habitantes, los gorilas, que no entienden de lindes ni nacionalidades.

(CONTINUARÁ)

Imagen cabecera: vista general de Ruhengeri (Yoan131 en Wikitravel)

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