Remando en el Estanque Grande del Retiro (y II)

En el artículo anterior vimos el origen y evolución del Estanque Grande del Buen Retiro. Y como la teoría conviene llevarla a la praxis, ya van un par de veces que vamos a remar en él, sin importar las colas y el sol implacable, emulando lo que en otros tiempos hacían reyes y Grandes de España. 

Para cuando se celebró la última naumaquia documentada de España, la de Valencia de 1755 que contaba en el otro post, Carlos III ya había abierto parcialmente al público el parque del Buen Retiro, poniendo como límite la orilla del estanque. Las tropas napoleónicas que ocuparon Madrid unas décadas más tarde no se anduvieron con tantos remilgos y dañaron considerablemente ese entorno, que tuvo que ser restaurado en tiempos de Fernando VII con añadidos románticos propios del momento: un Embarcadero Real y una Fuente Egipcia, además de protegerse las norias bajo cobertizos. Isabel II fue la primera en permitir que la gente pudiera navegar; era el año 1867 y además se levantaron aguaduchos en los alrededores, dándoles un carácter público que se refrendo tras la revolución del año siguiente, en que todo el parque pasó a ser propiedad municipal.

El Monumento a Alfonso XII
Y ahí estábamos, en Semana Santa, aprovechando un día radiante para ir al Retiro (dando un buen rodeo, ya que el centro urbano cerró sus calles para el rodaje de una película), idea que tuvieron miles de personas más abarrotando el sitio y condenándonos a esperar en una inmisericorde fila bajo el sol. Por suerte, el mismo astro rey que torturaba nuestra paciencia debió hacer recapacitar a mucha gente que decidió que hacía demasiado calor para remar, optando por un paseo relajado a bordo del barco solar -que encima es más barato-, lo que aligeró la cola. 

Subimos al bote y bogué hasta el imponente Monumento a Alfonso XII, que es donde antaño había situado Fernando VII el citado Embarcadero Real. Construido en 1902 por suscripción popular y siguiendo el diseño del arquitecto José Grases Riera, que murió antes de verlo terminado porque no se inauguraría hasta 1922, está constituido por una columnata que envuelve una basa rematada por la estatua ecuestre que hizo en bronce Mariano Benlliure. En su escalinata y barandillas, rompiendo con ropas multicolores la sobriedad del negro del metal y la blancura de la piedra,  se asientan habitualmente montones de personas, al más puro estilo de la romana Piazza di Spagna. Hay que tener una paciencia de Job para esperar el momento en que se abre un hueco y se hace posible hacer una foto sin humanos. Un instante tan efímero que hace falta manejar la cámara con la rapidez con que Butch Cassidy empuñaba el revólver, aunque él tenía la ventaja de que sus víctimas se quedaban secas pero no salían desenfocadas .

Pero lo que de verdad atraía la atención de Hernán -y por ende la nuestra- era la insólita estampa que presentaba la lancha vecina. En su popa había un tiranosaurio dirigiendo las maniobras acuáticas de las dos amigas que llevaban los remos. Si para nosotros era un espectáculo inaudito, habida cuenta de la temperatura que debía estar soportando la persona que había dentro de aquel disfraz, imaginen la cara de estupefacción de un niño de tres años. Hernán no perdió de vista al dinosaurio, en una infantil combinación de deseo de verlo de cerca y asegurarse de que la palabra cerca incluía una distancia de seguridad, que nunca se sabe el hambre que podría tener el bicho.

El tiranosaurio de agua dulce

Cuando el rex hizo mutis, el centro de atención de Hernán se redirigió a las tortugas y patos que, afortunados ellos, podían refrescarse zambulléndose, así como a las enormes percas que de vez en cuando pasaba bajo nuestra quilla (una vez hubo una llamada Margarita que pesó doce kilos); dicen que también hay cangrejos pero no vimos ninguno, a pesar de que la profundidad oscila apenas entre 60 centímetros y 1,81 metros. Suficiente para que muchos madrileños eligieran ese escenario para intentar suicidarse en los tiempos en que no había viaductos, aunque sospecho que sin demasiado éxito.

Hernán, por supuesto, exigió ponerse a los remos. Cosa difícil porque ni sus infantes bracitos alcanzaban a cogerlos simultáneamente, ni tenían fuerza para sostenerlos, ni los pies llegaban a apoyarse en el suelo para ayudarse en el impulso. Así que le cedí el remo izquierdo, haciéndole colocarse de pie a mi lado y echándole una mano disimuladamente. Desde luego, no sacaríamos medalla olímpica pero su ilusión quedó satisfecha y no repetimos el grandioso espectáculo de años atrás, cuando fue Marta quien se puso a ciar y consiguió que el bote se moviera en círculos perfectos, uno tras otro, como si en vez de remos estuviera manejando un compás.

Marta demostrando su depurada técnica para remar en círculos

Hablando de Juegos Olímpicos, estaba previsto que el estanque acogiera las competiciones de voley-playa si le hubieran concedido a Madrid los de 2020 -los del relaxing cup of café con leche-, previa desecación y relleno de arena porque ya se sabe que allí no hay playa, vaya, vaya. Sería cosa de ver el proceso, ya que el volumen de agua del estanque ronda nada menos que 55.000 metros cúbicos... y vaya usted a saber qué secretos se ocultan bajo la superficie. Cuando vaciaron el estanque en 2001 para repararlo (tenía una fuga de 5.000 litros diarios), se sacó del fondo material suficiente para montar un mercadillo: barcas, mesas, sillas, contenedores, móviles, vallas... hasta una caja fuerte que podría constituir el fascinante punto de partida de una novela negra.

Tres cuartos de hora después de zarpar regresamos al muelle, dando por buenos los ocho euros (por semana son seis) pagados para sudar la gota gorda bajo el sol. La dura vida del turista.

Imagen de cabecera: Hernán poniendo cara de capitán Blight.
Fotos: Marta BL y JAF.

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