Remando en el Estanque Grande del Retiro (I)


Seguramente los madrileños hagan como hacemos todos en nuestra ciudad, que sonreímos con suficiencia -con malicia, casi- cuando vemos a un turista empeñándose en visitar o hacer algo típico contra viento y marea. Y cuando ven la cola de gente que se forma para poder hacer acceder al estanque del Retiro y alquilar un bote de remos se digan que, con lo bien que se está a la sombra tomando una cerveza fría, buena gana hay de esperar bajo el sol para luego pasarse media hora remando tostándose aún más. Pero al que suscribe le encanta hacer de galeote y más aún en ese lugar porque, con cierta imaginación, es posible retrotraerse tres siglos y medio atrás, cuando se creó precisamente el estanque por orden del conde-duque de Olivares para solaz del rey Felipe IV.

El Buen Retiro ya existía. Era una finca de la corona donde el mismo valido había mandado levantar un palacio con amplios jardines que servía de complemento de ocio al residencial, el alcázar que los Trastámara primero y los Austrias después usaban aprovechando una vieja fortaleza musulmana. Dicho alcázar era, parece ser, bastante incómodo, de ahí el interés de erigir otro en el Retiro. No fue un único edificio sino varios que además se enriquecieron con una casa de fieras, una cancha de juego de pelota, etc.

Palacio del Buen Retiro, 1637 (Jusepe Leonardo)

Entre esos extras figuraban los Reales Parques, que con una superficie tres veces mayor rodeaban el conjunto y contaban con dos estanques: uno era el de Las Campanillas, que todavía se conserva parcialmente -es más una fuente que otra cosa- con el nombre de Estanque Ochavado, por su planta de ocho lóbulos; el otro fue bautizado como Estanque Grande, situado en el entorno de un cazadero de liebres y que, en realidad, no era nuevo porque lo había construido Felipe II en 1570 para celebrar la llegada a Madrid de su esposa, Ana de Austria, aunque no se sabe gran cosa de él salvo el nombre de su autor (Giovanni Bautista Antonelli), que estaba en el Prado de San Jerónimo y que medía unos 152 x 25 metros.

En cualquier caso, fue la base que usó en 1634 el maestro mayor y veedor de fuentes, Cristóbal de Aguilera, para diseñar un estanque de considerables proporciones que luego se sustituyó por otro todavía mayor. Este último, que es el que pervive actualmente con 280 metros de largo por 140 de ancho, quedó terminado cuatro años más tarde. Llenarlo de agua no supuso el problema que cabría esperar, pues por allí pasaban dos canales, el Río Chico y el Río Grande, a los que se sumó un tercero denominado Viaje Bajo del Retiro, que era alimentado desde los manantiales de Chamartín de la Rosa y Canillejas.

Mapa de Madrid en 1656 por Pedro Teixeira. Se ve el Retiro a la derecha con el Gran Estanque ya hecho.

No se trataba de un estanque ornamental. O no sólo. Las cuatro norias con que fue dotado garantizaban suministro hídrico a las dependencias palaciegas y el agua se pobló con miles de peces, como ya se hacía en varios embalses de la Casa de Campo, para permitir a la corte comer pescado fresco. Pero el gran uso del equipamiento era otro. Constituía un escenario demasiado tentador para dejarlo pasar y por eso se usaban los pescaderos como decorados de funciones teatrales, al igual que la isla oval situada en el centro, cuyas medidas (unos 70 x 40 metros) facilitaban el desarrollo de los espectáculos.

Entre ellos brillaban con luz propia las naumaquias, batallas navales simuladas heredadas de la tradición romana; de Julio César, para ser exactos, pues la primera documentada fue la que él organizó en el Tíber para celebrar su cuádruple triunfo ante Pompeyo en el año 46 a.C. La idea caló y tanto Augusto como otros emperadores repitieron, unos en el mismo río, otros en el lago Fucino y, a partir de Nerón, en los anfiteatros. Pero las naumaquias eran tan vistosas e incruentas que sobrevivieron a la prohibición de los ludi gladiatorii y perduraron muchos siglos.

La naumaquia (Ulpiano Checa)

Los monarcas nazaríes las hacían en el enorme estanque (121 x 28 metros) del Alcázar Genil granadino y antes reseñábamos la recepción de Felipe II a su esposa, que hizo, entre otras cosas, con una naumaquia en la que se enfrentaron ocho galeras (y, por cierto, fue el origen de un proyecto de unir Madrid con Lisboa a través de la conexión entre el Manzanares y el Tajo). Su nieto, Felipe IV, participó personalmente en otra en 1639, cuando ya llevaba casi dos décadas en el trono; quizá organizó más. Quien sí lo hacía a menudo, en su corte de Versalles y con el característico boato extravagante, era Luis XIV.

La costumbre se prolongó en España hasta 1755, año en que se celebró en Valencia la última documentada. Se disputó entre los puentes de la Trinidad y del Real, simulando un enfrentamiento entre las flotas cristiana y mora que; por supuesto, terminó con victoria para la primera gracias a la aparición providencial de San Vicente Ferrer. Al fin y al cabo, él era el protagonista porque los fastos se hacían para conmemorar el tercer centenario de su canonización. La conocemos con bastante detalle gracias a la documentación conservada y al grabado calcográfico del artista Carlos Francia, que lo incluyó en un libro sobre el santo publicado en 1762. 


La naumaquia valenciana 1755

Se cerró el curso fluvial con diques de madera y hasta se instalaron graderíos en sus márgenes, uno exclusivo para acoger a los miembros de la Real Maestranza de Valencia y otro para el pueblo llano, además de erigirse un montículo rematado por una estatua al que se bautizó como Monte Parnaso y otro que imitaba al Vesubio, lanzando fuego y todo. Cuentan que la profundidad en el improvisado recinto fue de ocho palmos en el centro y cuatro en los laterales (el palmo medía 23 centímetros, así que debió haber 1,84 y 0,92 metros aproximadamente, nada de medidas abisales).

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