El Escorial (I). Un retrato arquitectónico de Felipe II.


Dada la inmensidad del Real Monasterio de El Escorial en todos los aspectos -físicos y conceptuales-, no me queda otra que dividir el siguiente artículo en tres partes, so pena de abrumar al lector. Ésta es la primera.
Dos mil setecientas ventanas se cuentan en total, que si son muchas no lo parecen tanto al tener en cuenta que hay casi el doble de estancias. Y setenta y tres estatuas, ochenta y seis escaleras, dos millares de pinturas entre cuadros y frescos, cuarenta mil libros, cinco mil códices, siete mil quinientas reliquias.... El monasterio de El Escorial fue la materialización de la idea universal de su creador, un punto neurálgico que integraba armónicamente todos los diversos aspectos del cosmos, desde los ofrecidos por la Naturaleza (animales, plantas, minerales) hasta los nacidos de la mano del Hombre (arte, ciencia, filosofía, religión, guerra) reuniéndolos en un monumento excepcional descrito como la Octava maravilla del mundo. Un lugar que fue y sigue siendo cenobio, panteón y palacio, que se erigió oficialmente como memorial de una gran victoria militar y que constituyó casi literalmente el ombligo del planeta en una época en la que no se ponía el sol si uno vivía en España.

El asedio de San Quintín pintado por Nicollo Granello y que se encuentra en la Sala de Batallas de El Escorial

Curiosamente, la visita a ese lugar se realiza entre miríadas (casi tres millones al año) de personas de todas las razas, credos y procedencias, como si se tratara de un insospechado crisol humano que hiciera realidad su consideración original de paradigma universal. Un crisol que concentraba y combinaba en su dosis adecuada y en un punto estratégico la aspiración de su impulsor, el rey Felipe II, de plasmar arquitectónicamente todo lo referente a su reinado; en cierta manera, un retrato simbólico del monarca mismo, en el que quedaran recopilados y reflejados ciencias, política, fe y su misma mentalidad de señor del mundo.  La mencionada victoria bélica, en San Quintín ante los franceses en 1557, fue la chispa del proyecto, junto con el deseo de reunir en un mismo sitio a todos los miembros fallecidos de la familia Habsburgo, pues su padre, el emperador Carlos V, ya había manifestado el deseo de ser enterrado junto a su esposa, Isabel de Portugal).

Carlos V y su hijo Felipe II en versión de Antonio Arias Hernández

Aunque hubo un trío de frailes jerónimos (orden a la que se cedió el uso del futuro monasterio hasta 1585, en que fue sustituida por los agustinos) que hicieron los planos iniciales y participaron a lo largo de toda la construcción (fueron Juan de San Jerónimo, contador; Antonio de Villacastín, obrero mayor; y José de Sigüenza, que escribió una crónica del proceso), de la misión se encargó oficialmente el recién nombrado maestro mayor de obras reales, Juan Bautista de Toledo, que era ayudante de Miguel Ángel y que pudo dedicarse a ello en cuerpo y alma porque perdió a toda su familia en un naufragio cuando ésta volvía desde Italia a reunirse con él. En 1560, mano a mano con una comisión de sabios nombrada por Felipe II, escogió como emplazamiento de la obra un paraje de la sierra madrileña, un sitio de clima fresco en verano y no tan riguroso en invierno, que además estaba cerca de una cantera, lo que facilitaría los trabajos. Asimismo, se situaba en pleno centro geográfico peninsular, a medio camino entre la capital tradicional, Toledo, y la recién instaurada, Madrid

Dibujo del estado de las obras en 1576

Pero, además, había un motivo extra para elegir aquel sitio: se dice que la comisión tomó su decisión final tras sufrir un fuerte vendaval enviado por el Demonio, quien intentaba alejarles del lugar. ¿Por qué? Porque, según una leyenda, allí se ubicaba una de las siete puertas del Infierno, con lo que El Escorial -nombre derivado de las escorias dejadas por antiguas forjas abandonadas, siendo obvia la relación con la fragua de Vulcano clásica- sellaría esa salida. Es más, todas las cerraduras del monasterio se abren y cierran con una única llave maestra, habiendo otras llaves que se entregaban sólo para algunas puertas y según el cargo de la persona. Estaba claro que Satanás lo tendría difícil para salir por allí.

La fragua de Vulcano velazquiana

No fue, ni mucho menos, la única cuestión de cariz esotérico que atrajo aquella construcción. Al parecer, la orientación del edificio (Este-Oeste) hace apuntar el ábside hacia Jerusalén (ciudad de la que los soberanos españoles son reyes) o coincide en ciertos puntos con la salida del sol en determinadas fechas, como la festividad de San Lorenzo, mártir a quien está dedicado el monumento y a quien la tradición cuenta que se le confió la custodia del Santo Grial.

El alquimista, de Joseph Leopold Ratinckx
El cáliz sagrado, presuntamente usado en la Última Cena y con el que se recogió la sangre de Cristo, adquirió con el tiempo un carácter mucho más alegórico, identificado con el Sagrado Corazón o incluso con la piedra filosofal. La búsqueda de esta última fue una de las metas de la alquimia, patrocinada por casi todas las cortes europeas debido a la hipotética capacidad que tendría para la transmutación de los metales en oro. Pese a ser el gran defensor de la fe católica, Felipe II (del que hay en el Real Sitio una copia de su correspondiente Prognosticon o carta astral, hecha en su nacimiento)  también contrató a numerosos alquimistas internacionales que trabajaron bajo el epígrafe común de el Círculo del Escorial; entonces se los consideraba científicos y dado que la Corona española pasaba serios apuros económicos -se registraron varias bancarrotas en el reinado felipino- , si se conseguía metal precioso extra no vendría mal. Pecunia non olet.

De hecho, la espléndida Biblioteca Real del Escorial -con el humanista extremeño Benito Arias Montano al frente-, incluía entre sus cuarenta mil volúmenes infinidad de libros de ocultismo y magia para cuya conservación hubo que concretar condiciones de lectura pactadas con la reticente Inquisición. Más modesta -pese a contar setecientos cincuenta volúmenes- pero de similar cariz era la biblioteca personal de Juan de Herrera, el ayudante de Juan Bautista de Toledo, que se hizo cargo de la dirección de los trabajos al morir éste en 1567 y tras un paréntesis en que el director fue Giovanni Battista Castello, que le pasó el testigo porque se consideraba pintor, más que nada, aunque él fue quien diseñó la majestuosa escalera.

Espectacular, la Biblioteca Real
 

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