Más leyendas de Praga: crímenes, religión y fantasmas

 

En otro artículo conté cómo el cartel de una tienda china de Praga fue a desprenderse de la pared justo cuando yo estaba debajo, fotografiando el espectacular portal de una vivienda adornado con estatuas de gigantes en las jambas. Irónicamente, la brecha que me abrió en la cabeza y la absoluta ausencia de persona alguna a la vista, combinadas con la neblina que se extendía aquella media mañana por la zona donde se produjo el incidente, parecían complementarse para crear un escenario acorde con la leyenda del lugar, la céntrica calle Celetná. La misma de la que se cuenta que por allí deambulan dos espectros, el de un carnicero asesino y el de la prostituta a la que mató a hachazos por intentar seducir a un sacerdote. Yo estaba de espaldas cuando sentí el golpe en mi coronilla y la sangre resbalando entre el pelo, así que me hace gracia imaginar que fue el hacha del fantasma lo que realmente me golpeó aquel día.

La fantasía es retórica, claro, pero lo cierto es que la capital checa va bien servida de espíritus de ultratumba. Hasta les dedican arte urbano, como se puede comprobar en la plaza Mariánské, donde se alzan el Nuevo Ayuntamiento, la Biblioteca Municipal, una entrada al Clementinum (la sede de la Biblioteca Nacional) y el palacio Clam-Gallas. En una hornacina adosada a los muros de este último hay una estatua femenina de piedra que es una alegoría del río Moldava, aunque popularmente se la conoce con el nombre de Terezká, al parecer debido a su parecido con una sirvienta que trabajaba en el inmueble. El caso es que una leyenda cuenta que la escultura fue la insólita beneficiaria del testamento de un acaudalado caballero que se había enamorado de su belleza.

La fuente de Terezká, en el palacio Clam-Gallas (Øyvind Holmstad en Wikimedia Commons)

¿Fantasía? Puede, pero relacionado con lo que estaba hablando acerca  fantasmas, aunque sólo fuera etimológicamente. No sólo sin embargo. La fachada del vecino edificio del consistorio también tiene sus esquinas decoradas con estatuas. Una de ellas es el célebre Hombre de hierro, nombre alusivo al negro material con que lo fabricó a principios del siglo XX el artista pragués Ladislav Saloun, el mismo que hizo el monumento escultórico en memoria del teólogo prerreformista Jan Hus que decora la plaza de la Ciudad Vieja. El Hombre de hierro muestra a un siniestro personaje, ataviado con armadura y largo manto, cuya principal característica es que carece de cara, pues la mitad superior queda tapada por una celada y la inferior simplemente no tiene rasgos. 

Por supuesto, esa obra también tiene una leyenda. Reza ésta que un súbito ataque de celos impulsó a un noble a matar a su amada de una estocada y ella, antes de morir, le lanzó una maldición por la que su alma quedaría convertida en hierro y vagaría por el Más Allá hasta que otra mujer de buen corazón le redimiera restituyéndole el rostro. Cien años después, una doncella no sintió miedo ante su aparición y parecía ser la elegida para devolverle la paz, pero su madre quiso saber quién era ese misterioso hombre que hablaba de noche con su hija y en la siguiente puesta de sol usurpó su papel al presentarse en su lugar, provocando que él se retirara y siguiera con su triste errar por el inframundo hasta hoy. 

El Hombre de Hierro (JAF)
 

La estatua que adorna la otra esquina del Nuevo Ayuntamiento, obra también de Ladislav Saloun, representa al rabino Judá Löw ben Bezalel, alias el Maharal (Maestro, en hebreo), un erudito que fue el líder de la comunidad judía de la ciudad en el siglo XVI y que ha pasado a la Historia por sus obras sobre el Talmud, mística, filosofía, matemáticas y astronomía. Pero también forma parte del acervo legendario de Praga porque a él se atribuye la creación del Gólem, aquel homúnculo del folklore judío modelado con barro y al que animaba mediante la inserción en su boca de un papel con un shemhamphorash (nombre oculto de Dios compuesto por una combinación cabalística de letras), cuya finalidad era proteger al gueto pragués de los ataques de los gentiles gracias a su fuerza prodigiosa. 

El Gólem terminó desmándandose un sabbath en el que el rabino olvidó sacarle el papel y Löw tuvo que quitarle la vida borrando la primera letra (alef) del nombre divino, guardando el cuerpo en el ático de la sinagoga Vieja-Nueva. La leyenda se ramifica con versiones y añadidos. En uno de ellos, el fantástico ser revive efímeramente cada treinta y tres años para pasear por la judería. En otro, la tosca escalinata que actualmente se ve en la fachada trasera de la sinagoga lleva hasta una pequeña ventana que correspondería con el cuartucho donde está el Gólem, dormido en espera de que algún día sea necesario revivirlo; por esos peldaños habrían subido, durante la Segunda Guerra Mundial, unos soldados alemanes que buscaban al ser por encargo de Hitler y a los que no se volvió a ver.

La sinagoga Vieja-Nueva con la escalerilla exterior (JAF)

Ese período bélico y al interés que siempre mostraron los nazis por el esoterismo también ha proporcionado jugosas historias imaginarias. Por ejemplo, la protagonizada el mismísimo Reinhard Heydrich, jefe de la RSHA (Oficina Central de Seguridad del Reich, que agrupaba a la Gestapo, la Policía y el servicio de inteligencia) del régimen hitleriano y Protector Adjunto de Bohemia y Moldavia. El Carnicero de Praga, como era conocido entre la población, terminó asesinado durante una emboscada, la llamada Operación Antropoide, llevada a cabo en pleno centro urbano a manos de comandos checos adiestrados por la SOE (Dirección de Operaciones Especiales) británica. 

El coche en el que viajaba Heydrich fue atacado con una granada en una curva y su pasajero, aunque tuvo fuerzas para descender malherido y enfrentarse a los agresores pistola en mano, tuvo que ser llevado urgentemente al hospital. Falleció unos días después, en julio de 1942, por una septicemia que le causó, al parecer, el relleno de los asientos del vehículo (hecho a base de pelo de caballo) al entrarle en la sangre. Los autores del magnicidio fueron descubiertos más tarde y murieron mientras resistían atrincherados en la cripta de la iglesia ortodoxa de San Cirilo y San Metodio.

Cripta de la iglesia de San Cirilo y San Metodio: bustos de los comandos que mataron a Heydrich y murieron en ese lugar (JAF)

 

Todo este episodio sería una consecuencia del desafío que Heydrich hizo a una leyenda en el verano de 1941, cuando visitó la capilla de la catedral de San Vito en la que se custodia la Corona de San Wenceslao y se colocó en la cabeza dicha joya, haciendo caso omiso de la tradición que anuncia la muerte en el plazo de un año a todo aquel que la use sin tener legitimidad. Cierto es que no consta en ningún sitio que Heydrich lo hiciera realmente. 

A manera de epílogo sobre esto cabe añadir un detalle curioso sobre el mencionado Wenceslao, primer rey de Bohemia con ese nombre. Se trató de un soberano muy querido por su exacerbado pacifismo, que en el año 922 le llevó a preferir rechazar un intento de invasión por parte del duque Arnaulfo de Baviera pagando en vez de movilizando a sus huestes: ciento veintinueve vacas y quinientos talentos de plata anuales... que su hermano Bolelao consideró una humillación inaceptable y por eso le mató a la entrada de una capilla de la catedral de San Vito, la misma donde reposan sus restos mortales después de que Boleslao, tres años más tarde y profundamente arrepentido, bautizase dicha capilla con el nombre del difunto monarca. En la puerta todavía hay una aldaba a la que, según cuentan, se agarró la real víctima antes de morir. Y justo cencima se halla la cámara del tesoro real profanado por Heydrich.

Corona, orbe y cetro de San Wenceslao (JAF)
 

Las iglesias y lugares santos son lugares propicios para generar o albergar historias de ese tono. Entre las más conocidas está la de la iglesia de Nuestra Señora de Týn, templo gótico que con sus dos características torres constituye un  fotogénico icono de la Plaza de la Ciudad Vieja, compartiendo espacio con la estatua de Jan Hus, el campanario del Ayuntamiento Viejo y muchas terrazas de bares. Siglos atrás, en vez de turistas había comerciantes turcos, pues allí era donde se situaba su mercado. Uno de ellos es el protagonista de otra leyenda tremebunda. 

Cuenta ésta que el interfecto se enamoró de la hija de un colega local, la cual, ante sus insistentes requiebros amorosos, le prometió que se casaría con él la próxima vez que volviera a la ciudad y tuviera dinero tras vender las mercancías que trajese. Como suele ocurrir en este tipo de historias, el reencuentro se fue demorando en el tiempo y ella, pensando que no volvería a verle, contrajo matrimonio con otro hombre. Pero el otomano reapareció precisamente el día de la boda e, indignado ante lo que consideró una infidelidad a la promesa de matrimonio que había recibido, decapitó a su amada. El epílogo es fantasmal, cómo no: al anochecer, el espíritu del asesino se pasea por la plaza portando la cabeza cercenada.

La plaza de la Ciudad Vieja, presidida por la iglesia de Týn (A. Savin en Wikimedia Commons)

También se exhibe un macabro trofeo humano en otra iglesia, la de San Jacobo, situada justo detrás de la de Týn. En la parte superior derecha de la puerta se puede ver un brazo momificado. No está en un relicario; cuelga directamente de una cadena sujeta a la pared, indicatiivo de que su dueño no era ningún santo. Se trataba de un ladrón que una noche profanó aquel lugar sagrado para robar las joyas que adornan la figura de la Virgen y que, para su estupor, vio cómo ésta cobraba vida súbitamente para agarrarle del brazo e impedirle huir. 

Al día siguiente fue descubierto por el párroco, atrapado en su insólita trampa. A pesar de su esfuerzo, el sacerdote no pudo soltarlo, así que fue hasta el vecino gremio de los carniceros y regresó con uno equipado con un hacha. Para horror del infortunado caco,  lo que cortó no fue la extremidad de la figura sino la suya. Entonces la Virgen recuperó su posición original... y la iglesia de San Jacobo obtuvo un nuevo motivo que sumar a su exuberante decoración barroca.

La presunta mano colgante del ladrón (Avfedorenko en Wikimedia Commons)

La nómina de leyendas relacionadas con la religión podría alargarse y alargarse ad infinitum. Algunas son muy típicas y se repiten en múltiples sitios de Europa. Por ejemplo, la de la talla de Nuestra Señora de los Ángeles, que cada vez que la sacaban del monasterio de los capuchinos donde estaba (ubicado en el complejo del Santuario de Loreto) para trasladarla a otro lugar reaparecía en su sitio original sin que nadie supiera cómo retornaba. O la de uno de los impresionantes crucifijos que hay en el puente de Carlos IV, del que se dice que fue costeado por el judío Elías Backoffen en 1657 como castigo de una blasfemia que había dicho. 

También están las que tienen a sacerdotes y monjas como protagonistas, caso de la de aquel que intentó ser seducido por una prostituta, lo que llevó a un indignado carnicero (¡otra vez!) a matarla de un hachazo en la cabeza y a los fantasmas del criminal y su víctima a pasearse de vez en cuando en cuando por la calle Celetná. O la de aquella mujer que barre compulsivamente las vías públicas al sentirse culpable de la muerte de un cura. O la de la clarisa del convento de Santa Inés, cuyo padre la obligó a tomar los hábitos para separarla de un novio de clase inferior pero, habiéndola sorprendido con él la noche antes de ingresar, la mató en un arrebato; su fantasma no es maligno, sino que ayuda a quien encuentra.

El calvario del puente Carlos IV no es el original, pero reproduce la inscripción que tuvo que poner Backoffen: "Santo, santo, santo es el Señor de las muchedumbres" (JAF)

 

Imagen de cabecera: la aldaba de la puerta de la cripta de San Wenceslao (JAF).

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