¡Corsarios franceses atacan La Palma!


 

La transposición de piratas de otra época a ésta es un tema lo suficientemente jugoso como para que el cine lo haya tratado alguna vez. Estoy recordando una película que dirigió Michael Ritchie en 1980, La isla, basada en una novela de Peter Benchley (el autor de Tiburón), que cuenta cómo un periodista que quiere investigar la desaparición de barcos en el Triángulo de las Bermudas hace un singular descubrimiento: la causa es una insólita comunidad de filibusteros que siguen viviendo al margen del mundo, como si no hubieran pasado tres siglos, cuyo líder desciende del famoso Olonés. 

Curiosamente, ese mismo año también se estrenó La niebla; no la que hizo Frank Darabont en 2007 adaptando la novela de Stephen King, sino la que dirigió John Carpenter: los fantasmas de una tripulación de leprosos regresan cien años después, envueltos en la bruma del título, para vengarse de los vecinos de un pueblo costero que atrajeron su barco a unos arrecifes para evitar que se instalase allí un lazareto. En realidad no se trata de piratas, pero su aspecto, con garfios por manos y esgrimiendo alfanjes, lo recuerda bastante.

Cartel de la película La isla

Así que, echándole bastante imaginación gracias a la mágica capacidad de ilusionar del séptimo arte, la esperanza fantástica de vivir una experiencia similar siempre ha estado ahí, dando vueltas en mi cabeza y cuando visité la isla de La Palma encontré por fin mi gran oportunidad. Las Canarias no son el Caribe, pero se le parecen y en la historia insular palmera hay un episodio -en realidad unos cuantos- en el que la piratería marcó a fuego -literalmente- su capital; tanto que se celebra un Día del Corsario con una dramatización callejera en varios actos que, estando yo de vacaciones allí casualmente, no podía perderme bajo ningún concepto.

La fecha de la cita llega cada verano, el último con más ganas populares por cuanto los dos últimos años la Jolly Roger no fue enarbolada por unos individuos de pata de palo, parche en el ojo y cara de malo, sino por otros peores, mucho más pequeños pero igualmente mortíferos, los coronavirus, y las medidas de prevención en forma de confinamiento, distancia social y suspensión de actos masivos sustituyeron a cañones y arcabuces para hacerles frente. Este 2022, debilitado el covid, al menos de momento, llegó el momento de recuperar la memoria histórica y celebrar aquel infausto 21 de julio de 1553 en el que los palmeros vieron aparecer en el horizonte las arboladuras de una flota navegando amenazadoramente hacia ellos.

Cartel del Día del Corsario. Además de la recreación, hay pasacalles, talleres, bailes, espectáculos, conciertos...

Tres días antes lo había advertido un marino flamenco cuya nave fue asaltada y tuvo que buscar refugio en la isla. Pero, incomprensiblemente, el regidor Pedro de Estupiñán no tomó ninguna medida, confiando en que los piratas se conformarían con aquel botín y dejarían La Palma en paz. Se equivocó porque el tamaño de aquella escuadra revelaba que sus planes eran más ambiciosos y el hecho de que Santa Cruz fuese un puerto muy próspero, gracias a su estratégica ubicación entre España y América, constituía un acicate para cualquier amigo de lo ajeno en unos tiempos en los que los países europeos codiciaban la posibilidad de hacerse con un pellizco de aquellas fabulosas riquezas que los españoles traían de las Indias.

Digo países. La flota que atacó la isla canaria no estaba al mando de un vulgar pirata sino de un corsario al servicio del rey Enrique II de Francia, coronado en 1547 y que probablemente creía tener una cuenta pendiente con España, dado que los cuatro años transcurridos entre 1526 y 1530 tuvo que pasarlos como rehén para garantizar el cumplimiento del Tratado de Madrid. Por este acuerdo, su padre, Francisco I, caído prisionero en la batalla de Pavía ante el ejército imperial de Carlos V, reconocía la derrota renunciando a sus derechos sobre territorios italianos y flamencos, y a ayudar a Enrique de Navarra en la recuperación de su reino. Enrique II siguió los pasos de su progenitor enfrentándose al emperador con suerte desigual, comprometiendo su fe al aliarse con una potencia no cristiana, el Imperio Otomano, y a costa de llevar a la quiebra las finanzas nacionales.

La réplica de la nao Santa María que corona el Museo Naval de Santa Cruz es el escenario del primer acto

En tal empeño, en 1551 nombró caballero a un capitán de la Armada Francesa nacido en Normandía y famoso por mostrar tal valentía en combate que solía ser el primero en los abordajes. Tal temeridad le costó recibir una grave herida en un brazo durante la batalla de Sark contra los ingleses y perder una pierna ante el mismo enemigo en Guernesay en 1549, lo que le valió el apodo de Jambe de Bois (Pata de Palo). Eso no le hizo retirarse de aquella azarosa vida y en 1551 recibió una lettre de marque o lettre de course, es decir, una patente de corso que le autorizaba a atacar navíos y localidades extranjeras sin ser perseguido, siempre y cuando entregase a la corona una parte del botín. Aquel marino, Pata de Palo, se llamaba en realidad François Le Clerc y a sus órdenes se pusieron ochocientos hombres, repartidos por seis galeones, ocho carabelas y cuatro pataches.

A sus lugartenientes, Jacques de Sores y Jean-François de la Rocque de Roberval, designó para la incursión en Santa Cruz de La Palma. El primero se haría especial y tristemente famoso años después por varias acciones: una, en 1555, un brutal asalto a La Habana; otra, en 1570, otro ataque a La Palma en el que abordó un barco que llevaba cuarenta misioneros jesuitas, asesinándolos. El segundo era un noble amigo de Francisco I cuya frívola vida cortesana le hizo endeudarse, debiendo lanzarse a la mar para enderezar su economía; para ello intentó establecer una colonia en Canadá, pero al fracasar probó suerte en la piratería caribeña, obteniendo luego su patente (se retiró en 1547, aunque, al no recuperarse la ruina siguió financiando correrías).

Jean-François de la Rocque de Roberval retratado por Jean Clouet (Wikimedia Commons)

Fueron las fuerzas de estos dos capitanes, compuestas por tres buques de guerra y siete corsarios, las que, ondeando la bandera de la flor de lis, fueron avistadas aquel verano de 1553. Sin embargo, la dramatización actual del evento, realizada desde 2014 por la Asociación Cultural Día del Corsario basándose en la obra Saudades da terra (una crónica de la Macaronesia escrita por el historiados y sacerdote portugués del siglo XVI Gaspar Frutuoso), empieza a bordo del primer mercante abordado. 

El escenario para ello es perfecto: la réplica a tamaño real de la nao Santa María que decora el techo del Museo Marítimo local y en cuya cubierta se recrea la pelea en el barco flamenco y la victoria de los franceses, la huida del capitán despojado a La Palma y el desembarco. Hay disparos, maldiciones, rechinar de aceros... y la infame muerte del fraile franciscano Juan del Manzano, asesinado a sangre fría cuando trataba de disuadir a los incursores, ignorando quizá que Jacques de Sores era un exaltado hugonote que, como expliqué, no tenía reparos en matar católicos y se había hecho acreedor al apodo de el Ángel Exterminador.

Arcabuceros franceses recién desembarcados

Así que, ya en tierra, corsarios y soldados se disponen a saquear Santa Cruz, para lo cual los figurantes, picas y arcabuces al hombro, inician un desfile hasta el siguiente escenario, que es la Plaza de España, seguidos de los espectadores; por el camino hay tiempo para hacerse fotos e interactuar juntos, dándole mayor vida al evento y los niños, claro, lo disfrutan especialmente. Los corsarios interrumpen entonces la discusión, celebrada al término de una subasta de esclavos, entre quienes quieren defender la ciudad y quienes prefieren evacuarla. Su últimátum es rechazado y los asaltantes se desparraman por las calles, matando, robando y obligando a los vecinos a refugiarse en las montañas. Los de hoy prefieren tirar de cámara fotográfica.

Únicamente Melchora de Socarrás, esposa del regidor, decidió quedarse para hacerles frente, esgrimiendo una botella, aunque terminó apresada junto a su hija y un grupo de damas de alcurnia. Para ser exactos, también un pastor llamado Pedro Hernández de Justa (si bien ha pasado a la posteridad como Baltasar Martín), descendiente de aborígenes, organizó una defensa junto al marino flamenco, acorralando a los corsarios en una plaza con alquitrán inflamado sin que éstos pudieran recibir socorro de los barcos debido a un temporal que se desató. Pero Pedro de Estupiñán, temiendo por la vida de los rehenes, ordenó cesar cualquier resistencia. Los hechos vuelven a entonces a cambiar de escenario para ser recreados ante un decorado tan magnífico como los hermosos balcones tradicionales de la Avenida Marítima. 

 

Los palmeros se enfrentan a los corsarios

Los corsarios trataron bien a sus prisioneros, a los que liberaron por un espléndido rescate de cinco mil cruzados de oro. Pero no hubo final feliz para ese episodio histórico. Los abusos de los invasores sobre la población llevaron a que uno de sus oficiales acabara asesinado; se trataba del sobrino de Le Clerc, por lo que su tío, como represalia, mandó prender fuego a Santa Cruz antes de levar anclas. La localidad fue arrasada por las llamas y la escuadra gala puso proa a La Gomera y Tenerife para continuar su campaña de pillaje.

Mientras tanto yo, deambulando cámara en mano entre sus caracterizados intérpretes, que se permitían la gracia de hablar a la francesa, pronunciando la g en vez de la r, esbozaba una sonrisa de satisfacción por viajar en el tiempo, como hice, en su momento con La isla del tesoro, El capitán Blood, El Cisne Negro, El Halcón del Mar, El temible burlón o Viento en las velas, entre otros títulos de ficción. 

Una última reflexión. Pese a que el Día del Corsario no es una recreación histórica en el sentido estricto del término sino una dramatización (es decir, no se atiene totalmente a los hechos, introduciendo licencias teatrales en beneficio del espectáculo y el vestuario es de fantasía, con elementos asincrónicos en complementos, telas y armas), cualquier asistente lo disfrutará. Especialmente si es aficionado a la historia de la piratería.

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