La bilbaína Basílica de Begoña


Hay lugares que, pese a estar algo apartados, parecen ser especialmente propicios para la violencia. Una especie de imán que atrae la parte más animal del Hombre (o la parte más humana, habrá quien objete y no le faltará razón) y hace que el suelo de su entorno se tiña de sangre, que la destrucción sea una constante a lo largo del tiempo, aún cuando a priori se haya tratado de sacralizar el sitio para apartarlo de lo malo de esta nuestra mundanal realidad. Algo inútil cuando se trata de un punto estratégico para conquistar una ciudad, como le pasa a la Basílica de Nuestra Señora de Begoña. Sí, la de Bilbao.

Boda de hidalgos en Begoña, 1607 (Francisco de Mendieta y Retes)

El edificio que vemos hoy en día es prácticamente la reconstrucción de una reconstrucción, ya que el tortuoso camino que tuvo que atravesar España a lo largo de los siglos XIX y XX encontró en esa iglesia una particular estación al infierno; una parada en la que, como en aquella película de la marmota, cada poco se repetía la barbarie acaecida antes en edición aumentada y empeorada. No siempre fue así. En el siglo XVI, cuando los fieles aportaron suficientes donaciones y se empezó a edificar sobre una modesta ermita de piedra y madera que coronaba la pequeña loma que albergaba una talla de la Virgen hallada milagrosamente, y que se enraizaba en el suelo cuando la querían trasladar, nada hacía presagiar que allí fuera a concentrase nunca tanta ferocidad atávica. De hecho, el meandro de la ría de Bilbao donde ahora se ubica el Museo Guggenheim era la primera y reconfortante visión de la iglesia que tenían los marineros cuando remontaban el cauce en sus barcos, razón por la que entonaban el Salve Regina bautizando así al barrio que hoy ocupa esa parte del plano bilbaíno.
 
El meandro de la ría donde se ubican el Guggenheim y el llamado Puente de La Salve (Foto: JAF)


Las primeras referencias sobre el templo originario se remontan a principios del siglo XIV, cuando aparece una reseña en la carta puebla de Bilbao, y al último cuarto de la centuria, al ceder Juan I el patronato al conde de Lara. De éste pasaría luego a manos de otras ilustres familias, a veces con pleitos de por medio, hasta que en 1738 Nuestra Señora de Begoña fue proclamada patrona de Vizcaya para agradecerle su milagrosa intervención salvando a muchos vecinos durante las terribles inundaciones del año anterior. Para entonces, el edificio había cambiado casi totalmente porque más de cien años antes el arquitecto Sancho Martínez de Asego había empezado a dirigir las obras de construcción del nuevo, que en esencia es el que pervive hoy aunque con las citadas reformas posteriores.

La talla de la Virgen tras su restauración (AUREA)

Y es que, como decía, la basílica sufrió los embates de la guerra como si de un ciudadano más se tratase. El primero, en la primera semana de agosto de 1808, en el contexto de la sublevación general del pueblo español contra la ocupación francesa, cuando el general Merlin decidió ocupar Bilbao ante el cariz adverso que tomaban los acontecimientos en el país (acababan de llegar noticias de la derrota en Bailén). Deusto y Begoña también formaron parte de la operación y el saqueo de la ciudad se extendió al templo, incluyendo el asesinato del párroco por resistirse. Dada la posición elevada del lugar, dominando el casco urbano, su importancia estratégica era evidente y los combates por su posesión lo dejaron bastante maltrecho.
 
La subida hacia Begoña y el arco de acceso (Foto: JAF)


Es lo que me viene a la cabeza cuando voy subiendo la colina camino del santuario por retorcidos escalones de piedra, moteados de hierbas nacidas entre rendijas imposibles. De más allá de los árboles que flanquean la escalinata tengo la sensación de percibir los disparos y cañonazos, el griterío de la soldadesca, el redoble de tambor...  No me resisto a imaginar paroxísticos duelos, bayoneta contra cachicuerna, entre las tumbas del viejo cementerio que dejo a la izquierda, que hoy está separado del mundanal ruido por un enrejado portal neogótico. Al llegar al arco de entrada al recinto basilical, todo parece cambiar y volverse plácido, pasando del Infierno a la Gloria, tal como indica una inscripción pétrea, dando paso a amplios espacios abiertos tapizados de un césped intensamente verde.

La inscripción (Imagen: JAF)


Impresiones parecidas tendría si evocase el siguiente capítulo bélico que tuvo allí su escenario, la Primera Guerra Carlista. Bilbao, como todas las grandes ciudades de España, quedó en poder del bando isabelino, lo que llevó a que el pretendiente al trono, necesitado de una urbe con puerto no sólo para abastecerse sino también para presentar como aval de cara a obtener financiación extranjera, exigiese tomarla al general Zumalacárregui. El Tío Tomás, como se apodaba popularmente a éste, era contrario a hacerlo, dado que las defensas eran más que importantes, pero tuvo que obedecer y ponerle sitio. Eso le costó la vida por la septicemia que le causó una herida leve en la rodilla, provocada por una bala perdida , cuando estaba asomado a un balcón de una casa al lado de la basílica. Algo que ocurrió casi en paralelo a la destrucción de la iglesia, que había sido elegida para acoger una batería y por eso, tras fracasar el asedio y retirarse los carlistas, los liberales decidieron impedir ese uso por segunda vez: dinamitaron el campanario, que cayó sobre las bóvedas y las dejó reducidas a ruinas.


Una ilustración decimonónica del lugar de los hechos (dominio público en Wikimedia Commons)


Siguieron siendo útiles, eso sí, pues al año siguiente sirvieron para atrincherar a los defensores en un segundo sitio. En esas circunstancias, los soldados utilizaron toda la madera que encontraron para hacer fogatas y eso incluyó retablos, pinturas, esculturas, confesonarios, bancos, etc, con lo que se perdió un valioso patrimonio artístico. Sólo se salvó la talla de la Amantxa, la Virgen, gracias a que previamente había sido trasladada a otra basílica, la de Santiago, situada en pleno centro bilbaíno (hoy es la catedral). Regresó a su lugar en 1841, una vez reconstruido el edificio, que no duró mucho; treinta y dos años exactamente, ya que aquella inacabable guerra civil que obstaculizaría una y otra vez la vida de los españoles decimonónicos entró en su segundo episodio. El santuario volvió a adecuarse como bastión, primero por los carlistas y después por sus adversarios; la torre cayó de nuevo y sucesivos incendios devolvieron las cosas a su punto inicial. La nueva restauración en 1876 fue la definitiva; al menos en líneas generales, ya que al entrar el siglo XX se demolió el campanario para hacer uno nuevo del arquitecto José María Basterra. 

 
La entrada al cementerio (Foto: JAF)


No obstante, aún pudo haber más daños y no precisamente por el enésimo enfrentamiento civil de 1936-39 sino por un insólito suceso ocurrido tres años más tarde de terminar la contienda, cuando el enfrentamiento entre vencedores, más concretamente tradicionalistas y falangistas, llevó a varios de estos últimos a arrojar dos granadas de mano contra los primeros a la salida de una misa que celebraban allí por sus caídos en combate. Las explosiones no afectaron a la iglesia pero hubo setenta heridos y como entre los asistentes estaba el general Varela, ministro del Ejército, se le dio al suceso la consideración de atentado, pese a que en realidad se trataba de una venganza por los gritos contra Franco y el socialismo de Estado que se profirieron. El dictador dijo que debería condecorar al responsable, un veterano llamado Juan José Domínguez que había destacado en la guerra por sus audaces misiones, pero que en vez de ello tenía que fusilarle (irónicamente, Hitler sí le impuso una medalla por sus servicios).

La portada, enmarcada en un arco carpanel (Foto JAF)


Tras un paseo por el exterior tratando de imaginar el caos que debió desatarse en aquel dramático momento -tensión, ruido, gritos de pánico, sangre, humo...-, accedo al templo por su puerta principal (las otras son añadidos del siglo XIX). Lo primero que llama la atención es la longitud de la naves -tres, la central más ancha y alta que las laterales-, acentuada por la planta rectangular y la ausencia de transepto. Pero, sobre todo, atren la mirada las bóvedas de crucería, apoyadas en pilares cilíndricos adornados con los escudos de los gremios locales y cuyos oscuros nervios engarzados se perfilan especialmente sobre la blanca cal de los techos. También es curioso el desnivel del suelo, pues uno entra caminando en una ligera cuesta arriba hacia el altar, como para remarcar el esfuerzo de acudir en busca de la fe... o recordar que la paz es un bien no siempre debidamente apreciado.


Interior de la basílica (Theklan en Wikimedia Commons)


La Basílica de Nuestra Señora de Begoña se enmarca en el estilo gótico, pues, como la talla policromada de la Virgen que alberga, si bien manierista -el arco triunfal de la portada, por ejemplo- y apuntando ya elementos clasicistas, caso del arco carpanel que caracteriza el coro. Cuenta con un ábside poligonal, una torre diseñada por Martín de Garita, un retablo neobarroco realizado en 1869 por Modesto Echarri para sustituir al de Antonio de Alloytiz -que se perdió en la primera carlistada- y la cajonería barroca de la sacristía. Otros elementos decorativos son asimismo tardíos, ya dieciochescos (los nueve óleos de los muros laterales), ya decimonónicos (el órgano francés), ya del siglo XX (pinturas de la coronación y la procesión).

A la salida recuerdo que ahora ya no son botas militares las que hollan el entorno, sino que ofrendan allí sus triunfos otros ejércitos, desarmados y coloristas: los equipos deportivos vizcaínos. Algo se ha avanzado; al menos por ahora.


Imagen de cabecera: Alfa.Lalfa en Wikimedia Commons

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