Auge y caída de la pirámide escalonada de Sakkara

 
Al final parece que la cosa salió bien y en los alrededores empiezan a menudear los visitantes, haciéndose las típicas fotos saltando o fingiendo que sostienen las paredes con sus manos. La pirámide de Zóser no parece tener suerte. O sí, según se mire. Al poco de reabrir al público en marzo, después de catorce años cerrada por obras de restauración, tuvo que volver a bajar la persiana a causa de la pandemia de covid-19. Como si fuera un negocio cualquiera (que, de hecho, lo es).

Ese cierre le supuso otros seis meses de soledad que terminaron en septiembre, con un segundo ¿y definitivo? intento. A priori, una mala racha que, sin embargo, otros ven de otra manera: esa década y media sin apenas gente ha sido como una bocanada de oxígeno... aunque también es cierto que su forzada soledad arrastraba consecuencias graves para quienes viven en Egipto del turismo, que no son pocos y, al contrario que el monumento, tienen que comer.


Inmortálizandose con la pirámide (¡y con Maradona detrás!) (Foto: JAF)

Retrocedamos. En el otoño de 1992, un terremoto asoló El Cairo y la costa mediterránea entre Alejandría e Israel. No fue especialmente fuerte, 5,8 grados en la escala Richter, pero mató a más de medio millar de personas y dejó sin hogar a unas cincuenta mil, fundamentalmente las más pobres, porque vivían en casas de adobe que se deshicieron; literalmente. En eso nunca hay cambios, así pasen eones.

Los temblores se extendieron hacia el sur por el valle del Nilo y llegaron a Sakkara, donde la pirámide escalonada llevaba resistiendo cuatro milenios y medio. Estuvo a punto de desmoronarse; al fin y al cabo, incluso la Gran Pirámide de Giza sufrió desperfectos y se desprendió un enorme bloque de una de sus caras. Los estudios realizados en 2002 demostraron que el estado del monumento era próximo al colapso. Puedo dar fe porque lo visité tres años más tarde y habían tenido que apuntalar precariamente su entrada; no dejaban acceder a su interior, evidentemente, aunque no pude sustraerme a la irrestible tentación de acercarme y tocarla. Para mi sorpresa y pese al tórrido calor del desierto, los bloques estaban extrañamente fríos.
 
Vista aérea de la necrópolis de Sakkara (Oesermaatra0069 en Wikimedia Commons)

Entonces yo no sabía que en 2006 se iba a poner en marcha el citado proyecto de restauración. La pirámide fue envuelta con un extraño corsé a base de andamios, una especie de arcaico exoesqueleto de madera, mientras dentro le colocaban unos globos de aire, todo lo cual debía asegurar su integridad para que los operarios retirasen los sedimentos acumulados en sus terrazas y aplicasen capas de arena y limo, presuntamente siguiendo una metodología similar a la del antiguo Egipto. 

Digo presuntamente porque no fueron pocos los arqueólogos que protestaron, asegurando que la empresa adjudicataria, británica para más señas, no estaba especializada en ese tipo de trabajos y no sólo estaba alterando los materiales originales sino que añadía peso a la estructura, incrementando el peligro. Para agravar la cosa, todo quedó temporalmente detenido en 2011, cuando la llamada Revolución Blanca, versión egipcia de la Primavera Árabe, echó a Mubarak, un tipo tan apegado al poder que muchos ciuadadanos habían nacido, crecido y casi llegaban a la jubilación sin conocer otro gobernante; parecía estar en la poltrona desde los tiempos de Zóser.

La pirámide escalonada, con su corsé de madera (Sailko en Wikimedia Commons)

Zóser, segundo faraón de la tercera dinastía, reinó algo menos de dos décadas (aproximadamente entre el 2665 a.C. y el 2645 a.C.), pero hay quien considera bienales cada uno de esos lapsos y, por tanto, se extiende a unos treinta años el período, lo que le igualaría o le haría superar a Mubarak, lo que ya tiene mérito; recuerdo que sobre la incombustibilidad del segundo bromeaba, a medio camino entre el humor  y la amargura, mi guía egipcio. Aunque Zóser figura con ese nombre en la famosa Lista Real de Abidos, fue un apodo miles de años posterior -significa Sublime-, ya que en su época se le conocía como Necherjet, es decir, Cuerpo Divino. 

Zóser (Wikimedia Commons)
Era hijo de Jasejemuy, último soberano de la segunda dinastía, y de una de las esposas de éste, Nimaathap, aunque no le sucedió directamente sino que antes le precedió un hermanastro llamado Sanajt (también llamado Nebka). Egipto, cuya capital estaba entonces en Menfis -muy cerca de Sakkara-, llevaba poco tiempo unificado pero Zóser extendió sus dominios conquistando el Sinaí y situando la frontera meridional en la isla Elefantina, cerca de la actual Asuán.

Ahora bien, si por algo destacó este monarca fue por la política constructora que desarrolló con la ayuda inestimable de su visir, Imhotep, quien no en vano tenía además el ostentoso cargo de supervisor de todas las obras en piedra. Imhotep era sumo sacerdote de Heliópolis y un erudito, ya que no sólo dominaba la arquitectura y la ingeniería sino también otras disciplinas como medicina o astronomía. 

Fue él quien tuvo la idea de darle una vuelta de tuerca a la ya de por sí extraña mastaba (de base cuadrada, cuando lo normal era rectangular) que había construido para Sanajt, agrandándola y superponiéndole otras cinco, progresivamente decrecientes en tamaño, de forma que se formase la pirámide escalonada que hoy conocemos.

En realidad, ésta no es sino la guinda del pastel, ya que en Sakkara hay un vasto complejo monumental que incluye ocho mastabas, tres pirámides más (las de Unas, Userkaf y Teti), el famoso Serapeum (una cámara subterránea con veinticinco sarcófagos destinados a las momias de los bueyes sagrados de Apis), el complejo funerario de Sjeme-Jet e incluso un monasterio en honor de San Jeremías. 

Recreación digital del complejo funerario de Zóser (AKG Images)

Plano del complejo (M. Lehner en Desheret)
Plano del mismo complejo (M. Lehner en Desheret)

Lo más célebre, no obstante, es el recinto funerario de Zóser, que abarca quince hectáreas: es de planta rectangular, delimitado perimetralmente por una muralla que llegó a superar los diez metros de altura y está tachonada por  catorce puertas; falsas, pues sólo se puede acceder por una, reservada al alma de los justos, de aspecto monumental aunque parcialmente reconstruida.
 
Esa entrada da paso a un patio, una sala hipóstila (con columnas, las primeras de piedra que se conocen del antiguo Egipto) y otro patio con un altar. Cuando uno camina por el impresionante pasillo, atechado y rodeado en su segundo tramo de una columnata fasciculada, percibe la intencionada idea original de crear un impresionante ambiente físico y psicológico de transición al más allá, aunque sin duda impactaría más hace cuatro mil años.

La columnata atechada de acceso (EliziR en Wikimedia Commons)

Al salir de nuevo al aire libre se pueden observar varias estructuras arquitectónicas ceremoniales (foso, templos, capillas, serdab...) y algunas tumbas, alguna de las cuales conserva aceptablemente su decoración pictórica. Es el caso de la pirámide de la reina Teti, que por fuera está semiderruida pero que por dentro presenta unos frescos -recuerdo patos nadando en el Nilo- de colores tan intensos aún hoy que parecían recién hechos. Pero, inevitablemente, los ojos de todos los visitantes, medio cegados por el implacable sol, buscan de forma instintiva la familiar silueta de la gran obra de Zóser.

Con ella, y a partir de la citada mastaba, Imhotep hizo la primera obra arquitectónica egipcia de piedra tallada; bloques pequeños, muy diferentes en tamaño a los de Giza, unidos mediante argamasa formando una base de ciento cuarenta por ciento dieciocho metros y una altura original de sesenta que hoy es menor porque tenía un revestimiento de dos metros de grosor de piedra caliza pulida, ya perdido. La capa exterior de la base está parcialmente reconstruida en su parte inferior, por eso ofrece un aspecto más nuevo.

Imhotep retratado en una estatuilla (André Alliot en Wikimedia Commons)


Debajo del edificio hay una red de túneles y cámaras que suman seis kilómetros de longitud y están conectados con un eje central de siete metros cuadrados y veintiocho de profundidad, donde se ubica la cámara funeraria del faraón y su familia. Ese espacio está cubierto por una bóveda de cuatro hileras de granito y un bloque de cierre de la puerta que pesa tres toneladas y media, lo que no impidió que la tumba fuera robada. Aunque lo más sorprendente no es eso sino el singular forro de las paredes, hecho con baldosas de cerámica vidriada verde-azulada, posiblemente imitando la vegetación de las riberas del Nilo. 

Asimismo, hay otras once fosas interiores, forradas de la misma forma y quizá destinadas al harén real, así como diversos espacios para el ajuar. En una de ellas se encontraron el mes pasado decenas de sarcófagos de madera insólitamente intactos, estatuillas, vasos canopos, momias de animales y un montón de emocionantes cosas más que, junto a otros muchos descubrimientos realizados a lo largo de los dos últimos años, evidencian el potencial que ese lugar tiene todavía virgen para la egiptología.

Esquema del complejo (R.F. Morgan en Wikimedia Commons)
 
De momento parece que se ha conseguido detener el proceso de decrepitud y alejar el peligro de derrumbe. Es una buena noticia porque, si no, dejaría solas a las otras pirámides que se distribuyen por el entorno, las construidas por el faraón Snefrú en la vecina Dashur: la Roja y la Romboidal, cuyas siluetas se pueden contemplar en el horizonte, difuminadas por la densidad y el calor del aire, como si estuvieran cuidando de su icónica hermana.

Imagen cabecera: Charles J. Sharp en Wikimedia Commons

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