Un día en Lerma con Felipe III y los Tercios


Cae el sol a plomo sobre nuestras cabezas. Superamos los treinta y tantos grados y pisamos los mechones trigueños que quedan de los cultivos cosechados en una tierra tan agostada por el calor que parece imposible que pueda crecer algo en ella. El río Arlanza es apenas un regato incapaz de proporcionar frescor suficiente para afrontar la jornada, que se presenta dura a media mañana de este domingo veraniego en Lerma, Burgos

Pero yo sólo soy un espectador, uno más de los muchos que decidimos acercarnos al pueblo el fin de semana para asistir a la Fiesta Barroca y a la segunda edición de la Recreación Histórica Internacional que durante dos días ambienta la localidad en el siglo XVII. El panorama se presenta más duro para el cerca de medio millar de recreadores que se encargan de transportarnos por el tiempo sin necesidad de máquina wellsiana, sólo con un poco de esfuerzo, un mucho de conocimientos históricos y una infinidad de entusiasmo.


Alarde de fuerzas en la Plaza Ducal

No sólo hubo soldados. También llegaron hombres y mujeres cántabras con sus extrañas tocas corniformes

Y digo que se les presenta peor porque bajo sus ropajes de lana, en los que en algunos casos jubones, medias y sombreros quedan ahogados bajo corazas de acero o cotas de malla, morriones, borgoñotas y capacetes, late un torrente de calor inclemente que crece por momentos con el movimiento obligado de los actos programados; algo que el citado domingo llega a su cénit con la representación de una insólita batalla en la que no habrá flechas que tapen el cielo para luchar a la sombra, como en las Termópilas.

Atrás quedan los duelos nocturnos a espada y daga o la recepción a los embajadores por parte del rey don Felipe III, a quien acompañaron su esposa, la reina Margarita de Austria,  y su valido, el duque de Lerma, que hizo de anfitrión ante la fachada de su espléndido palacio. El mismo don Francisco de Sandoval y Rojas, nieto de Francisco de Borja, que embelleció su villa natal con parte de los beneficios que obtuvo en las especulaciones inmobilarias realizadas entre 1601 y 1606 merced al traslado de la corte de Madrid a Valladolid de ésta otra vez a Madrid y que a la postre y haciendo bueno el refrán de la cuña y la madera, fue acusado de corrupción por su propio vástago y obligado a vestir la púrpura cardenalicia para esquivar a la Justicia, ganándose los versos "Para no morir ahorcado, el mayor ladrón de España se vistió de colorado".


El rey Felipe III y la reina Margarita de Austria acompañados del duque de Lerma

El besamanos atrajo enviados de todos los rincones de la Monarquía Hispánica, desde los reinos y plazas más próximos, como Ceuta, Canarias o Portugal, a otros más lejanos, que al fin y al cabo aquel era el imperio donde no se ponía el sol. Y lo demostraron las credenciales de los polacos de lustrosas caballerías y bruñidas armaduras; de los venidos desde la Saboya italiana; de los legados del reino de Hungría; de los emisarios de las Indias, tanto las Occidentales -La Florida- como las Orientales -aquella Austrialia del Espíritu Santo descubierta por el hispano-luso Pedro Fernández de Quirós-; de herejes ingleses; e incluso de infieles otomanos en representación del poderoso señor de la Sublime Puerta.

Todos fueron inclinándose ante su Católica Majestad, presentados por el maestro de ceremonias maese Dativo Donate, a quien el monarca apremió a abreviar porque su entidad, soberana pero humana, queda subordinada a la divina del implacable Helios y el sudor regio no es tan azul como la sangre.





Arriba: el embajador polaco y su escolta. a caballo Abajo: el del sultán otomano con la suya de jenízaros 

También pasaron las actuaciones musicales barrocas, interpretadas con instrumentos de época por virtuosos engolados, o el desfile de participantes, correfuegos, demonios, gigantes, cabezudos, malabaristas y otras especies que se empeñaron dar colorista imagen y atronador ambiente a la concurrida Plaza Ducal.

Es la hora, pues, de que acudir al campo de batalla, de demostrar las habilidad adquirida en el manejo de las picas, en el arte de escuadronar y en batirse por la bandera del Tercio. No importa que el enfrentamiento haya de hacerse entre dos compañías españolas -engrosada una de ellas con vistosos jenízaros, eso sí-, repartidos entre ambas los piqueros, arcabuceros, mosqueteros y rodeleros con sus respectivos oficiales y el correspondiente equipamiento.




Marchando hacia el campo de batalla

Ambas partes se sitúan frente a frente en cada extremo de la explanada enarbolando sus banderas con la cruz de San Andrés, mientras los curiosos formamos una irregular línea a un lado para contemplar el espectáculo esperando tener la suerte de que el grueso del combate ocurra a nuestra altura, y a la vez que el rey, la nobleza y los demás figurantes tienen el privilegio de ser ubicados al otro lado, a la sombra de los árboles.

Llegado el momento, unos frailes tañen sus campanillas y los soldados, rodilla en tierra y cabeza descubierta, reciben sus bendiciones como prolongación armada del brazo del Rey Católico. Luego, todos en pie y a aguantar en formación bajo el sol, en espera de que los mandos, distinguidos por sus bandas rojas cruzadas al pecho, reuniéndose en una zona intermedia neutral, parlamenten y alcancen un acuerdo, so pena de que sean las armas las que hablen. Finalmente, para bien de los espectadores, no lo hay y vuelven a sus respectivas líneas, dispuestos a desatar todos los infiernos contra el enemigo.


Los maestres de campo intentan alcanzar un acuerdo

Frente a frente

Los ejércitos acortan metros entre sí a paso lento pero firme, manteniendo la unidad que les confiere la fuerza. Alcanzada la distancia, los sargentos ordenan a las mangas de arcabuceros y mosqueteros abrir fuego. Se colocan las armas sobre las horquillas, se ceban las mechas y una linea de fogonazos quiebra la tranquilidad que reinaba sobre el campo, hasta entonces sólo animada por el batir rítmico de los tambores. Mientras el olor de la pólvora se extiende por el aire, la ruptura de las hostilidades anima a la tropa, que profiere arengas y gritos retadores hasta que resuena la voz de un oficial: "¡El Tercio no habla!" ; callan las bocas y de nuevo son las armas las que se expresan.

Las balas imaginarias provocan las primeras bajas, también ficticias, y es el turno de entrar en liza para los rodeleros, que saliendo de la formación y provocando mil destellos con el acero que los recubre, se enzarzan con el enemigo en un cuerpo a cuerpo de metálica resonancia. Los choques de las espadas sobre las rodelas hacen saltar chispas y se unen al ya continuo intercambio de disparos de la mosquetería, al que se suma el silbar discreto de las flechas -al final resulta que sí hay- que lanzan los arqueros jenízaros, con sus puntas envueltas en trapo, no vaya a producirse un accidente.



Arcabuceros y mosqueteros en acción

Los rodeleros son pocos y su protagonismo tiene que ceder paso a los piqueros, que constituyen el grueso de los efectivos y ya han cubierto el trecho que les separaba de sus homólogos de enfrente. Las largas picas de madera, igualmente desmochadas de moharras y regatones por motivos de seguridad, abandonan su posición vertical y caen hacia delante, ofreciendo al rival un erizado frente que poco a poco acorta aún más la separación. Las astas de un lado y otro terminan entremezclándose en un bosque fascinantemente repiqueteante, hoy incruento pero que en otros tiempos hubiera hecho saltar ojos y caer cuerpos ensartados.

Finalmente, el combate es tan cercano, tan cerrado, que las picas dejan de ser funcionales y tanto coseletes -los que usan coraza- como picas secas -los que carecen de ella- las sueltan para desenfundar sus espadas y dagas y trabar liza personal con el oponente, rota momentáneamente la formación. Es el momento más visceral y dramático, de lo que pueden dar fe los grupos aislados que se forman para resistir espalda contra espalda y que son aniquilados poco a poco, igual que se extingue un rescoldo.


Piqueros y rodeleros, enzarzados en combate cerrado
 
Es la victoria para unos, la derrota para otros y el gozo de todos los que hemos vivido la experiencia, algunos quizá no tan directamente como los recreadores pero peleando, sintiendo, disfrutando y soportando las quemaduras del sol en el cuello o el embate de la sed como ellos. 

Fotos: JAF

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