Poliorcética canaria para turistas



Leo en la prensa que se ha hundido un barco pirata. No de los de Somalia sino de los clásicos, de los de bandera negra y calavera. Eran piratas de pega, claro; una de esas embarcaciones dedicadas a excursiones temáticas que se encuentran en localidades costeras especialmente turísticas; ésta lo hacía en Fuerteventura, para ser exactos. Aparte del matiz ridículo de haberse ido a pique no en una tormenta en alta mar sino en el puerto -el de la Caleta de Fuste, concretamente- y encima estando amarrado al pantalán, lo que realmente quería resaltar aquí es la ironía de que se le puede dar un carácter simbólico, convertirlo en una metáfora de la historia de las Canarias en general y de esta isla en particular. Porque esos pedazos de tierra en el Atlántico eran visitados antaño con cierta asiduidad por esos molestos visitantes que unas veces conseguían su propósito pero otras salían escaldados.

Una vieja postal de Fuerteventura (lo reconozco, no tiene nada que ver con lo demás pero mola)

Un paseo por el litoral canario revela la presencia solitaria e inmarcesible de solitarios torreones, recios, macizos, algo achaparrados y oscuros por el tipo de piedra volcánica en que están construidos. No es algo exclusivo porque en el Levante español y las Baleares también se pueden encontrar un buen puñado de atalayas erigidas para avisar de la presencia pirata o corsaria. El matiz diferencial está en que las de Canarias no sólo servían para otear el horizonte y dar la correspondiente alarma sino también como bastiones defensivos, al margen de fortificaciones más grandes urbanas como por ejemplo el Castillo de San Juan Bautista (Tenerife) o el Castillo de Santa Bárbara (Lanzarote). Eso sí, se hicieron bastante tardíamente, lo que significa que durante mucho tiempo los agresores actuaron con considerable impunidad, hasta que se tomó conciencia plena del peligro.

La Torre del Águila (Lanzarote)

Contar aquí la historia de la piratería en el archipiélago es imposible por una simple cuestión de espacio. A nadie le pasará inadvertida la estratégica ubicación de esa tierra insular española, haciendo de puente entre Europa, América y África junto al resto de la Macaronesia, que controlaba Portugal. Los ataques primigenios llegaron en realidad con un sentido diferente. Realizar incursiones para capturar aborígenes destinados al mercado de esclavos se hizo periódico durante la Baja Edad Media y allí fondeaban, en busca de mercancía humana, naves portuguesas, francesas, genovesas, berberiscas, aragonesas y castellanas, haciendo caso omiso de la bula Contra Simonicae pravitatis reos y la encíclica Sicut Dudum que emitió el papa Eugenio IV en 1434 y 1435 respectivamente (refrendadas luego por Sixto IV) prohibiendo esclavizar a los canarios y ordenando la liberación de los ya cautivos so pena de excomunión. Resulta irónico en ese sentido que tiempo después, ya conquistadas, las islas se convirtieran en bases desde las que se lanzaban cabalgadas (razias) por el noroeste de África con el mismo objetivo.

La encíclica Sicut Dudum

Pero no nos desviemos. A partir de 1402 la Corona de Castilla empezó en Lanzarote la conquista del archipiélago y la concluyó en 1496 en Tenerife. Durante ese proceso pasó de las concesiones de las campañas a particulares a que, posteriormente, desde 1478, los Reyes Católicos asumieran directamente las operaciones.

Consumadas éstas ya y entrado el siglo XVI, la vida local había adoptado un estilo plenamente europeo y, consecuentemente, en lugar de poblados primitivos de gentes pobres se fundaban una tras otra aldeas y pueblos que constituían un reclamo para la piratería tan llamativo como apetecible. Los viajes de regreso de las naos desde América no pasaban por Canarias, como a la ida, pero aún así las islas eran tentadoras por las facilidades que presentaban para su expolio.

Fundación de Santa Cruz de Tenerife (Gumersindo Robayna)

Dado que la monarquía francesa había quedado excluida del reparto de las Indias (el famoso testamento de Adán que requería Francisco I), optó por patrocinar asaltos; si no podía pisar el Nuevo Mundo arrebataría sus tesoros a quien sí lo hacía. Es conocido el caso de Jean Fleury, que robó el célebre tesoro de Moctezuma que Cortés enviaba a España; Fleury, por cierto, fue capturado más tarde en aguas canarias y ahorcado.

Pero las victimas no eran sólo las inadvertidas naves que venían de la travesía Atlántica. Los piratas galos atacaban también poblaciones y actuaron con cierta impunidad hasta que durante el reinado de Felipe II empezaron a ser sustituidos por sus colegas ingleses, igualmente con amparo real. Y al olor del festín, como los tiburones o los buitres, tampoco quisieron renunciar los holandeses.

Jean Fleury

Las Canarias se convirtieron entonces en un objetivo más o menos fácil, dada la citada precariedad de las islas en materia poliorcética, que las dejaba peligrosamente expuestas. Dos arremetidas cambiaron un poco el panorama; fueron las realizadas por Francis Drake en 1595 y Pieter Van der Does cuatro años después, decidiendo a Felipe II a acometer un programa de construcción de fortificaciones que completase las modestas ya existentes.

De éstas destacaban las de Gando y San Pedro Mártir en Gran Canaria. La primera consistió en reformar y ampliar la primitiva torre erigida por los conquistadores mientras que la segunda, conocida también como Castillo de San Cristóbal, fue levantada en 1578 y posteriormente, en el siglo XVIII, sería remodelada. De hecho, a lo largo de los siglos esas construcciones se demolían, se reconstruían, se ampliaban, se remozaban...

El Castillo de San Cristóbal (Juan Ramón Rodríguez Sosa en Wikimedia Commons)

Posteriormente se erigirían más y se puede reseñar, por ejemplo la Torre del Águila en Lanzarote, también conocida como Castillo de las Coloradas. Levantado en 1741 y reedificado veinte años después a causa de su destrucción por corsarios argelinos, es una estructura cilíndrica de cantería con una insólita espadaña que parece presidir la playa homónima. Otro caso reseñable podría ser el Castillo de San Andrés, en Tenerife, hecho en 1706 y reconstruido en 1769, contra el que se estrelló parte del ataque de Nelson.

Hay más como veremos. Es cuestión de viajar por las islas en su busca y así, de paso, puede uno llevarse una sorpresa, como me pasó en Fuerteventura cuando recorría una de sus largas y solitarias carreteras: dormitando a la par que servía de improvisado colchón para mi hijo de dos años, quien sí estaba profundamente entregado en los brazos de Morfeo, juraría haberme cruzado con un monumento cunetero de hierro con la forma de una significativa cruz de San Andrés, símbolo nacional de la España de los Habsburgo y testimonio postrero de aquella actividad constructora impulsada por la Corona.

Castillo de Las Coloradas (Imagen: Marc Ryckaert en Wikimedia Commons)

Volvamos a la amenaza procedente del mar. La situación geográfica del archipiélago hacía que el principal peligro viniera de un sitio más cercano que la Europa norteña: la costa norteafricana, donde los piratas y corsarios berberiscos mantenían un pulso contra la Monarquía Hispánica por controlar el Mediterráneo en el que intercambiaban ataques periódicos a sus respectivos litorales. Fueron varios los otomanos y berberiscos que sembraron el pánico en Canarias, especialmente en Fuerteventura y Lanzarote porque, al fin y al cabo, son las islas más cercanas a tierra y las más orientales. Algunos dejaron huella en la memoria, como Kemal Reis (Camali para los españoles), tío del célebre cartógrafo Piri Reis: después de alquilar sus barcos a los judíos expulsados de España, en 1496 recibió del sultán el mando de una flota de doce unidades con la que saqueó el Mediterráneo durante tres años casi sin que nadie le tosiera. Entre sus víctimas estuvo el archipiélago canario en 1501.

Murat Reis en una pintura de Pier Francesco Mola
Sin embargo, el recuerdo más intenso lo dejó un holandés convertido al Islam tras su secuestro en la infancia. Se llamaba Jan Janszoon, aunque se rebautizó Murat Reis y aquí se hispanizó castizamente su nombre como Morato Arráez; así le nombran en sus obras los clásicos del Siglo de Oro como Lope o Cervantes (en tono laudatorio, por cierto). Arráez, convertido en capitán, repitió la oleada de asaltos de Reis e incluso participó en el asedio de Malta. Eso hizo que el sultán pusiera a sus órdenes una flota en 1585 y con ella cayó sobre Teguise, la capital de Lanzarote por aquel entonces, haciendo tres centenares de prisioneros cuyo rescate le supuso pingües beneficios. Algo que le animó a repetir dos años después con ayuda británica.

Por cierto, es obvio que los súbditos de su Graciosa Majestad no iban a quedarse de brazos cruzados en su especialidad. Como dije antes, John Hawkins y Francis Drake (ensalzado también por Lope en La Dragontea, la misma obra en la que sale Arráez) probaron suerte y no la encontraron pero el caso más conocido en los que la Union Jack flameó ante las costas canarias llegó posteriormente, en el siglo XVIII. Fue en 1740, en la Batalla de Tamasite, librada en el contexto de la guerra de la Oreja de Jenkins. Corsarios ingleses pusieron proa a Fuerteventura, sabedores -por incursiones previas de otros barcos- de que apenas tendrían oposición, ya que no había guarniciones importantes y se carecía prácticamente de fortificaciones.

Desembarcaron medio centenar de hombres en Gran Tarajal y empezaron el saqueo... hasta que se lanzó sobre ellos una milicia local, un tropel de vecinos mal encarados que suplían su precario armamento con palos y piedras, aparte de una característica furia hispana provocada por el hartazgo y que les llevó a lograr matar a la mitad de los intrusos y capturar al resto. Al mes siguiente llegó un segundo buque asaltante pero su gente fue contundentemente rechazada de nuevo, esta vez contando con las armas arrebatadas a sus compinches (y, según se cuenta, usando camellos como parapeto viviente).

La Batalla de Tamasite representada en un retablo de la iglesia de San Miguel Arcángel, en Tuineje

Se tomó buena nota y se obró en consecuencia, construyendo varias torres defensivas en el archipiélago, algunas de las cuales hoy siguen en pie. Dos buenos ejemplos están precisamente en Fuerteventura y son los de Tostón y Caleta de Fustes. El primero, llamado también Castillo del Cotillo por su ubicación en la localidad homónima, se levantó siguiendo el diseño del arquitecto Claudio de L'Isle por orden del comandante general de Canarias, Andrés Bonito y Pignatelli. Es de planta circular y en lo alto disponía de tres piezas de artillería. Está protegido como Bien de Interés Cultural.

El segundo es el Castillo de San Buenaventura, del mismo autor y, por tanto, aspecto muy parecido al anterior: planta circular, garitas esquineras, una cisterna para almacenar agua, troneras para cinco cañones en la terraza, puerta a media altura con escalera y puente levadizo. Curiosamente, ahora está rodeado de piscinas, por lo que quienes visiten Caleta de Fuste pueden disfrutar de las dos cosas en el mismo sitio.

Castillo de El Cotillo

En esta última localidad, recuerden, es donde se hundió el otro día el barco pirata turístico, así que el círculo queda cerrado.

Foto cabecera: Víctor R. Ruiz en Wikimedia Commons

Comentarios

david leon ha dicho que…
El barco hundido pirata no está ni de coña en Cotillo ni en sus cercanias
Jorge Álvarez ha dicho que…
No dice en Cotillo; dice en Caleta de Fuste.

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