St. Cuthbert's, el cementerio de los ladrones de cadáveres de Edimburgo


"Debido a este empleo, el cuidado del anfiteatro y del aula recaía de manera particular sobre los hombros de Fettes. Era responsable de la limpieza de los locales y del comportamiento de los otros estudiantes y también constituía parte de su deber proporcionar, recibir y dividir los diferentes cadáveres. Con vistas a esta última ocupación -en aquella época asunto muy delicado-, Mr. K hizo que se alojase primero en el mismo callejón y más adelante en el mismo edificio donde estaban instaladas las salas de disección. Allí, después de una noche de turbulentos placeres, con la mano todavía temblorosa y la vista nublada, tenía que abandonar la cama en la oscuridad en las horas que preceden a los amaneceres invernales para entenderse con los sucios y desesperados traficantes que abastecían las mesas. Tenía que abrir la puerta a aquellos hombres que después han alcanzado tan terrible reputación en todo el país. Tenía que recoger su trágico cargamento, pagarles el sórdido precio convenido y quedarse solo, al marcharse los otros, con aquellos desagradables despojos de humanidad".

EL LADRÓN DE CADÁVERES (Robert Louis Stevenson)

Como creo que ya he dicho alguna vez, el turismo funerario resulta especialmente agradecido por varias causas: los cementerios más llamativos para el viajero suelen ser remansos de paz -eterna, sí- en medio del caos urbano, constituir rincones verdes donde descansar -tanto inquilinos como visitantes-, presentar interesantes muestras de arte fúnebre y proporcionar jugosas historias con las que incentivar el paso por ellos. En ese sentido, Edimburgo es la crema de la crema; sus camposantos pueden no ser tan monumentales como los de París y Viena, tan recoletos como el Cimitterio Acatólico de Roma o tan impactantes como el judío de Praga, pero tienen un aire, mezcla de historia y misterio, que los hace únicos hasta el punto de convertirlos en referencias para cualquiera que desee saber más del pasado de la ciudad y entretenerse enterándose de viejos episodios realmente interesantes.

Una buena forma de empezar a zambullirse en un mundo que parece sacado de una antigua película de terror es acercándose a St. Cuthbert's Kirk, una iglesia rodeada por una típica necrópolis parroquial que destila el auténtico sabor local y no me refiero precisamente al whisky. Tiene una ventaja añadida, que es el estar situada en pleno centro de la capital de Escocia, al final de la muy transitada Princess Street (cuya referencia es el popular monumento en memoria de Walter Scott), y al pie de la parte trasera de la colina sobre la que se asienta el Castillo de Edimburgo.

El Castillo de Edimburgo visto desde Princess Street

Aunque se asienta sobre otro anterior medieval, el templo, presbiteriano, acredita una amalgama de estilos que se sucedieron entre finales del siglo XVII y mediados del XVIII, con una reforma posterior decimonónica. Si se entra en el recinto y se rodea (aunque también hay una puerta por la calle adyacente, Lothrian Road), aparece el cementerio, sombreado por abundante arbolado y cuya parte original se llamaba Knowe de Bairns, es decir, Colina de los Niños, debido a que allí se enterraba a los menores de edad; hablo del siglo XVI, cuando el aspecto del lugar todavía debía ser bastante bucólico porque el ganado pastaba tranquilamente entre las tumbas y no se construyó una muro perimetral hasta 1820. Fue en esa misma década cuando, para completarlo, se erigió una atalaya de vigilancia.

Calavera con tibias indicando una víctima de la peste
¿Vigilancia en un sitio así? Sí, pues una de las señas de identidad edimburguesa aunque les pese a sus habitantes -que no les pesa lo más mínimo, la verdad- fue la extraordinaria actividad de los ladrones de cadáveres, aquellos representantes del lumpen más bajo de la cadena social que se dedicaban, como dice el nombre de su innoble trabajo, a exhumar cuerpos de forma ilegal no sólo para robarles su ajuar funerario sino también ,y sobre todo, para venderlos a los médicos. Hay que entender que el número de estudiantes de medicina se había multiplicado en las universidades y la cantidad de cuerpos disponible resultaba insuficiente desde que a finales del siglo XVIII se redujera considerablemente al disminuir también las ejecuciones (una ley de Enrique VIII permitía la cesión de cuatro reos). Así que los galenos necesitaban material fresco para sus investigaciones o para enseñar anatomía a los alumnos en la sala de disecciones.

Y donde hay demanda aparece la oferta. Si los doctores con menos escrúpulos pagaban por cada pieza el equivalente a lo que podía ganar un peón en seis meses estaba claro que inevitablemente surgirían quienes se apuntaran al negocio. En consecuencia, acudir de noche al camposanto con una pala y un carromato pasó a ser algo más frecuente de lo que debiera y hubo que tomar medidas. Una de ellas, adoptada por algunos familiares de difuntos, era colocar lápidas con la imagen labrada de una calavera y dos tibias cruzadas, que en otros tiempos indicaba que el ocupante del sepulcro había muerto víctima de la peste; eso disuadía a muchos de escarbar allí para evitar contagios. Otra fue cerrar los recintos con verjas (o incluso envolver la tumba en una jaula, como se puede ver en otro cementerio, el de Geyfriars); una más, añadir torres desde las que un centinela nocturno velara por que el descanso eterno de los difuntos lo fuera realmente.

St. Cuthbert's Watchtower, atalaya de vigilancia
Por supuesto, eso no disuadió a los resurreccionistas, como también se llamaba sarcásticamente a los practicantes del improvisado oficio, cuyos beneficios eran lo suficientemente pingües como para permitirse dejarle una parte al vigilante si hacía la vista gorda de vez en cuando. Una vez, en 1742, los vecinos quemaron la casa de uno al que se le fue la mano en eso de mirar hacia otro lado. Y robar cadáveres no era lo peor porque, con el tiempo, algunos prefirieron ahorrarse el esfuerzo de cavar y sustituyeron la pala por la navaja para obtener mercancía directamente y evitar el abono correspondiente a las mafias que se habían ido formando.

Fue el caso de los famosos William Burke y William Hare, dos peones que precisamente solían trabajar cerca de St. Cuthbert's, en Union Canal, que una noche encontraron muerto al inquilino de la habitación contigua de la posada donde se hospedaban y, aprovechando la ocasión, corrieron a vendérselo al doctor Knox, que pagaba bien y no hacía preguntas. Burke y Hare vieron la luz y empezaron a asesinar a gente de extracción social baja (vagabundos, prostitutas, mendigos...) que luego llevaban al siniestro galeno. Por un exceso de confianza fueron descubiertos en 1828 y Burke, el cabecilla, acabó en la horca, ejecución a la que asistió Walter Scott; irónicamente, su cadáver fue entregado a la universidad. A Hare se le concedió la libertad por haber testificado contra su compinche y marchó a Londres pero allí fue reconocido y linchado; sobrevivió, aunque ciego y maltrecho para el resto de su vida, que fue bastante larga por cierto.

Memento mori
Como vimos al comienzo, Robert Louis Stevenson hace una inevitable referencia a esta historia en su relato The body snachter (El ladrón de cadáveres), donde uno de los personajes es el siniestro doctor Knox, aunque sólo lo nombra por la inicial, K:
"La obtención de cadáveres era continua causa de dificultades tanto para él como para su patrón. En aquella clase con tantos alumnos y en la que se trabajaba mucho, la materia prima de las disecciones estaba siempre a punto de acabarse; y las transacciones que esta situación hacía necesarias no sólo eran desagradables en sí mismas sino que podían tener consecuencias muy peligrosas para todos los implicados. La norma de Mr. K era no hacer preguntas en el trato con los de la profesión. "Ellos consiguen el cuerpo y nosotros pagamos el precio", solía decir, recalcando la aliteración "quid pro quod". Y de nuevo, y con cierto cinismo,  les repetía a sus asistentes "que no hicieran preguntas por razones de conciencia".
No es que se diera por sentado que los cadáveres se conseguían mediante el asesinato. Si tal idea se le hubiera formulado mediante palabras, Mr. K se habría horrorizado; pero su frívola manera de hablar tratándose de un problema tan serio era, en sí misma, una ofensa..."

El problema de los robos de tumbas no se solucionó hasta la promulgación de la Anatomy Act de 1832, que autorizaba a cualquiera a donar su cuerpo a la ciencia al fallecer. La gran paradoja está en que todo esto sirvió para estimular los estudios de anatomía en Edimburgo, poniendo a la ciudad en primera línea de esa especialidad. Claro que eso no tranquilizaba a quien tenía a un familiar enterrado en la capital escocesa o a quien algún día le tocaría ser inhumado allí, de ahí que sus camposantos cuenten con sus respectivas torres de vigilancia.


La tumba de Thomas de Quincey
Una está en el de Old Calton pero no voy a extenderme sobre ello porque ese lugar tiene trama suficiente para dedicarle un artículo en exclusiva algún día. Así pues, continuemos donde estábamos, en St. Cuthbert's. Su atalaya, cilíndrica y almenada, recibe el nombre de St. Cuthbert's Watchtower y se colocó en 1827 para complementar el aumento del citado muro, que alcanza más de dos metros y medio de altura. Teniendo en cuenta la referida historia de Burke y Hare, resulta gracioso que se ubique justo frente al sepulcro del escritor Thomas de Quincey, autor, entre otras obras, de El asesinato considerado como una de las bellas artes.

Esta parroquia quedaba fuera del casco viejo y por eso era más solitaria por las noches, favoreciendo el trabajo de los resurrecccionistas. Sin embargo, hoy ha pasado a ser pleno centro urbano y la calzada de Lothian Road se construyó en 1930 atravesando parte de la necrópolis; ello obligó a trasladar algunas tumbas mientras otras quedaron debajo de la calle, que singularmente las atecha sostenida con pilares, como haciendo una caricatura moderna de los panteones neogóticos que le dan lustre.


Panteones neogóticos

Por lo demás, pasear entre los árboles y las lápidas, muchas decoradas con las referidas calaveras, otras con el inevitable Memento mori, casi todas con la piedra ennegrecida por la humedad y tapizada con un musgo verdísimo, tiene ese morboso interés que lleva a buscar personalidades famosas. No hay muchas para un español y, aparte del citado De Quincey, quizá el nombre que puede sonar más a un visitante sea el de Charles Darwin (aunque no el famoso naturalista sino su tío), más el del matemático John Napier (inventor de los logaritmos) y el de George Meikle Kemp (diseñador del cercano monumento a Walter Scott).

En fin, voy a dejar que sea otra vez Stevenson el que despida este artículo con otro esclarecedor fragmento , esta vez describiendo el perfil típico del ladrón de cadáveres y su modus operandi:
"El resurreccionista, por usar un sinónimo de la época, no se sentía coartado por ninguno de los aspectos de la piedad tradicional. Parte integrante de su trabajo era despreciar y profanar los pergaminos y las trompetas de las antiguas tumbas, los caminos trillados por pies devotos y afligidos, y las ofrendas e inscripciones que testimonian el afecto de los que aún siguen vivos. En las zonas rústicas, donde el amor es más tenaz de lo corriente, y donde lazos de sangre y camaradería unen a toda la sociedad de una parroquia, el ladrón de cadáveres, en lugar de sentirse repelido por natural respeto, agradece la facilidad y ausencia de riesgo con que puede llevar a cabo su tarea. A cuerpos que habían sido entregados a la tierra, en gozosa expectación de un despertar bien diferente, les llegaba esa resurrección apresurada, llena de terrores, a la luz de la linterna, de la pala y el azadón. Forzado el ataúd y rasgada la mortaja, los melancólicos restos, vestidos de arpillera, después de dar tumbos durante horas por caminos apartados, privados incluso de la luz de la luna, eran finalmente expuestos a las mayores indignidades ante una clase de muchachos boquiabiertos".

Fotos: JAF

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