El fantasma de la Ópera

El fantasma de la ópera existió. No fue, como se creyó durante mucho tiempo, una inspiración de artistas, una superstición de directores, la grotesca creación de los cerebros excitados de esas damiselas del cuerpo de baile, de sus madres, de las acomodadoras, de los encargados del vestuario y de la portería.
Sí, existió en carne y hueso, a pesar de que tomara toda la apariencia de un verdadero fantasma, es decir, de una sombra (...)

Estoy seguro, muy seguro, de haber rezado sobre su cadáver cuando el otro día lo sacaron de la tierra, en el lugar exacto donde enterraban a las voces vivas; era su esqueleto. No fue por la fealdad de su cabeza por la que lo reconocí, ya que cuando ha pasado tanto tiempo todos los muertos son feos, sino por el anillo de oro que llevaba y que Christine Daaé había venido sin duda a colocarle en el dedo antes de sepultarle, como le había prometido.

El esqueleto se encontraba muy cerca de la fuentecita, en el lugar en que, por primera vez, cuando la arrastró a los sótanos del teatro, el Ángel de la Música había sostenido en sus brazos temblorosos a Christine Daaé desmayada.

Y ahora ¿qué harán de ese esqueleto? ¿Lo arrojarán a la fosa común?... Yo afirmo: que el lugar del esqueleto del fantasma de la Ópera está en los archivos de la Academia Nacional de Música; no es un esqueleto vulgar y corriente.

 (EL FANTASMA DE LA ÓPERA, Gastón Leroux).

Una de las primeras cosas que llevaba en mente hacer cuando visité la capital de Francia hace unos años era conocer el Palacio Garnier, es decir, el  Teatro Nacional de la Ópera de París, sede de la Academia Nacional de Música, no sólo por la belleza que muestra, acorde a aquel ampuloso Segundo Imperio Francés empeñado en el embellecimiento de la ciudad bajo la dirección del célebre Barón Haussmann, sino también, y sobre todo, por la novela gótica de Gastón Leroux y el misterioso personaje deforme que se ocultaba en los sótanos del lugar.

Lon Chaney asustando a Christine
No recuerdo si por entonces había leído el texto pero sí que había visto unas cuantas adaptaciones cinematográficas, desde la antigua muda -con aquel iconográfico maquillaje de Lon Chaney- al musical rock setentero de Brian de Palma -su obra maestra-, pasando por las clásicas de Claude Rains y la Hammer, entre otras. Y, claro, con semejante tarjeta de presentación la Ópera se presentaba como un caramelo demasiado apetitoso para un aficionado al género.
El teatro se encuentra en la Rue Scribe, en una concurrida plaza de forma romboide del Distrito XIX, frente a las no menos frecuentadas Galerías Lafayette y entre los bulevares Haussman, Des Capucines y Des Italiens. El arquitecto que se encargó de diseñarlo y construirlo fue Charles Garnier, ex-ayudante del prestigioso Viollet-Le-Duc (el que restauró Notre-Dame) y creador de ese estilo neobarroco que tan bien se adaptaba a la proverbial pretenciosidad de Napoleón III, hasta el punto de darle su nombre. Al fin y al cabo había sido el emperador quien le otorgó el encargo en 1861 (tras ganar, pese a tener sólo treinta y cinco años, un concurso ante casi dos centenares de competidores) para sustituir a la vieja Ópera de 1821, que sin embargo aún seguiría en pie un tiempo hasta que en 1873 un tremendo incendio la devoró. La nueva sede quedó lista en 1875, inaugurándose con una selección de piezas operísticas y ballet. 

El fantasma sin rostro
El fantasma no intervino aunque motivos no le faltaron, ya que el fatuo sobrino de Bonaparte se empeñó en abrir un bulevar que uniera el nuevo teatro con el Palacio de las Tullerías y miles de personas fueron expropiadas para ello. La justicia poética quiso que el emperador no llegara a verlo terminado al tener que exiliarse en Inglaterra, al igual que el arquitecto se vio obligado a pagarse de su bolsillo la entrada para la inauguración, al ser postergado por el nuevo régimen. Antes, los prusianos pudieron haberlo reducido a escombros si llegan a entrar en París.

Con sus once mil metros cuadrados, la Ópera Garnier no es tan grande como su predecesora pero sigue siendo un foro impresionante, con capacidad para dos mil doscientos espectadores y un escenario donde cabe casi medio millar de actores simultáneamente. Pero no es el tamaño lo realmente impresionante sino su belleza decorativa: mármoles, dorados, estatuas, mosaicos, relieves, molduras, multitud de lámparas que le confieren una extraña iluminación... Baste decir que se requirieron los servicios de una docena de pintores y más de setenta escultores, algo que se aprecia incluso a distancia (el bulevar no tiene árboles precisamente por eso), con las figuras doradas de las dos famas que hizo Gumery, la Armonía y la Poesía, destacando en los extremos de la cornisa, a cada lado de la cúpula.

La Gran Escalera

Todo ello resplandece de forma especial en tres espacios, a cual más espectacular. El primero es la nave donde se encuentra la Gran Escalera, concebida como un auténtico escenario, cuenta con balcones y balaustradas  que alternan mármol blanco, verde y rosa; la escalinata, en forma de Y, tiene a su pie la entrada a la orquesta. El segundo es el auditorio, donde el contraste del dorado de palcos y pilares con el rojo del terciopelo de cortinas y tapicerías ambienta perfectamente; claro que ahí el protagonismo absoluto es para el techo, con una cúpula pintada por Marc Chagall en 1964 y una colosal araña de cristal colgante que pesa seis toneladas. El tercero es el foyer, la zona de paso, cuya amplitud se incrementa con el efecto que causan ventanales y espejos, y de una bellezarematada con los mosaicos policromados de la bóveda que realizó el artista Paul Baudry usando motivos musicales (también se ven en la fachada, donde bustos de compositores se alternan en los huecos entre cada columna).

La cúpula pintada por Chagall

Lo cierto es que hay más rincones atractivos que hacen que la visita se prolongue durante hora y media: la Sala de los Abonados (una estancia columnada y con espejos), el Salón del Glaciar (una rotonda que en realidad es posterior), el Foyer de la Danse (usado para ensayos de ballet)... Lamentablemente entre los sitios visitables no figuran, al menos cuando fui yo, las entrañas del teatro, los recovecos subterráneos tras la tramoya que, según la novela de Leroux, conectaban con el sistema de alcantarillado y constituían el escondite del fantasma. Así que no tuvimos ocasión de conocernos. Tampoco estaba ya Christine Daaé; será por eso.

Fotos: JAF y Marta B.L.

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