Mercado de San Miguel


Hace ya bastantes años que se puso de moda recuperar viejos mercados cambiando su uso clásico por otro más actual, orientado al ocio y la hostelería. Normalmente son espacios decimonónicos, construidos en aquellos tiempos en los que el hierro forjado vivió su momento dulce, lo que, combinado con el acristalamiento y el espacio más o menos diáfano, les confieren un encanto especial. Visitarlos al mediodía, en plan vermut, o a por la tarde, cuando ya empieza a declinar el día, se ha convertido en toda una moda que, además, atrae a no pocos turistas. 

El letrero de hierro forjado de la fachada
 
Prácticamente no hay lugar que se precie que no disponga de un foro así, generalmente enclavado en el centro histórico y rodeado de calles peatonales. Un elemento más en ese proceso, al parecer tan extendido como irreversible, de dotar a todas las ciudades de una apariencia clónica en equipamientos y mobiliario urbano. Pero, al menos, los mercados sirven al entretenimiento y el regocijo de la gente. Y si no ahí está para demostrarlo el Mercado de San Miguel, uno de los rincones más llamativos de Madrid de un tiempo a esta parte.

Se encuentra en la plaza homónima, un rincón encajado entre casas situado junto a la celebérrima Plaza Mayor y delimitado por las calles Conde Miranda y Cava de San Miguel, exactamente en el mismo sitio que antaño ocupara la iglesia de San Miguel de los Octoes; a alguno le sonará por ser el templo donde fue bautizado Lope de Vega. No queda nada de ella porque en 1790 la devoraron las llamas y Jośe Bonaparte mandó demoler las ruinas para, en su lugar, dejar un espacio abierto en el que los madrileños pudieran montar un mercado de viandas, sobre todo pescado. En eso recuperaba su función primigenia, ya que en el Medievo también montaban allí sus puestos de venta los gremios.

El famoso plano de Teixeira: en la parte de arriba de la imagen, marcada con una L, la iglesia de San Miguel de Octoes (1656)
 
Pero a medida que fua avanzando el siglo XIX, se empezó a considerar tales mercados un peligro para la salud pública. Fue así cómo la actividad comercial tendió a pasar a recintos cerrados, si bien el de San Miguel siguió al aire libre bastantes décadas, tan sólo delimitado por un par de portadas monumentales diseñadas por el arquitecto Joaquín Henri. Los edificios cubiertos llegaron en el último cuarto de la centuria, la mayoría siguiendo el patrón estético del Mercado de Les Halles, en París: por orden cronológico aparecieron Los Mostenses, La Cebada, Chamberí y La Paz. El de San Miguel tuvo que esperar al nuevo siglo y bien entrado ya: en 1916, tras dos años de obras bajo la dirección de Alfonso Dubé y Díez que se simultanearon con la actividad del mercado, para que no tuviera que cerrar.

Tenderetes del mercado en la Plaza san Miguel (siglo XIX)

Ahora bien, los demás fueron desapareciendo devorados por los cambios en los hábitos de consumo y San Miguel ha quedado como el último superviviente, protegido bajo la categoría de Bien de Interés Cultural. En 1999 se hizo una remodelación que le devolvió su aspecto original y, diez años más tarde, reabrió para alcanzar el éxito, cambiando radicalmente de concepto e imponiendo la parte hostelera sobre la tradicional.  Son cuatro mil metros cuadrados, la mitad en una planta baja con estructura de hierro y acristalamiento que proporciona buena iluminación natural -es la abierta al público-, más otra mitad en un sótano-almacén. Por sus calles interiores se distribuyen multitud de negocios hosteleros de comida informal pero con tono gourmet y buscando cierta representatividad de la gastronomía de toda España. 


Así, no fallan las raciones de calamares fritos, las tapas de aceitunas, las empanadas, los pinchos, los embutidos, las croquetas, la paella... Y hay tascas de ambiente andaluz, pastelerías, heladerías, zumerías, vinaterías o cafeterías, entre otros. Claro que tampoco falta espacio para la comida internacional, desde la pasta italiana al sushi japonés pasando por la cerveza anglosajona. E incluso sitios dedicados a otras cosas como las flores, la cosmética o los productos ecológicos. Todo ello, eso sí, en medio de una marea humana que reúne a madrileños más o menos habituales, visitantes españoles atraídos por su fama y turistas extranjeros con cierta cara de abrumador desconcierto ante el bullicio nacional; porque en hora punta hay que abrirse paso casi a codazos en los mostradores para poder ser atendido, sortear pisotones, jugarse un dolor de cabeza por el ruido, arriesgarse a que un niño te vuelque encima su refresco, otear como un buitre a la búsqueda de un hueco con taburetes... La buena vida española.


 Fotos: JAF

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