Es evidente que cuando se habla de parques nacionales en
Tanzania la atención se fija inmediatamente en los dos grandes espacios estrella del país:
Serengueti y
Ngorongoro. Pero hay otros y uno de, los más curiosos -tanto que de un tiempo a esta parte suele formar parte de casi todos los circuitos turísticos- es el del
Lago Manyara. Se llega, partiendo de
Arusha,
por una carretera salpicada de ciclistas a cual más pintoresco: desde masáis con su característica túnica de tartán a tullidos que pedalean mediante un manillar especial, pasando por los niños que cargan la bicicleta hasta lo inimaginable, como si fuera un tráiler, con paja, leña, bidones de agua...
Por el camino hay que pasar un inenarrable poblado llamado Kabaoni, formado por medio centenar de chabolas de madera, andrajosas y humeantes, antes de alcanzar los lindes del parque e instalarse en cuyo recinto se veía deambular, recepción incluída y como Pedro por su casa, a enormes babuinos en busca de comida fácil, siendo su lugar favorito los contenedores de basura, que sabían abrir perfectamente. Alguna hembra cargaba a la espalda a su cría, que no se bajaba ni para beber de los charcos, como si de un cowboy se tratase.
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Un babuino buscando la merienda |
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Lake Manyara Wildlife Lodge |
El hotel tenía esplendidas vistas a la
masa lacustre que da nombre al parque, una lengua de agua de cincuenta kilómetros de largo por dieciséis de ancho y una superficie de doscientos treinta y un kilómetros cuadrados que la hace ocupar la mayor parte del recinto (el parque entero mide trescientos treinta). Una diferencia importante respecto al Serengueti o el Ngorongoro es que, mientras éstos se hallan prácticamente en alta montaña -lo que repercute en un clima más bien templado, con bastante frío de noche-, el
Parque Nacional del Lago Manyara se halla a sólo seiscientos metros de altitud;
caluroso, por tanto, y con un suelo
polvoriento -salvo en las marismas-
que aconseja ir bien provisto de un pañuelo para taparse las vías respiratorias en plan bandolero cuando se circule en coche descubierto.
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Vistas del lago desde el lodge. Las elevaciones de la derecha corresponden a la falla del Rift |
El lago no es muy profundo y, de hecho, en la estación seca tiende a secarse. Su nombre deriva de la palabra
masai emanyara, usada para describir las zonas lacustres y que también designa a una planta típica del lugar. Y es que ese pueblo habita sus inmediaciones desde hace siglos y colaboró con el explorador austríaco
Óscar Baumann en la expedición en la que éste lo descubrió para el mundo occidental, en la última década del XIX; Baumann tuvo una vida de película (corta, eso sí, pues falleció a los treinta y cinco años) cayendo prisionero durante la llamada Rebelión Abushiri de 1888 (un levantamiento de los árabes y
swahilis contra el dominio colonial alemán) y siendo el primer blanco en pisar tanto el cráter del Ngorongoro como lo que hoy son algunos países del entorno, caso de
Ruanda o Burundi.
Pero, claro, el lago ya llevaba ahí un tiempo: dos millones de años. Se originó cuando el agua rellenó el hueco dejado por la falla que dio lugar al
Valle del Rift, cuyas crestas se podían contemplar desde la ventana de mi habitación, regulares y largas, más parecidas al Muro de Invernalia que a una cordillera. En cambio, el parque se fundó en 1960, pasando a ser
Reserva de la Biosfera veinte años después. Como es pequeño, se recorre en medio día a través de una pista forestal que empieza en su entrada misma, en la que se ha ubicado un
aula didáctica, rodeada de fotogénicos
baobabs -esos árboles que, según leyenda local, fueron colocados al revés por los dioses y aún guardan demonios en sus hinchados troncos- y dotada de una gran maqueta del lugar que suele ser visitada por divertidas excursiones escolares.
La ruta atraviesa primero una densa
zona boscosa, a veces sólo iluminada por el efecto catedral de los rayos de sol que se cuelan entre el follaje, en la que suele ser habitual el espectáculo de multitud de chillones
monos (entre ellos el mono azul, que debe su nombre al tono de su pelaje y no se ve en ningún otro parque) saltando de rama en rama en una ensordecedora algarabía, alternando con la incursión en medio del camino de pacíficos
elefantes, aparentemente mucho más tranquilos que sus colegas de otros sitios. También es posible toparse con las esbeltas
jirafas deglutiendo con despreocupación su peculiar dieta de espinas de acacia. Luego, se sale de la frondosidad a un llano tachonado de osamentas y troncos desnudos, sobre cuyo extremo más alto acostumbrar a descansar solitarias águilas y marabúes.
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Los monos azules se mueven entre las espinas de las acacias sin problemas |
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Los elefantes del Lago Manyara parecen más tranquilos y confiados que en otros sitios |
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Un águila solitaria, oteando |
Avanzando por esa zona diáfana vamos acercándonos a la fangosa ribera del lago, en la que se suceden grupos de animales disfrutando del frescor acuático y cuya cercanía o lejanía al camino dependerá del
volumen hídrico que haya en ese momento: cuanta más agua, más próxima estará la orilla a la pista. Por supuesto, abundan las aves, dado que se han censado más de
trescientas cincuenta especies ornitológicas, destacando las características masas de flamencos rosas, los pelícanos, las grullas, las garzas o los ibis.
Pero también hay
mamíferos típicos, como facóceros, ñúes, cebras, hipopótamos, antílopes, búfalos... Los rinocerontes se extinguieron hace ya tiempo. Es normal ver grupos de
cebras -en torno a una veintena- avanzando en fila india por las marismas, entre los hipopótamos, con la dificultad que supone tener el cuerpo semisumergido en el lago y hundir las patas en el lodo del fondo, que profana el inmaculado dibujo de rayas blancas y negras de su piel.
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Una columna de cebras atraviesa el agua entre hipopótamos y flamencos |
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En el centro, un bebé elefante en plena lactancia |
En consecuencia, no faltan depredadores como los leopardos o los leones. Yo tenía un especial por estos últimos, dado que en el Serengueti ya había conseguido avistar un leopardo sesteando en una rama a muy pocos metros y con una gacela recién cazada entre las zarpas, mientras que los leones me estaban resultando esquivos en aquel viaje, al menos los machos. Y precisamente, ésa era una cualidad extra de los leones de Manyara: reciben el sobrenombre de trepadores porque acostumbran a encaramarse a las acacias en busca de sombra, dado que, como dije antes, el sol puede ser implacable allí. Parece ser que, de paso, se libran de la molesta presencia de hormigas -el suelo reseco favorece la proliferación de termiteros- y, además, así tienen atalayas de observación para atisbar presas, dada la ausencia de kopjes como los del Serengueti (un kopje es un afloramiento rocoso desde el que los leones suelen controlar su territorio).
Pero nada. Tampoco en Manyara conseguí atisbar la lustrosa melena del rey de la selva. Como ya conté en
otro artículo, tras casi una decena de safaris ésa sigue siendo mi gran cuenta pendiente con
África.
Fotos: Marta B.L, y JAF
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