El castillo de Bran


Hoy toca hablar de Rumanía y, de nuevo resulta inevitable hacer la correspondiente mención a Drácula. Algún día conseguiré escribir un artículo sin sacar su nombre, lo juro. Pero, mientras, zambullámonos en el tópico y disfrutemos del conde más icónico de la literatura y el cine. Y no hay mejor sitio para ello que hacerlo en su castillo... aunque en realidad no sea suyo ni lo haya sido nunca.

Una imagen típica de los Cárpatos

Aquí es importante subrayar lo de realidad porque nos referimos al conde Drácula, el de la capa y los colmillos, no a Vlad Tepes, el voivoda valaco en quien se inspiró el escritor irlandés Bram Stoker para su célebre novela. Porque el Empalador, a lo largo de su azarosa y guerrera vida, estuvo dando tumbos de un lado a otro y residió en montones de castillos pero jamás -que se sepa- estuvo en el de Bran, más allá quizá de pasar una noche preso de camino a otro sitio. Eso sí, no hay edificio en todo el país que resulte un icono mejor asociado a Drácula que éste ubicado en medio de los Cárpatos.

En el castillo se puede ver el árbol genealógico del que, a tenor de las masas de visitantes, probablemente sea el único ser humano que no ha estado jamás: Vlad Tepes

Y es que suele aportar su característica imagen al tema, sea en portadas de libro, sea en la miríada de películas que se han estrenado sobre el aristocrático vampiro. Pero, además, los rumanos exprimen la cosa a fondo, hasta el punto de que no hace falta crear un parque temático draculino -periódicamente surge la noticia para desvanecerse al poco-, puesto que el entorno del castillo de Bran ya lo es de hecho. En la falda de la colina rocosa sobre la que se asienta hay toda una pequeña villa, no sé si improvisada o diseñada ad hoc, donde se suceden tiendas de souvenirs kistch, puestos de comida tradicional y locales con espectáculos de miedo, mientras entre las masas de turistas se mueven, dando una nota de color ambiental, figurantes disfrazados de bruja, hombre lobo y otras criaturas de la noche. Un cartel con zombis aquí, un stand de artesanía con productos que llevan la imagen de Vlad allá... Grotesco pero divertido.

Un típico habitante de Bran fotografiándose con los turistas

Entre los souvenirs a la venta se puede uno llevar un Chateau Bran
 
Inevitablemente, hay que atravesar ese pintoresco circo para poder acceder al castillo. Se hace a través de unos jardines, que sirven de museo etnográfico, tras los cuales toca subir un sinuoso y empinado sendero hasta la puerta. Una vez allí es necesario armarse de paciencia porque es tal la cantidad de visitantes que las colas y atascos auguran la necesidad de disponer de tiempo -y paciencia- de sobra. En efecto, una vez traspasada la entrada, en el bonito pero estrecho patio central -donde no falta la típica fuente con fondo forrado de monedas, elemento omnipresente en todo el país-, se puede empezar a intuir, entre docenas de cuerpos ataviados con shorts, sombreros y cámaras fotográficas de objetivos que parecen cañones Bofors, la singular arquitectura del castillo de Bran, de paredes blancas y aspecto blando, agudos tejados piramidales de intenso color rojo y balcones de madera.






Tres vistas del patio desde arriba y desde abajo

Dentro, la vista de los salones requiere esperar turno hasta que los cinco mil japoneses terminan de hacerse sus selfies de grupo o procurar sobreponerse cuando alguien te mete el dedo en el ojo mientras atraviesas a oscuras algunos de los pasadizos ocultos construidos ya en su época. Y van pasando puertas con dinteles de piedra labrada, comedores que parecen dispuestos para un principesco banquete, uniformes decimonónicos llenos de alamares y entorchados, panoplias con armas blancas que provocan sudores fríos al imaginarlas actuar sobre un cráneo, estandartes y blasones de todo tipo, vitrinas con recias cotas de malla al lado de otras que exhiben delicados vestidos femeninos de seda, bellas estufas de porcelana policromada, alfombras de piel de oso con cabeza de feroz expresión incluida, sinuosas escaleras de caracol no aptas para gente con problemas de obesidad, columnas de madera artísticamente tallada sosteniendo bóvedas encaladas, fotos en blanco y negro recordando los buenos tiempos y hasta un árbol genealógico de Vlad el Empalador.


Trajes de distintas épocas

Las salas, que resultan bastante sobrias y, por tanto, muy acordes al ambiente, se identifican por sus expresivos nombres: de la Cancillería, de la Guarnición, de Música... Hay un dormitorio noble e incluso una capilla que, en contra de lo que se suele decir, pega bastante con la iconografía clásica de la cinematografía vampírica de la Hammer; ya saben, la productora británica que hizo las películas de Drácula con Christopher Lee y Peter Cushing. Aunque rodados siempre en estudios de Londres (no así las cintas de otras productoras, ojo), los decorados de esos filmes ingleses tenían un incuestionable parecido con la arquitectura y decoración de Bran. Y si no, busquen algún fotograma y compárenlo con esta foto de al lado, por ejemplo; vale, habría que sustituir esa camiseta roja por una capa negra, pero centremos la atención en paredes, molduras y otros aditamentos.






Varias salas del castillo
En suma, se trata de un castillo macizo y, para tratarse de una residencia real, bastante sobrio. No en vano sus constructores fueron los caballeros teutónicos, que necesitaban de un bastión para proteger su retaguardia de los turcos durante el regreso de las Cruzadas. Eso fue en el primer cuarto del siglo XIII, cuando Transilvania era una especie de estado tapón entre el poderoso reino de Hungría y el principado de Valaquia, frontera al rojo vivo con el Imperio Otomano en su época expansionista. En 1377, tras resultar maltrecho por ataques tártaros, los húngaros lo reformaron y reforzaron, confiriéndole su aspecto actual y usándolo también para controlar a los valacos.




Panoplias y piezas bélicas

Dado que Transilvania pasó a manos rumanas tras la Primera Guerra Mundial, el castillo se convirtió en residencia de María de Sajonia Coburgo-Gotha, reina consorte casada con Fernando I de Rumanía y cuyo corazón se conserva en el edificio. Éste -el edificio, no el corazón; no nos dejemos llevar por el género terrorífico- había pasado a manos de su hija, la princesa Elena, y de ambas se encuentran ajadas fotos familiares por todas las paredes. Elena vivió allí el último año de la Segunda Guerra Mundial (su marido era piloto de la Luftwaffe) y luego, con la implantación del comunismo, Bran pasó a ser propiedad del Estado. Actualmente ha vuelto a manos de descendientes de los reyes, que han intentado venderlo sin éxito. A tenor de las masas de gente que lo visitan cada día no entiendo el porqué; debería ser un negocio redondo.

Vista desde abajo, a la salida

Fotos: JAF y Marta B.L.
Foto cabecera: Bran Castle

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